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Temas de historia y actualidad

Historia de América

V CENTENARIO DE LA GESTA DE LA PRIMERA VUELTA AL MUNDO (1519-1522)

V CENTENARIO DE LA GESTA DE LA  PRIMERA VUELTA AL MUNDO (1519-1522)

 

 

          Este año se conmemora la gesta de la salida de Sanlúcar de Barrameda de la expedición que, al mando primero de Hernando de Magallanes y después de Juan Sebastián Elcano, daría la primera vuelta al globo. Una aventura que para bien y para mal cambió el mundo.

          Un total de 247 hombres que sabían que se jugaban la vida en una singladura jamás abordada por otros seres humanos. En unos casos el hambre, en otros la ambición y en todos los casos, el afán de aventuras por hacer algo singular los animó en una aventura incierta. Y tanto fue así que solo completaron el viaje una de las cinco naos que zarparon –la Victoria- y 18 de los 247 tripulantes que zarparon en 1519.

          A modo de homenaje, aporto un pequeño dato sobre lo ocurrido pocas semanas después de zarpar, frente a las costas de Guinea. Afirma el cronista de la expedición Antonio de Pigafetta que llovió durante 60 días sin pausa, y “los golpetazos de viento y corrientes” pusieron en peligro la ruta y la expedición. Cuando la situación se tornó crítica tiraron de lo único que les quedaba: su fe, su esperanza, sus creencias, su devoción. Cuenta este testimonio de José Martín de Palma que estoy transcribiendo que:

 

 

          “Tuvieron socorro del cielo, apareciendo sobre las gavias aquella luz piadosa que atribuye a la devoción que tenía al bienaventurado San Telmo. Mostróseles entonces con una candela encendida y alguna vez con dos en la mano (y) pudieron proseguir…”

 

 

          Por ello, nos explicamos perfectamente que circularan viejos refranes como éste: quien no sabe rezar métase en el mar. En ese mismo sentido Gonzalo Fernández de Oviedo escribió:

 

 

          “Si queréis saber orar aprender a navegar, porque, sin duda, es grande la atención que los cristianos tienen en semejantes calamidades y naufragios para se encomendar a Dios y a su gloriosa madre…”

 

 

          Estaba claro que ante el peligro inminente de muerte todos echaban mano de sus creencias para intentar aliviar sus conciencias y sus certezas. Lo mismo veían -o creían ver- monstruos demoníacos o maléficos que amenazaban su existencia que santos que concurrían en su auxilio. Hasta el más incrédulo era capaz de tornarse en un ferviente devoto de toda la corte celestial.

          Es increíble –casi inexplicable al menos desde un punto de vista actual- como se enrolaron en un viaje a lo desconocido, a recorrer rutas nunca vistas, sin saber a ciencia cierta los vientos ni las mareas. ¿Qué los empujó a ello? Pues probablemente, como ha escrito Tomás Mazón, la única explicación posible es la ilusión, el afán por hacer algo nuevo, algo nunca antes realizado o visto por un ser humano. Y en ese afán la mayoría encontró la desgracia, pues la mayoría perdió la vida pero incluso para los supervivientes, la recompensa económica fue extremadamente menguada. Eso sí, sabían que estaban protagonizando una gesta y que, como de hecho ocurrió, la historia los redimiría.

 

 

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

PROGRAMA DE LAS XIX JORNADAS DE HISTORIA EN LLERENA

PROGRAMA DE LAS XIX JORNADAS  DE HISTORIA EN LLERENA

 

 

 

ESPAÑA Y AMÉRICA: CULTURA Y CIVILIZACIÓN

 

VIERNES 26 DE OCTUBRE

 

-16’30-17’00h: Recepción a los asistentes y retirada de la documentación.

 

-17’00h: Inauguración oficial de las XIX Jornadas de Historia en Llerena.

 

-17’15H: PRIMERA PONENCIA: Cieza de León. Su trayectoria vital y su Crónica del Perú, por Dª Concepción Bravo Guerreira, catedrática emérita de Historia de América de la Universidad Complutense de Madrid.

 

-18’15h: Debate

 

-18’30h: Descanso. Café (patio del Complejo Cultural La Merced)

 

-19’00H: LECTURA DE COMUNICACIONES:

 

-19’00h: La familia conversa de Pedro Cieza de León, por D. Luis Garraín Villa

 

-19’15h: Relaciones entre Pedro Cieza de León y el Inca Garcilaso de la Vega, por Dª Amalia Iniesta Cámara.

 

-19’30h: Drogas vegetales en la obra Parte primera de la Crónica del Perú de Cieza de León, por D. José Ramón Vallejo y José Miguel Cobos.

 

-19’45h: Hernando de Soto. Un hombre de la casa de Feria en la conquista del Perú, por D. Juan Luis Fornieles Álvarez.

 

-20’00h: Inés Suárez. A favor o en contra, por D. Antonio Blanch Sánchez.

 

-20’15h: El doble testamento del indiano segureño Álvaro Martín, por D. Andrés Oyola Fabián.

 

20,30h: Debate

 

20’45H: PROYECCIÓN DEL DOCUMENTAL Pedro Cieza de León y la Crónica del Perú, de Producciones Mórrimer.

 

SÁBADO 27 DE OCTUBRE

 

10’30H: SEGUNDA PONENCIA: Francisco Pizarro y la conquista del Perú: visiones de ayer y de hoy, por D. Esteban Mira Caballos, profesor de Educación Secundaria y doctor en Historia de América.

 

-11’30h: Descanso. Café.

 

-12’00H: TERCERA PONENCIA: La conquista de América: cinco de siglos de controversia y una leyenda negra omnipresente, por D. Miguel Molina Martínez, catedrático de Historia de América de la Universidad de Granada.

 

-13h: Mesa redonda: Forja y actualidad de la leyenda negra española. Con la intervención de los cuatro ponentes.

 

-14’15h: Comida oficial de las Jornadas (ponentes, comunicantes e inscritos con reserva). Lugar: Hotel La Fábrica.

 

-16’00h: Visita guiada a la exposición Pedro Cieza de León y su tiempo, en el Museo Histórico Ciudad de Llerena.

 

-17’00H: CUARTA PONENCIA: América: la nueva frontera del arte español (1500-1550), por Dª Cristina Esteras Martín, catedrática de Historia del Arte de la Universidad Complutense de Madrid.

 

18,00H: LECTURA DE COMUNICACIONES:

 

-18’00h: El Testamento de Juan Camacho de Moya, como muestra de la religiosidad popular ante la muerte en el Perú de Cieza de León. Mercader en las ciudades de la Plata, Potosi y San Bernardo de Tarija, por D. Juan Francisco Cerrillo Mansilla

 

-18’15h: La arquitectura civil de Hispanoamérica en época del cronista Pedro Cieza en la primera mitad del siglo XVI, por Dª Rocío García Rodríguez.

 

-18’30h: Lope de Saavedra Barba y Juan Alonso de Bustamante, dos extremeños en las minas de azogue de Huancavélica y Almadén (siglo XVII), por Dª María Silvestre Madrid, D. Emiliano Almansa Rodríguez y D. Ángel Hernández Sobrino.

 

-18’45h: El conocimiento y descripción de las lenguas indígenas en las colonias españolas, frailes y cronistas, por D. José Tomás Saracho Villalobos.

 

-19’00h: El fragmento de friso de datación romana hallado en Llerena (Badajoz). ¿Una Evidencia del sacrificio de bóvidos en el territorio de Regina Turdulorum?, por D. Jacobo Vázquez Paz y D. Juan Eugenio Mena Cabezas.

 

-19’15h: La escritura de venta del lugar de la Puebla otorgada a favor de Alonso de Cárdenas, comendador mayor de León, por Dª María del Pilar Casado Izquierdo.

 

-19’30h: La iglesia de la Granada de Llerena, una breve aproximación a su extrañísima jurisdicción. Su comportamiento dentro de la Orden de Santiago, por D. Pablo Jesús Lorite Cruz.

