EN TORNO A LOS ORÍGENES DE LAS COFRADÍAS
La Edad Moderna está considerada como la “edad de oro” del mundo religioso español. De esta época se ha dicho que no había ningún aspecto de la vida cotidiana que no estuviese "impregnado del sentimiento religioso". Ese pietismo de la sociedad se plasmó materialmente en las inmensas donaciones legadas a las instituciones religiosas que en el siglo XVI llegaron a monopolizar la mitad de las rentas no solo nacionales sino también del Imperio. Por ello, no dudamos en afirmar que las instituciones religiosas condicionaron la vida política, social, económica y cultural de las Españas.
En esa sociedad, inserta en ese espíritu piadoso, las cofradías tuvieron una presencia constante en los lugares públicos, produciéndose lo que alguien llamó acertadamente una "sacralización de la calle". Continuamente se celebraban actos públicos, rosarios nocturnos, cortejos procesionales, festividades, salidas en rogativa, etcétera. A veces con grandes manifestaciones públicas de júbilo, disparando cohetes o tirando salvas de honor.
Las cofradías fueron auténticas manifestaciones populares en tanto en cuanto estuvieron participadas por una gran parte del pueblo y tuvieron en muchos casos un devenir prácticamente independiente de la autoridad civil y de la eclesiástica. Como bien afirmó Willian J. Callahan buena parte del fenómeno cofradiero gozó de un amplio margen de autonomía, limitándose el control de la iglesia a la mera inspección de sus finanzas y del adecuado decoro de las imágenes. No obstante, todas las corporaciones estaban sujetas a las visitas pastorales de su obispado o de su arzobispado. Objeto suyo era todo lo relacionado con la moralidad de los fieles y del clero, es decir, que todo el mundo estaba en teoría sujeto a la inspección de los visitadores pastorales. Asimismo reconocían todos los recintos que tuviesen vinculación con lo sagrado, desde parroquias o ermitas hasta conventos, capillas, oratorios particulares o hermandades. Sin embargo, para muchas hermandades esta visita era el único control que tenía a sus actividades, gozando el resto del año, sus miembros y en especial su mayordomo, de plena libertad.
Y ¿cuál era la principal razón de ser de estas corporaciones? Prácticamente hasta el siglo XVIII ni existía el Estado del bienestar ni las personas tenían rango de ciudadanos sino de súbditos. El Estado del bienestar es una concepción contemporánea, por lo que hasta entonces toda la previsión social de los ciudadanos se basaba en un sistema privado de contraprestaciones. La cobertura social de los españoles en el Antiguo Régimen se canalizaba de dos formas diferentes, según se tratase de personas que habían “cotizado” o de pobres “de solemnidad”. Por ello, Rumeu de Armas habla de dos conceptos diferentes, a saber: asistencia y beneficencia. La población común normalmente se pagaba su propia asistencia privada, a través de las hermandades y cofradías. Prácticamente todas las familias pertenecían a algún instituto, algunos de ellos gremiales, cubriendo de esta forma cualquier eventualidad social. Por ello, la pertenencia a una de estas corporaciones equivalía a disponer de una verdadera póliza de seguros para toda la familia. Por tanto, casi todas las cofradías tenían un doble cometido, el devocional y el asistencial, proporcionando a sus hermanos, por un lado el consuelo espiritual de sus amados titulares, y por el otro, una asistencia en la enfermedad y un enterramiento digno.
Todos los que participaban en las hermandades y cofradías eran mutualistas que habían cotizado durante toda su vida. Pero, ¿qué ocurría con aquellas personas que no tenían recursos para cotizar? Pues, bien, para ellos no había asistencia sino beneficencia. Y, ¿qué diferencia había? Como afirma Rumeu de Armas, la asistencia era un derecho mientras que la beneficencia era una gracia o limosna. Los enfermos, los mutilados, los pobres de solemnidad, los inválidos, los mendigos y los menesterosos en general eran considerados un submundo marginado. Se les caracterizaba siempre de forma estereotipada como delincuentes, vagos, mentirosos, indignos e indeseables. Aunque en realidad no eran más que pobres que se vieron obligados a mendigar o a robar cuando la desesperación les obligaba a ello. Estos desheredados se mantenían a duras penas de la caridad de los pudientes. Una caridad que se suponía era una virtud cristiana que debían practicar los nobles, los burgueses ricos y, sobre todo, el estamento eclesiástico, al que se le presuponía una especial humanidad.