 

19’45h: Los procesos electorales en Llerena durante el Sexenio Revolucionario, por D. Alfonso Gutiérrez Barba.

 

20’00h: Debate.

 

 

20’15H: ENTREGA DEL I PREMIO DE INVESTIGACIÓN HISTÓRICA “PEDRO CIEZA DE LEÓN”.

 

 

20’45h: Clausura.

NUEVOS APORTES A LOS ORÍGENES FAMILARES DEL CRONISTA ALONSO DE GÓNGORA MARMOLEJO

NUEVOS APORTES A LOS ORÍGENES FAMILARES DEL  CRONISTA ALONSO DE GÓNGORA MARMOLEJO

         

 

 

           Pese a la importancia de la obra del cronista Alonso de Góngora Marmolejo, autor de una memorable historia de la conquista del reino de Chile, hasta fechas muy recientes era muy poco lo que se sabía de sus orígenes y de su vida antes de su arribada a las Indias. De hecho, fue a raíz de un artículo que publiqué en 2011 cuando se conocieron muchos pormenores de su ascendencia y de su entorno familiar. Unos aportes que felizmente fueron incorporados, cuatro años después, en una reedición de su famosa crónica. En aquella ocasión quedó claro que el cronista era nieto del regidor carmonense Rodrigo de Góngora el Viejo y de Isabel Hernández Marmolejo, e hijo del también regidor Rodrigo de Góngora el Mozo y de Teresa Núñez Pancorvo. Asimismo, supimos que era el penúltimo de un total de diez hermanos y que había sido bautizado en la parroquia prioral de Santa María, el 30 de abril de 1523.

           Dado que se trataba de una estirpe linajuda, el rastro documental que ha dejado ha sido muy amplio pese a que, para el siglo XVI, la documentación del Archivo de Protocolos de Carmona se encuentra muy mermada. Desde la publicación de aquel artículo hasta la actualidad he seguido revisando documentos de aquella época por lo que me han salido al paso nuevos detalles inéditos sobre los Góngora Marmolejo y sobre su entorno familiar. Por tanto, el presente artículo tiene como modesto objetivo completar algunos aspectos publicados en 2011, acercándonos más aún a los orígenes de una de las estirpes fundadoras de Chile.

 

1.-LOS ABUELOS DEL CRONISTA

           En el citado trabajo de 2011 aportamos bastante información sobre los abuelos del cronista, Rodrigo de Góngora el Viejo e Isabel Hernández Marmolejo. Y ello gracias a la localización de un documento clave: el testamento del citado regidor otorgado en Carmona el 30 de junio de 1525, ante el escribano Gómez de Hoyos. Pues bien, hemos conseguido localizar dos escrituras más que nos permiten perfilar un poco mejor la vida de ambos: una, un testamento anterior de Rodrigo de Góngora el Viejo, escriturado el 13 de junio de 1521, que además tampoco era el primero pues, en ese mismo instrumento, se alude a otro anterior, protocolizado ante el escribano local Rodrigo de la Vega. Y otra, el testamento de su mujer Isabel Hernández Marmolejo, escriturado el lunes uno de agosto de 1519 y que aporta algunos detalles inéditos hasta la fecha.

El testamento del abuelo del cronista de 1521 nos reporta algunos detalles como, por ejemplo, que eran solo dos los albaceas, sus hijos Juan Jiménez de Góngora, alguacil mayor, y Rodrigo de Góngora, regidor, padre del cronista, mientras que en el de 1525 incorporó a un tercero, concretamente a su yerno Rodrigo de Quintanilla. Asimismo, sabemos que, además del desempeño de su oficio y de la explotación de sus tierras, estaba a cargo del situado de Melilla, el cual cobraba en nombre del conde de Ureña. Éste le dio más de un quebradero de cabeza lo que obligó a su hijo, Juan Jiménez de Góngora, a acudir a la Corte en dos ocasiones para comparecer en cierta pesquisa que se seguía contra él por ciertos dineros pendientes de pago, procedentes del mencionado situado. Y el 30 de marzo de 1514, en compensación por los gastos que su hijo realizó en dichas jornadas, le donó un olivar de seis aranzadas en el sitio del Palomar. Un año después, exactamente el 11 de marzo de 1515, se firmaba una carta de concordia entre Juan Jiménez de Góngora y Alonso de Écija Pacheco por la que se daban por contentos de las diferencias que habían tenido en el pago que el primero hizo al doctor Sancho de Matienzo del dinero que su padre debía al conde de Ureña por el situado.

           En cuanto a la escritura de última voluntad de Isabel Hernández Marmolejo, fechada el 1 de agosto de 1519, deja claro que estaba enferma de cuerpo y sana de su voluntad aunque sobrevivió varios meses a la citada dolencia porque figuró, junto a su marido, como otorgante en una escritura fechada el 8 de febrero de 1520. Además de las mandas acostumbradas, de la limosna a su confesor Andrés Blas y de otras tantas a las obras de las ermitas e iglesias de la villa, puso un especial empeño en que su marido igualase a todos sus hijos. No es frecuente encontrar a familias linajudas, como los Góngora Marmolejo, que no solo no formalizan un mayorazgo sino que incluso se empeñan en el reparto equitativo de su fortuna, sin distinción de edad ni sexo. La caridad de la otorgante queda evidenciada cuando dispone el ahorramiento de sus esclavos, al menos en lo que respecta a su parte, pidiendo a su esposo que los libere si le pareciere bien.

           Curiosamente, tanto en su testamento como en la escritura de 1520 debió firmar un testigo a su ruego, por no saber. Queda claro que aunque su marido era letrado, ya que ostentaba el cargo de regidor, su esposa ni siquiera sabía escribir, pese a pertenecer a una familia de linaje. Algo que no debe sorprendernos pues en aquella época incluso las familias más señeras optaban por invertir en la formación de uno o dos de sus hijos varones, relegando a las féminas a las labores domésticas.

Ambos dispusieron su inhumación en la bóveda que poseían en la iglesia parroquial de El Salvador, donde siguieron enterrándose miembros de la familia hasta la ruina del templo, pocos años después del terremoto de Lisboa de 1755. Por poner un ejemplo, Juan de Góngora Marmolejo, vecino de Carmona, en la collación de San Pedro, en su testamento, fechado el 17 de abril de 1635, dispuso su enterramiento en la iglesia de El Salvador, donde tiene su familia su bóveda y donde están enterrados sus padres y sus abuelos.

 

2.-LOS ALGUACILES MAYORES DE CARMONA

En Carmona, al menos desde finales de la Baja Edad Media, disfrutaron del cargo los Méndez de Sotomayor. De hecho, el 18 de julio de 1468, Gómez Méndez de Sotomayor, alguacil mayor y alcaide de Carmona, renunció temporalmente el alguacilazgo a favor de su hijo Luis Méndez de Sotomayor, por tener que ausentarse de la villa. Éste debió quedarse con el oficio pues, el 23 de noviembre de 1480, designó como su lugarteniente de alguacil mayor a Guillén de Joera. Sin embargo, en 1518 el título lo adquirió la familia Góngora, por renuncia de Luis Méndez de Sotomayor, que también ostentaba el cargo de veinticuatro de la ciudad de Sevilla. Desde entonces, y durante al menos cuatro generaciones, el oficio quedó vinculado a los Góngora.

Efectivamente, en 1518, Juan Jiménez de Góngora, tío carnal del cronista Alonso de Góngora, adquirió el oficio de alguacil mayor de Carmona. Se trataba de la máxima autoridad judicial de su demarcación, lo que confería a su poseedor un alto estatus social. El alguacil mayor, además de un hermano –Rodrigo de Góngora-, tenían dos hermanas, a saber: Mencía Marmolejo, que probablemente permaneció soltera, e Isabel Hernández Marmolejo que se desposó con el regidor Juan Tamariz, perpetuando la presencia de regidores apellidados Góngora Tamariz durante varias generaciones. Este último matrimonio procreó dos vástagos: Marina de la Barrera, que se desposó con Alonso Fernández de Vilches, y Juan de Góngora Tamariz. Este último heredó de su padre la regiduría, procreando a su vez tres hijos, el mayor de las cuales continuó con su oficio de regidor perpetuo de Carmona. A mediados del siglo XVII, vivían en la collación de Santiago, un matrimonio formado por don Diego Tamariz de Góngora y doña María Tamariz, que sin duda, descendían del regidor Juan Tamariz el Viejo.

Retornando a los alguaciles mayores, diremos que el título lo heredó el primogénito de Juan Jiménez de Góngora, llamado Rodrigo de Góngora el Mozo. Éste estaba desposado con Catalina de Cervantes, hija de Juan de la Barrera, una acaudalada carmonense que llevó de dote 600.000 maravedís y 110 reses vacunas. Rodrigo de Góngora, primo hermano del cronista, desempeñó el cargo de alguacil mayor al menos desde 1540 cuando aparece como testigo en una carta de compra-venta y ostenta dicho título hasta mayo de 1569. En 1545 dio poderes a Juan Romi, regidor, para que reclamase en su nombre todos los derechos anexos a su oficio. El matrimonio formado por Rodrigo de Góngora y Catalina de Cervantes llegó a poseer una gran fortuna, residiendo en la collación de San Salvador al menos desde 1547.

Al parecer, desde primeros de abril de 1569 se encontraba mal de salud y ya en su testamento del 22 de ese mismo mes y año declaró estar enfermo del cuerpo pero en su sano juicio y entendimiento. Asimismo, el 7 de mayo de 1569, el corregidor y justicia mayor de Carmona, el doctor Juan de Alanís, el teniente Cristóbal de Olmedo y el alcalde mayor Juan Guzmán de Sotomayor, se personaron en sus casas de morada, sitas como ya hemos afirmado, en la collación de San Salvador, y certificaron que seguía vivo. En su escritura de última voluntad dispuso su enterramiento, con el hábito de San Francisco, en la capilla conventual de San Francisco, en cuyo presbiterio él mismo había comprado una bóveda de entierro. Diez días después, es decir, el 2 de mayo de de ese mismo año, otorgó un codicilo, poco antes de su fallecimiento ocurrido ese mismo día. En esta escritura de ultimísima hora, poco antes de su propio óbito, estableció tres matices a su escritura testamentaria: uno, encargaba a su yerno Juan de Guzmán y Sotomayor, alcalde mayor de Carmona, desposado con su hija María de Cervantes, que velará por su esposa Catalina de Cervantes. Dos, ordena que en la capilla mayor del convento de San Francisco, en cuya bóveda de entierro sería inhumado, se celebrase una misa de la Encarnación de Nuestra Señora todos los sábados a perpetuidad, disponiendo un pago de doce ducados anuales sobre sus casas de morada. Y tres, estas mismas viviendas, en la collación de El Salvador, se las dejaba de mejora a su hijo Juan de Góngora, clérigo, con la condición de que asumiese puntualmente el pago de la citada carga anual.

Gracias a su testamento sabemos que tuvo ocho hijos legítimos, tres varones y cinco mujeres, a saber: Juan Jiménez de Góngora, el primogénito, quien heredó el alguacilazgo mayor de Carmona; Juan de Góngora, beneficiado de la iglesia parroquial de Santiago; Pedro Marmolejo de Góngora, desposado con Catalina Barba; María de Cervantes, casada con el alcalde mayor de Carmona; Juan de Guzmán y Sotomayor; Florinda de Góngora, desposada con Alonso Mexía de Sexas, quien provisionalmente ostento el alguacilazgo mayor de Carmona, durante la minoría de edad de su cuñado; Isabel Marmolejo de Góngora; y finalmente, Mencía y Beatriz Marmolejo.

En 1569 renunció su oficio de alguacil mayor en su yerno Alonso Mexía Sexas, esposo de su hija Florinda de Góngora, ante la minoría de edad de su hijo Juan Jiménez de Góngora Marmolejo. Este último, antes incluso de ser alguacil mayor, enviudó de su esposa María de Osorio pues, según consta en el testamento de Rodrigo de Góngora, el 18 de mayo de 1569 era ya finada. Se casó en segundas nupcias con doña Luisa de Santa Ana o de Santana con quien procreo un vástago, Juan de Góngora de la Barrera.

Juan Jiménez de Góngora tuvo una vida muy activa pues, además del alguacilazgo mayor, desempeñó el oficio de regidor perpetuo y de mayordomo de las rentas del pan y maravedís que la aldea de Guadajoz tributaba al duque de Arcos. De hecho, el 12 de septiembre de 1555, estando en la villa de Marchena, otorgó poderes a su esposa, Luisa de Santana, para que pudiese escriturar en su nombre. Y poco después, la citada señora, formalizaba un instrumento notarial por el que aceptaba un aplazamiento del pago de dicha renta concedido por el duque de Arcos, ante sus dificultades financieras. Finalmente, el abono de los 109.261 maravedís a que ascendía el adeudo se realizaría el día de Nuestra Señora de septiembre de 1556.

Sospechamos que éste murió prematuramente pues nunca llegó a ostentar el título de alguacil mayor cargo que, sin embargo, desempeñaba, al menos en 1585 y 1586, Juan Tamariz de Góngora, sobrino de Juan Jiménez de Góngora, hijo de Juan de Góngora Tamariz, regidor, y de doña Andrea de Guzmán. Sin embargo, parece ser que éste fue el último Góngora que lo usó pues en adelante aparece vinculado a otras familias.

 

3.-LOS PADRES Y HERMANOS DEL CRONISTA

La documentación me ha permitido perfilar algunos detalles sobre los progenitores del cronista Alonso de Góngora. El regidor Rodrigo de Góngora, padre de Alonso, vivió toda su infancia y juventud en la casa de sus padres ubicada en la collación de San Bartolomé. Relativamente cerca de allí, en la collación de San Salvador, pasó esos mismos años su futura esposa Teresa Núñez Pancorvo, hija del regidor Francisco Pancorvo y de Catalina Romi. Por tanto, había una doble proximidad que pudo favorecer el encuentro: sus respectivos padres eran regidores del concejo de Carmona y ambas familias vivían en un entorno muy próximo.

Una vez que se independizó económicamente debió adquirir una casa en la collación de Santa María, donde ya residía al menos en 1512. Sin embargo, en 1522 compró otra residencia de Francisco de Céspedes y de su esposa, situadas en la Collación de Santa María, linderas con las casas de la cilla de la fábrica de Santa María y con las calles Reales. Desconocemos si pasó a vivir a esta nueva vivienda o si la adquirió como un bien patrimonial más.

Mantenía una excelente relación con su hermano, el alguacil mayor Juan Jiménez de Góngora, en cuyo nombre, incluso, se permitía otorgar escrituras. De hecho, siendo aún muy joven, el 22 de septiembre de 1512, ante el escribano Juan de Toledo firmó una carta de aparcería en nombre de su hermano.

Con respecto a sus hijos, ya dijimos que el regidor Rodrigo de Góngora tuvo diez vástagos, incluyendo al futuro cronista Alonso de Góngora.

El primogénito Pedro Hernández Marmolejo de Góngora tuvo a su vez ocho hijos, siete mujeres y un hombre, a saber: Isabel de Góngora, Águeda de Góngora, Beatriz Marmolejo, Teresa de Góngora, Rodrigo de Góngora, Florinda de Góngora, Mencía Marmolejo y Catalina de Góngora. Pedro Hernández quiso, siguiendo la tradición familiar, que su único hijo varón, es decir, Rodrigo de Góngora, cursarse estudios en la Universidad de Salamanca, donde se encontraba en el año 1565. Por tanto, el cronista Alonso de Góngora tenía personas de su entorno que habían cursado estudios superiores en Salamanca: su hermano, el licenciado Francisco Pancorvo, y su sobrino Rodrigo de Góngora, quien heredaría después el título de regidor, continuando la saga de los Góngora en el concejo de Carmona.