Esta caridad cristiana se canalizaba, por un lado, de manera informal, a través de las limosnas que decenas de pedigüeños obtenían a las puertas de las iglesias o en los espacios más concurridos de cada localidad. Y por el otro, mediante la fundación de una obra pía en la que, casi siempre a través de un testamento, se dejaba un capital para invertirlos en rentas con las que invertirlas en alguna mejora social. Las obras pías eran de muy diversos tipos: de redención de cautivos, de dotación de doncellas huérfanas para el matrimonio o su profesión como monjas, de escolarización de pobres, de enterramiento de presos o de hospitalización de enfermos.
Pero, en unos casos u otros, toda la beneficencia y la asistencia sanitaria en el Antiguo Régimen se canalizaban directa o indirectamente a través de las diversas instituciones religiosas. A veces también los concejos dotaban o contribuían con algún tipo de beneficencia pero lo hacían desde un sentimiento exclusivamente cristiano, no laicista.
El Estado recelaba de este amplio poder económico y social que tenían las instituciones religiosas y particularmente las cofradías. Su control por parte de las autoridades civiles había sido una vieja aspiración de hondas raíces bajomedievales que, en el caso de España, culminaría, en el siglo XVIII con el regalismo borbónico. Aunque eran mucho menos poderosas económicamente, la Corona también mostró un gran interés por el control de las cofradías y las hermandades. Entre los muchos argumentos esgrimidos decían que éstas estaban formadas por súbditos del Rey y por tanto solo a él competía su legalización. Así, pues, el siglo XVIII, conocido como "el siglo de las reformas", se generó el clima renovador adecuado para llevar a efecto una medida tan antisocial. Los ilustrados estaban totalmente convencidos de la necesidad de acabar con los excesos de las cofradías. Tampoco a la Iglesia le gustaba la falta de moralidad de algunos cofrades, el paganismo y la irreverencia de algunas de sus manifestaciones públicas y, sobre todo, el afán de independencia que mostraban muchos mayordomos.
El período comprendido entre 1750 y 1874 es denominado por los historiadores como "el siglo de la crisis", pues se pretendió, al menos en teoría, frenar los excesos y la ostentación de las denominadas "cofradías barrocas". Desde mediados del siglo XVIII se produjo una renovación profunda de la vieja España, que abarcó todos los órdenes de la vida política, social, económica y cultural. Estas medias, impulsadas a fin de cuentas por los ilustrados, pretendieron ser populares, sin embargo, tuvieron el efecto contrario, pues, se ganaron la enemistad del pueblo, enquistándose la problemática desde el famoso Motín de Esquilache.
En definitiva, detrás de estas cofradías había un sentimiento religioso sincero, aunque en ocasiones estuviese mezclada con elementos paganos. Su fin era doble, primero la devoción a unas imágenes titulares y, segundo, servir de seguro de enterramiento de los hermanos y de sus respectivas familias. No en vano casi todas las hermandades disponían de bóveda de entierro donde sepultar a sus miembros.
PARA SABER MÁS
CALLAHAN, Willian J.: “Iglesia, poder y sociedad en España, 1750-1874”. Madrid, 1989.
MIRA CABALLOS, Esteban: “Hermandades y cofradías en Badajoz y su partido a finales de la Edad Moderna”. Badajoz, Consejería de Cultura, 2002.
RUMEU DE ARMAS, Antonio: “Historia de la previsión social en España. Cofradías, gremios, hermandades, montepíos”. Madrid: Editorial Revista de Derecho Privado, 1944.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
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