El licenciado Francisco Pancorvo, hermano del cronista, había estudiado derecho en Salamanca y lo vemos ejerciendo de abogado en Carmona. El 3 de diciembre de 1560 otorgó una carta de poder en Carmona, junto a su hermano Pedro Hernández Marmolejo y a Hernán Jiménez Parrilla, en nombre de otros vecinos y labradores de Carmona, para que se procediese contra las autoridades de Carmona. Pocos meses después recibía un poder de su primo Juan Jiménez de Góngora y la esposa de éste, Luisa de Santana, para que en su nombre pudiese vender bienes del matrimonio. Por cierto, que la esposa del licenciado Francisco Pancorvo, doña Inés de Quintanilla, pese a pertenecer a una familia de linaje, declaraba en las escrituras notariales que no sabía firmar, evidenciando una vez más que la formación académica, incluso la más básica, estaba reservada a una selecta minoría de varones.

De otro de los hermanos, Juan Jiménez de Góngora, no sabemos gran cosa, más allá de su matrimonio con Inés de Hoyos que le debió reportar una enjundiosa dote. No parece que desempeñara oficios municipales, dedicándose a la explotación de algunos viñedos y tierras de cereal que heredó de sus ascendientes o que el mismo compró.

             También los Góngora Marmolejo, al igual que los Tamariz de Góngora y los Jiménez de Góngora, permanecieron en Carmona como uno de los linajes más señeros. Así, en torno a 1635 aparece muy activo en los protocolos notariales don Francisco de Góngora Marmolejo y, en el último cuarto del siglo XVIII, don Teodomiro de Góngora Marmolejo, a buen seguro, descendientes ambos de la familia del cronista.

 

APÉNDICE I

Testamento de Isabel Hernández Marmolejo, Carmona, 1 de agosto de 1519.

 

La otorgante Isabel Hernández Marmolejo, mujer de Rodrigo de Góngora, regidor, declara que es natural y vecina de Carmona en la collación de San Bartolomé. Manifiesta estar enferma de cuerpo pero sana de su voluntad. Dispone su inhumación en la iglesia y en la sepultura que decidiera su marido Rodrigo de Góngora. Asimismo, deja una misa de réquiem cantada a cuerpo presente con sus oficios y letanías y, durante un año, una misa razada cada domingo y tres misas cantadas al año mientas viviese su marido, coincidiendo con tres festividades: la de la Encarnación, la Inmaculada Concepción y la del Santo Sepulcro.

A su confesor de penitencia, Andrés Blas, le da un real de plata de limosna para que ruegue a Dios por su alma. A la Santa Cruzada, a la Santísima Trinidad y a Santa María de la Merced de Sevilla le da cinco dineros a cada una, un maravedí al hospital de San Lázaro de Sevilla y a las obras de las iglesias y ermitas de Carmona cinco dineros a cada una.

Declara que dieron a su hija Mencía Marmolejo 250.000 maravedís, a Juan Jiménez de Góngora, alguacil mayor, 200.000 maravedís, a Rodrigo de Góngora, regidor, 240.000 maravedís y a Fernando de Góngora 250.000. Dispone y manda que sean igualados todos los dichos mis hijos. Asimismo, declara que su marido había otorgado testamento ante Rodrigo de la Vega, escribano publico de Carmona. Y finalmente, declara tener esclavos y ordena que su marido los ahorre si le pareciere bien.

Otorgada la carta el lunes 1 de agosto de 1519. Declaró no saber firmar por lo que rogó a un testigo que lo hiciera por ella, siendo testigos Juan Bravo, Pedro Garrido, Fernando de Ledesma y Rodrigo de Toledo, escribano de su majestad.

(APC Juan de Toledo 1519, s/fol.).

 

 

APÉNDICE II

 

Testamento de Rodrigo de Góngora el Viejo, Carmona, 13 de junio de 1521.

 

Rodrigo de Góngora, vecino de Carmona, en la collación de San Bartolomé, sano del cuerpo y en su buen juicio y entendimiento, dispone su entierro en la iglesia del San Salvador, en una sepultura que posee donde están inhumado su padre Juan Jiménez de Góngora. Ordena una misa de réquiem cantada con su vigilia y manda a su confesor de penitencia, Cristóbal Mallen, clérigo, un real de limosna. Asimismo dispone un maravedí de limosna a las órdenes de la Santa Cruzada o de Santa Trinidad de Sevilla y a la obra de la iglesia de Santa María y a los enfermos de la casa de San Lázaro de Sevilla tres maravedís a cada una. Y a las obras de las demás iglesias y ermitas de Carmona un maravedí a cada una.

Y a Rodrigo de Quintanilla, regidor, su yerno, 10.000 maravedís porque al tiempo que él y su mujer, Isabel Hernández Marmolejo, difunta, acordaron casar a su hijo mayor Juan Jiménez de Góngora le entregaron 200.000 maravedís y cuando casaron a Mencía Marmolejo, su hija, con Rodrigo de Quintanilla, regidor, le dieron 250.000 maravedís en bienes y dineros. Y cuando desposaron a Rodrigo de Góngora, regidor, le dieron 160.000 maravedís y después otros bienes hasta completar 240.000. Y finalmente, a Hernando de Góngora le dieron 250.000 maravedís.

Y además de las cuantías declaradas, ahora le dan a Rodrigo de Góngora, su hijo, un pedazo de olivar que tiene en esta villa, en la pertenencia de la Fuente la Reina, de cuatro aranzadas y media de olivar, que lindan con olivares de Juan Mateos Castaños y con otros del convento de Santa Clara de Carmona. A cambio de dicha mejora y donación, su hijo se debe obligar a decirle seis misas cantadas anuales por su alma y la de su espora Isabel Hernández Marmolejo. Y además debe hacerse cargo de pagar el aceite de la lámpara que arde delante del altar de Nuestra Señora y San Miguel en la iglesia de San Salvador de día y de noche. Y que no se venda ni se troque el citado olivar y que lo herede el hijo mayor varón del mismo Rodrigo de Góngora con las mismas cargas y obligaciones. Asimismo, dispone que todos los domingos del año se le diga una misa rezada por su alma y el de su mujer y los paguen de sus bienes sus herederos.

Nombra por albaceas a sus hijos Juan Jiménez de Góngora, alguacil mayor, y a Rodrigo de Góngora, regidor. Y el remanente de sus bienes se los deja por igual a sus cuatro hijos. Otorgada la carta en Carmona el jueves 13 de junio de 1521, siendo testigos Pedro de Toledo y Juan de Santa Cruz, clérigos presbíteros, vecinos de Carmona.

(APC Juan de Toledo 1521 s/f)

 

APÉNDICE III

 

Testamento de Rodrigo de Góngora el Mozo, alguacil mayor de Carmona, 18 de abril de 1569.

 

Manifiesta estar enfermo de cuerpo pero sano de su voluntad, disponiendo su entierro, con el hábito de San Francisco, en la capilla mayor del convento de San Francisco de Carmona. Manifiesta ser hermano de las cofradías del Santísimo Sacramento y de las Benditas Ánimas del Purgatorio de la iglesia de El Salvador, dándoles de limosna para cera cuatro reales a la primera y dos a la segunda. Declara que su esposa Catalina de Cervantes aportó más de 600.000 maravedís de dote al matrimonio y luego, con posterioridad, su suegro, Juan de la Barrera, le dio 110 reses vacunas.

Casó a su hija María de Cervantes con Juan de Guzmán y Sotomayor, alcalde mayor de Carmona y dotándola con 2.000 ducados. Asimismo, desposaron a Juan de Góngora Marmolejo con doña María de Osorio, ya difunta, y le dieron otros 2.000 ducados para vestir a la dicha María de Osorio en sedas de oro y hechuras de ropa. Asimismo casaron a Florinda de Góngora con don Alonso Mexía de Sexas, llevando 4.000 ducados de dote. A su hijo Juan de Góngora, cura, le otorgan el cortijo de Uceda en mejora con la condición de que después de sus días pase al hijo varón mayor de Juan de Góngora de la Barrera. Menciona en su testamento a cada uno de los ocho hijos legítimos que tuvo, a saber: Juan de Góngora Marmolejo, María de Cervantes, Juan de Góngora, beneficiado de la parroquial de Santiago, Florinda de Góngora, Isabel Marmolejo de Góngora, Mencía Marmolejo y Beatriz Marmolejo. Otorgada la carta en Carmona en 18 de abril de 1569

(APC, Diego Romi 1569, fols. 356r-360r).

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

 

(Este texto es una versión resumida, sin notas y sin material gráfico de un artículo publicado en la Revista de Estudios Históricos, N. 60. Santiago de Chile, 2018, pp. 145-162).

LA SABIDURÍA HERBORÍSTICA DE LOS AMERINDIOS

LA SABIDURÍA HERBORÍSTICA DE LOS AMERINDIOS

 

 

          La historiografía ha insistido en el análisis de los aspectos rituales por parte de los curanderos amerindios –llamados behiques o chamanes-, de alguna forma para ridiculizar sus ceremonias pero sin profundizar en el poso de conocimientos que ellos poseían. Realmente dominaban la medicina naturista que era lo que realmente les otorgaba una posición social preeminente. Que su medicina era espiritualista y que concebían el mal como la presencia en el cuerpo del enfermo de una "sustancia extraña" es algo que está fuera de toda duda a jugar por las fuentes que nos han llegado. Sin embargo queremos detenernos en esta ocasión en analizar estos conocimientos herborísticos que poseían los curanderos taínos de las Antillas. Unos conocimientos que en buena parte se perdieron, porque los mantuvieron en secreto hasta su extinción a mediados del siglo XVI.

           Los aborígenes que encontraron los europeos a su llegada al área caribeña, vivían en un estadío muy atrasado de civilización, pero estaban perfectamente adaptados a su hábitat natural. Evidentemente, conocían su ecosistema, con el que coexistían en perfecta armonía, y sabían los remedios fundamentales para el tratamiento de aquellas enfermedades que de manera más común les afectaban. No en vano, es bien sabido que en los primeros tiempos estos behiques indígenas rivalizaron con los barberos y los cirujanos españoles, pues, no debemos olvidar que en el período estudiado por nosotros la infraestructura médica española era extremadamente precaria. A las Antillas Mayores llegaron en los primeros años numerosos sanitarios que tenían dificultades para practicar la medicina en la Península, bien, debido a su pertenencia a una minoría étnica, o bien por carecer de título oficial. Ya en el propio siglo XVI el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo advirtió que la mayoría de los médicos y cirujanos que arribaban a Santo Domingo olvidaban sus títulos acaso "porque nunca los tuvieran".

Por desgracia los españoles tan sólo llegaron a conocer algunos de los conocimientos herborísticos de estos indígenas. Y ello porque estos ocultaron sus remedios terapéuticos como medio de persuadir a los españoles a abandonar su territorio y, en palabras de Pedro Mártir de Anglería, "abolir toda memoria de ellos". Para lograr este fin, habida cuenta de la superioridad española -por supuesto logística no numérica-, llevaron a cabo una resistencia pasiva que se catalizó en alzamientos a los montes, destrucción de sus propios campos de cultivo y en un mutismo premeditado sobre los remedios médicos a determinadas enfermedades subtropicales.

En relación a este último aspecto tenemos una referencia muy interesante de Joseph Peguero que se hizo eco de un hecho ocurrido en esta isla varias décadas después de la llegada de los españoles. Concretamente relató que a un español desposado con una india le entró el mal de las bubas y ésta, para evitar que se la contagiase a sus hijos, le proporcionó unas hierbas curativas, advirtiéndole "que en cuanto me descubras, yo moriré y me matarán mis parientes, que no quieren que ustedes sepan el cómo se cura este mal por ver si mueren todos". Igualmente, los indios guardaron celosamente la pócima para sanar las heridas causadas por las flechas envenenadas que lanzaban los indios caribes y que tantos estragos causaron entre las huestes hispanas hasta 1540 en que por fin se averiguó el remedio.

Por tanto, queda claro que los aborígenes ocultaron de manera consciente sus conocimientos médicos a los españoles como un sistema más de oposición hacia ellos. Evidentemente eran los behiques indígenas, cuya sabiduría era fruto de la experiencia acumulada de generaciones pasadas, los mejores conocedores de las soluciones médicas a las patologías propias de la isla.

Además estaba claro que a estos chamanes no les convenía difundir sus métodos curativos, pues, a la sazón ya durante sus ceremonias prehispánicas pedían a la mayoría de los asistentes que se saliesen fuera mientras le aplicaba a su paciente la medicación. Evidentemente su poder radicaba en la exclusividad de sus conocimientos que desde luego no estuvieron nunca dispuestos a compartir con el resto de los indígenas, ni muchísimo menos con los españoles. Estos formaban parte de la élite dirigente, y eran personas muy respetadas por toda la población, aunque desde luego subordinados al cacique. En cualquier caso algunos de ellos, en función a sus méritos personales como sanadores, tuvieron una "grandísima autoridad" entre los demás miembros de su comunidad.

Entrando ya en el análisis de algunas de las soluciones médicas empleadas por los aborígenes debemos decir que nuestro conocimiento se limita a lo que escribieron los cronistas, especialmente Fernández de Oviedo, el cual en su ya citada Historia General y Natural de las Indias le dedicó varios capítulos. Aunque fueron acusados de farsantes por algunos cronistas como fray Bartolomé de las Casas, lo cierto es que tenían, como ya hemos afirmado, un amplio conocimiento de la medicina natural que les permitía solventar positivamente las heridas más comunes, las calenturas y las fracturas "envolviendo los miembros en yaguas mojadas". Evidentemente el prestigio de estos behiques sólo se afianzaría con reiterados éxitos médicos y con la confianza auténtica de los demás miembros de su comunidad. Así, Pedro Mártir de Anglería afirmó, refiriéndose a los curanderos indios, lo siguiente:

 

"Las calenturas se las curan fácilmente con jugo de hierbas, y con igual facilidad las heridas con tal que sean curables. Tienen y conocen mucha clase de hierbas salutíferas... Y no usan ningún otro género de medicinas, ni quieren más médico que a los viejos de experiencia o a los sacerdotes conocedores de las ocultas virtudes de las hierbas...".

 

           Igualmente, Gonzalo Fernández de Oviedo, pudo comprobar personalmente en la Española los grandes conocimientos de estos chamanes indígenas tal y como podemos observar en el texto que exponemos a continuación:

 

"Estos, por la mayor parte, eran grandes herbolarios y tenían conocidas las propiedades de muchos árboles y plantas e hierbas; y como sanaban a muchos con tal arte, teníanlos en gran veneración y acatamiento como a Santos..."

 

          Efectivamente, aunque los behiques revestían todas sus sesiones curativas con un amplio ritual mágico-ceremonial en el que supuestamente intentaban extraer al enfermo su mal lo cierto es que sus éxitos médicos estaban fundamentados en dos sólidos pilares, a saber: Primero, en sus ya mencionados conocimientos herborísticos -los cuales no eran privativos de los taínos de la Española, sino de la mayoría de las comunidades indígenas americanas-, y, segundo, en sus grandes dotes psicológicas perfectamente descritas por algunos cronistas. Así, según Anglería, una vez acabado el ritual y concluido asimismo el tratamiento, el curandero salía corriendo “a la puerta, que está abierta, y abriendo las manos las sacude y persuade que ha quitado la enfermedad y que pronto quedará bueno el enfermo. Pero, acercándose por la espalda, le quita de la boca el pedacito de carne como un prestidigitador, y le grita al enfermo diciendo: “mira lo que habías comido sobre lo necesario, te pondrás bueno porque te lo he quitado". No cabe duda de que está persuasión que ejercía el curandero indio sobre sus pacientes y sus familiares era muy beneficiosa para su rápida recuperación.

Esta circunstancia unida a la profunda fe que los indios tenían depositada en sus behiques hacía que el éxito estuviese asegurado al menos en los casos de las enfermedades más comunes. Habida cuenta de que el curandero se debía consolidar por sus propios méritos sólo de esta forma lograba un prestigio importante sobre el resto de la población. Incluso, cuando se equivocaban podían ser recriminados y duramente castigados por los familiares si se demostraba que había sido por negligencia. Sin embargo, todos los cronistas coinciden en que esta situación no era frecuente ya que les era fácil demostrar que el fallecimiento había sido fruto de la providencia divina. Incluso, los propios indios cuando consideraban que la persona padecía una enfermedad que excedía los conocimientos curativos de los behiques lo llevaban directamente al monte con agua y comida y lo abandonaban. No cabe duda de que los propios indígenas eran sabedores de las posibilidades reales de su medicina naturista, por lo que en situaciones extremas, ni ellos mismos confiaban en su curación.

Antes de proceder a la aplicación del tratamiento le hacían un sahumerio en base a una mezcla de tabaco y otras hierbas con la intención de adormecerlos. En este sentido el cronista Girolamo Benzoni, tan agudo como siempre, afirmó que los behiques cuando "querían curar a algún enfermo, iban a visitarlo, le suministraban ese humo y cuando estaban bien aturdido(s) le hacían la mayor cura".

Entre las habilidades que más brillantemente solventaban estos behiques estaba el restañamiento de heridas para lo cual conocían numerosas pócimas que se elaboraban con diferentes plantas. Uno de estos productos para remediar las heridas eran unos polvos extraídos de un árbol, común en la isla, llamado Yaruma y cuyos resultados describió Fernández de Oviedo con las siguientes palabras:

 

"Estimaban mucho los indios aquestos árboles y decían que eran buenos para curarse las llagas... Y dicen (los españoles) que es como un cáustico, y que majados los cogollos tiernos de las puntas de las ramas de este árbol, los han de poner sobre la llaga, y aunque sea vieja, le comen la carne mala, y la ponen en lo vivo y sano, y la sesenconan (sic), y continuándolas la encueran y totalmente sanan la llaga...".

 

           No era este el único sistema empleado por los taínos para sanar las heridas ya que, por ejemplo, Peguero, cita una especie de palmera datilera, llama Tamarinda, cuya corteza se molía y el producto resultante se colocaba sobre las heridas dando unos excelentes resultados como cicatrizante.

Igualmente curaban las diarreas, básicamente a base de dietas "porque -según el padre Las Casas- se están tres y cuatro días sin comer ni beber". Luego consumían la fruta del guayabo que, a decir de Peguero, era de muy buena digestión "y son buenas para el flujo del vientre, y restriñen cuando se comen no del todo maduras, que estén algo durillas, para que cese el flujo del vientre...".

Asimismo sabemos que sanaban fácilmente la enfermedad de bubas que tan mortífera fue para los españoles antes de averiguarse el secreto de su tratamiento. Los indios la remediaban cociendo el palo del guayacán y extrayendo su zumo con tal éxito que, a decir de Fernández de Oviedo, "entre los indios no es tan recia dolencia ni tan peligrosa como en España, y en las tierras frías".

Los naturales empleaban otras muchas plantas con cualidades medicinales, a saber: el bálsamo o guaconax -comercializada en la primera década del siglo XVI por los españoles- como cicatrizante de heridas y llagas, la semilla del manzanillo como purgante, la grasa de la iguana para reducir hinchazones, el zumo del "hobo" para los problemas de estómago, etc. Por desgracia, los documentos callan tanto el procedimiento exacto para aplicar estas pócimas como otras muchas soluciones médicas utilizadas por los indígenas. Sin duda, una parte importante de la ciencia herborística taína murió con la desaparición de su cultura, muriendo los últimos behiques sin confesar los secretos de su oficio.

A modo de resumen podemos decir que los conocimientos herborísticos de los indígenas fueron bastante amplios y en ello se sustentaba precisamente su prestigio. Igualmente ha quedado claro a lo largo de este trabajo que los indígenas intentaron ocultar esos conocimientos a los españoles para que las enfermedades los convencieran de abandonar esos territorios, constituyendo, sin duda, un elemento más de la resistencia pasiva mostrada frente al grupo hispano.

 

 

PARA SABER MÁS:

 

CASSA, Roberto: Los indios de las Antillas. Madrid, Mapfre, 1992.

 

MIRA CABALLOS, Esteban: “La medicina indígena en La Española y su comercialización (1492-1550)”, Asclepio, Revista de Historia de la Medicina y de la Ciencia Vol. XLIX. Madrid, 1997.

 

----- “Aportes a la cultura taína de las Grandes Antillas en la documentación española del siglo XVI”, en Epistemología de las Culturas Aborígenes del Caribe. Santo Domingo, 1999.

 

 VEGA, Bernardo: Santos, Shamanes y Zemíes. Santo Domingo, Fundación Cultural Dominicana, 1987.

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

LA CONQUISTA NEGOCIADA

LA CONQUISTA NEGOCIADA

 

 

ZULOAGA RADA, Marina: La conquista negociada: guarangas, autoridades locales e imperio en Huaylas, Perú (1532-1610). Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2012, 316 págs, I.S.B.N.: 978-9972-51-353-4

 

           Había consultado este libro en alguna biblioteca universitaria pero en mi reciente viaje a Perú tuve ocasión de comprarlo y de leerlo con detenimiento. Su autora, Marina Zuloaga, es una riojana que se doctoró en México en 2008, siendo este libro una versión adaptada de la tesis que le sirvió para obtener dicho grado.

           En esta obra se analiza pormenorizadamente la estructura de poder en la provincia incaica de Huaylas, tras la conquista por parte de las huestes castellanas en 1532, prolongando su estudio hasta 1610. Huaylas pasó de ser un señorío pre-inca, a una provincia incaica, una encomienda y finalmente un corregimiento. Este estudio regional, centrado solo en esta parte del antiguo Tahuantinsuyu nos permite conocer el mantenimiento de las estructuras políticas y administrativas incaicas, a las órdenes ahora de los nuevos dueños europeos. Se estudian especialmente las organizaciones de poder intermedias, existentes entre los ayllus y los señoríos o confederaciones. Concretamente se trata de la guaranga, elemento esencial del sistema político al menos en la sierra norcentral del Perú. Varios ayllus formaban una guaranga, administradas por un curaca o jefe local y varias guarangas formaban un señorío o confederación, liderada por un por un curaca o señor principal.

           Los españoles utilizaron la estructura administrativa prehispánica para que sirviesen de bisagra entre ellos y los tributarios de sus respectivas comunidades. La alta jerarquía estatal incaica se derrumbó pero las estructuras de poder locales y provinciales perduraron durante buena parte de la época colonial. Los hispanos mantuvieron el orden existente, reconociendo a los señores locales y pactando sus preeminencias, siempre que aceptasen la nueva autoridad. Eso sí para mantenerse como curaca se le exigían tres condiciones: una, que los propios naturales reconociesen la legitimidad de su jefe local o curaca, dos, que este respetase la autoridad superior de los nuevos amos y, tres, su conversión sincera al cristianismo. La sucesión, lo mismo de los curacas de las guarangas que de las confederaciones o provincias y del propio inca se realizaba más por un sistema combinado, hereditario y electivo. La sucesión se debía hacer por consenso entre los líderes políticos, por lo que se seleccionaba siempre al más capacitado o al menos al que más consenso despertaba. Por el mismo sistema un curaca manifiestamente incompetente podía ser destituido.

           Una vez sometido el incario, urgía a los españoles consolidar el dominio lo cual hicieron a través de las encomiendas. Los conquistadores lo primero que hicieron fue interrogar a los funcionarios reales, para a partir de esa información organizar los repartimientos en encomiendas. Estas fueron otorgadas por el gobernador Francisco Pizarro, a la espera claro de que la Corona las confirmase, como finalmente hizo. A cada encomendero se le asignaba un grupo homogéneo de naturales, perteneciente a una guaranga o a una confederación. El nuevo poder se estructuró a través de los conquistadores, convertidos en encomenderos, y los curacas locales. La encomienda implicaba la entregaba un número determinado de naturales, casi siempre agrupados en un curaca, a un encomendero para que se aprovechase de sus tributos a cambio de protegerlo y evangelizarlo. En sus planteamientos teóricos la encomienda intentó aunar nada menos que tres intereses regios, a saber: primero, cumplir con su compromiso de evangelización, segundo, saldar su deuda con los conquistadores, y tercero, satisfacer sus propios intereses económicos. Lo cierto es que los encomenderos fueron durante décadas las personas más ricas lo que a su vez le servía para consolidar su posición social y política, a través de su participación en los cabildos. Entre encomenderos y curacas se entabló un diálogo, probablemente, como dice la autora, asimétrico, que sirvió para articular los intereses de clase a las nuevas reglas dl juego político.

           La provincia incaica de Huaylas estaba dividida en dos mitades, la Hanan y la Hurin, cada una de ellas formada por seis guarangas. Cada guaranga estaba integrada por un número variable de ayllus, también llamados pachacas. Esta encomienda de Huaylas fue una de las más ricas y productivas del Perú de ahí que se la adjudicase a sí mismo el propio Francisco Pizarro. Con esta encomienda el gobernador no solo se garantizó una importante fuente de ingresos sino también la fidelidad de los curacas de Huaylas que se mantuvo incluso en las guerras civiles, hasta la ejecución de Gonzalo Pizarro. La otra parte de esa encomienda, la de Recuay, también muy enjundiosa se la entregó a dos conquistadores muy cercanos a él, como Jerónimo de Aliaga y Sebastián de Torres.

           En principio la encomienda no tenía por qué ser tan perniciosa, pero en la práctica resultó extremadamente lesiva para los naturales por dos motivos: primero, porque al no estar tasados los tributos los encomenderos pedían siempre más. Y segundo, porque les solían pedir oro y plata, productos que no siempre estaban al alcance de los naturales. Tanto fue así que Sebastián de Torres perdió la vida tras una rebelión desatada por la tortura que infringió a un curaca para que le entregase más oro.

           Tras la derrota de los encomenderos, liderados por Gonzalo Pizarro en Jaquijahuana (1548) comenzó una etapa en el que los curacas locales estuvieron más cómodos y dispusieron de más poder en su área de influencia. Incluso, acopiaron riquezas, apropiándose de parte de los tributos e incluso de las tierras antaño vinculadas al Inca o al Sol. El poder dejado por los encomenderos lo ocuparon los curas doctrineros hasta que, décadas después, los corregidores se hicieron con el control.

           El problema es que la carga impositiva sobre los naturales aumentó pese al descenso dramático de su población. El virrey La Gasca tasó a los tributarios y no se hizo un nuevo recuento general hasta la llegada del virrey Francisco de Toledo, dos décadas después, quien averiguó que los tributarios se habían reducido un 40 por ciento mientras que la carga impositiva había aumentado en un tercio. Obviamente, el volumen de los tributos se había acentuado, a costa de la sobre explotación de un número cada vez más reducido de indígenas.

           La aparición de los corregidores y de los cabildos restó bastante poder tanto a los curas doctrineros –pese a su enconada oposición- como a los curacas. Los funcionarios reales terminaron asumiendo todas las labores fiscales y laborales, debilitando así el poder local de la élite caciquil, de los encomenderos y de los curas. Sintetizando diremos que entre 1530 y 1550 la situación estuvo dominada y controlada por los encomenderos y curacas, de 1550 a 1570 por curas doctrineros y curacas y y desde esta última fecha em adelante por los corregidores. La autoridad real terminó por imponerse en el ámbito local, al menos desde la época del Virrey Toledo. Desde entonces uno de los cargos más apetecidos por los funcionarios reales era el de corregidor, por el poder que les daba en el ámbito local y por el control y hasta apropiación de la cajas de comunidad.

           Esta obra supone un avance en el conocimiento de las relaciones de poder entre la élite indígena de la región de Huaylas y los europeos, encomenderos, curas y corregidores. Un libro muy recomendable que aclara muchos aspectos relacionados con las formas de poder en Huaylas desde la llegada de los españoles hasta bien entrado el siglo XVII.

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

UN ENIGMA RESUELTO: LA SEPULTURA DEL ALMIRANTE CRISTÓBAL COLÓN

UN ENIGMA RESUELTO: LA SEPULTURA DEL ALMIRANTE CRISTÓBAL COLÓN

 

 

En un artículo que publiqué el 10 de noviembre de 2002 en el “El Listín Diario” de Santo Domingo manifesté mi escepticismo sobre la posibilidad de averiguar dónde se hallaban los restos del primer Almirante de la Mar Océana. Sin embargo, hoy, más de tres lustros después, creo que es momento de rectificar y de dar por zanjada la cuestión.

Es cierto que en este caso la ciencia no ha podido ayudar; de hecho, un equipo de científicos, encabezados por el doctor José Antonio Lorente Acosta, director del laboratorio de Identificación Genética de la Universidad de Granada, estudió los restos de la supuesta tumba del Almirante de la Catedral de Sevilla. Y pese a que le aplicaron análisis del ADN nuclear para compararlos con los restos de su hijo Hernando Colón, que sabemos con seguridad que se encuentran en la seo hispalense, los resultados no fueron concluyentes. Y ello por el estado deplorable en el que se encontraban sus escasos restos. De hecho, ya en 1695 cuando se exhumaron esos mismos restos de la catedral de Santo Domingo, señalaron que apenas encontraron pequeños fragmentos de hueso entre varias planchas de plomo de una vieja caja de ese metal.

         Centrándonos en la controversia del lugar donde descansan sus restos debemos decir que ha habido una disputa histórica entre la tesis dominicana, que afirma que están en Santo Domingo, y la española que asegura, por contra, que reposan en Sevilla. Y en este sentido existen decenas -quizás cientos- de obras defendiendo una u otra tesis. Las más recientes, la de Anunciada Colón y Guadalupe Chocano, publicada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas en 1992, que defiende la tesis españolista y la de Carlos Esteban Deive, editada por la Fundación García Arévalo, en 1993, que apoya rotundamente la tesis dominicana.

         El problema radica en el hecho de que Colón fue inhumado y exhumado en seis ocasiones diferentes. Su primera sepultura estuvo provisionalmente en la propia Valladolid, donde falleció, lugar desde el que se trasladó poco después al monasterio de las Cuevas de Sevilla. En 1537 el emperador Carlos V le concedió a Luis Colón, nieto del almirante, el patronazgo de la capilla mayor y el derecho de enterramiento de la familia. En torno a 1543 o 1544 fueron trasladados al presbiterio los restos del primer almirante Cristóbal Colón y de su hijo Diego, siguiendo los deseos de doña María de Toledo, nuera del descubridor. Eso sí a ninguno de los dos se le colocó una lápida conmemorativa que señalase el lugar exacto.

         Más de dos siglos después, y concretamente en 1795, después de la firma de la Paz de Basilea por la que se entregó a Francia la parte oriental de la Española, las autoridades decidieron trasladar sus restos a La Habana. Nuevamente, en 1898, tras perderse la guerra y ante el inminente abandono de Cuba, se decidió trasladar a la Catedral de Sevilla, donde se enterró en la cripta de los Arzobispos. Finalmente, en 1902, se inhumó definitivamente en el monumento funerario que para tal efecto labró el escultor Arturo Mélida.

         El debate se inició a partir de 1877 cuando, en unas obras de remodelación del presbiterio de la Catedral de Santo Domingo, se localizó una urna con una serie de inscripciones, entre ellas las iniciales "C.C.A.", que obviamente se quiso desglosar como "Cristóbal Colón, Almirante". Inmediatamente después, Monseñor Rocco Cocchia, publicó una enfervorizada pastoral comunicando el hallazgo al mundo. Desde ese momento, los historiadores dominicanos se centraron en destacar el error cometido por los españoles cuando precipitadamente, en 1795, se llevaron por equivocación los restos del II Almirante Diego Colón, en vez de los de su padre, don Cristóbal Colón. Y desde entonces, se han vertido ríos de tinta, unos diciendo que la equivocación se produjo en 1795, al tomar los restos del hijo por los del padre, y otros, afirmando que el error se cometió en 1877 al creer que habían encontrado los restos del Descubridor de las Indias cuando en realidad eran los de un nieto del mismo nombre.

         Sin embargo, en mi última visita a la Catedral de Santo Domingo, en octubre de 2017, el conservador de la catedral, don Esteban Prieto Vicioso, me enseñó amablemente la cripta de la familia Colón –cuya llave todavía poseen los duques de Veragua- y la ubicación exacta en la que se encontraban los restos del primer almirante Cristóbal Colón, de su hijo Diego Colón y de su nieto Luis Colón. En el lado del evangelio del presbiterio se colocó, junto al muro a Cristóbal y algo más a la derecha a su hijo Diego, mientras que en el lado del muro de la epístola se colocaron los restos de su nieto el conflictivo Luis Colón. En 1795, cuando se exhumaron los restos, está documentada a través de inventarios la existencia de un retablo en el lado del evangelio que impedía el acceso al enterramiento del primer almirante pero no al de su hijo Diego. Con las prisas del momento, exhumaron los restos que había en el lado del evangelio, pero no los que estaban junto al muro a los que no podían acceder sino los que estaban justo al lado. Por tanto los restos extraídos, y que se colocaron en un arca de plomo dorada con cerradura, fueron los de Diego Colón y no los del primer almirante a los que no pudieron acceder. Sin embargo, dieron por buenos los restos exhumados y, cumpliendo órdenes, se trasladaron a Cuba y después, en 1898, cuando se perdió la perla del Caribe, a la Catedral de Sevilla.

         Las evidencias son de tal calado que hay pocas dudas de que los restos conservados en la Catedral de Sevilla son los de Diego Colón. En cambio, los del descubridor de América son los que permanecieron en la Catedral de Santo Domingo y desde hace algo más de un cuarto de siglo se encuentran en el Faro a Colón de la capital dominicana. Obviamente, se trata de algo irrelevante, casi de otro siglo, donde se mezcla un patriotismo mal entendido. Pero en cualquier caso, creo que podemos decir con rotundidad que el enigma está resuelto.

 

 

PARA SABER MÁS:

 

COLÓN DE CARVAJAL, Anunciada y Guadalupe CHOCANO: “Cristóbal Colón”, 2 vols. Madrid, C.S.I.C., 1992.

 

 

DEIVE, Carlos Esteban: “Los restos de Colón”. Santo Domingo, Fundación García Arévalo, 1983.

 

 

PEÑA Y CÁMARA, José de la: “Los dos restos de Cristóbal Colón”, Boletín de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, 2ª época, Vol. II, n. 2. Sevilla, 1974, pp. 79-95.

 

 

V.V.A.A.: “Basílica catedral de Santo Domingo”. Santo Domingo, Patronato de la Ciudad Colonial, 2011.

 

 

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

FRANCISCO PIZARRO. UNA NUEVA VISIÓN DE LA CONQUISTA DEL PERÚ

FRANCISCO PIZARRO. UNA NUEVA VISIÓN DE LA CONQUISTA DEL PERÚ

      

Esteban Mira Caballos: “Francisco Pizarro. Una nueva visión de la conquista del Perú”. Barcelona, Crítica, febrero de 2018, 412 págs. ISBN: 978-84-17067-66-3 (2ª edición, marzo de 2018) 

 

En este libro se traza una biografía exhaustiva y ecuánime sobre el conquistador trujillano, alejada de los tópicos. Francisco Pizarro fue el arquetipo de conquistador, un guerrero experimentado en la guerra indiana. Su capacidad estratégica era fruto de un proceso de acumulación de conocimientos que comenzaron en el Caribe y se continuaron en Panamá y el Perú. La combinación de estas experiencias le daba una superioridad sobre sus oponentes. El imperio inca era un estado bastante joven y muchos pueblos todavía guardaban un resentimiento contra los incas por haberles privado de su antigua independencia. En el fondo, la mayoría de los reyezuelos locales soñaban con recuperar su añorada libertad y solo aceptaron la sumisión por la política de terror desplegada por el estado incaico. El trujillano valoró adecuadamente esa baza que utilizó en su propio beneficio.

Ahora bien, fue un buen conquistador pero un mal gobernador, al no poseer la preparación adecuada para administrar un territorio. A nivel político permitió el surgimiento de enemistades entre españoles e indios y de los hispanos entre sí que dieron lugar a las llamadasguerras civiles. La administración de la hacienda real fue un verdadero caos y tanto él como sus hermanos tomaron dineros de la hacienda real cada vez que les interesó. Su asesinato en 1541 fue la crónica de una muerte anunciada, fruto de los odios mutuos entre pizarristas y almagristas.

En el Perú de la conquista se vivieron infinidad de dramas, injusticias, traiciones, destrucciones y matanzas, sufridas casi siempre por los naturales y ocasionalmente por las huestes. No hay que sorprenderse por ello, los guerreros han actuado siempre así, en cualquier tiempo y en cualquier espacio. El Inca Atahualpa mandó asesinar a su medio hermano Huáscar, Francisco Pizarro y Diego de Almagro a Atahualpa, los hermanos Pizarro a Diego de Almagro, el hijo de éste a Francisco Pizarro y el licenciado Vaca de Castro a Diego de Almagroel Mozo y a sus secuaces. Como puede observarse, la mayor parte de los grandes protagonistas de la conquista del Tahuantinsuyu perecieron de manera violenta y, lo peor de todo, luchando entre ellos mismos.

Todos ansiaban su propia gobernación, a ser posible rica, como la que poseía el admirado Hernán Cortés. Francisco Pizarro obtuvo la gobernación de Nueva Castilla y Diego de Almagro, unos años después, la de Nueva Toledo. Pero este último, ignorante aún de las grandes riquezas de Potosí, que caían en su gobernación, quiso reclamar Cusco y Lima, a sabiendas de que los Pizarro nunca aceptarían. No hubo voluntad, sosiego, ni capacidad por ninguna de las dos partes de solucionar el conflicto sin derramamiento de sangre. Las consecuencias de las actitudes irreductibles de unos y de otros fueron trágicas.

En pleno siglo XXI la conquista sigue sin estar totalmente asimilada en el imaginario colectivo peruano pues pervive un sentimiento de nostalgia, quizás idealizado, hacia el mundo incaico. Se trata de lo que los quechuas llaman ellamento andino.De aquellos barros estos lodos.

MÁS SOBRE LAS MANIPULACIONES DE IMPERIOFOBIA Y LEYENDA NEGRA

MÁS SOBRE LAS MANIPULACIONES DE IMPERIOFOBIA Y LEYENDA NEGRA

 

He escrito en varias ocasiones sobre el libro “Imperiofobia y Leyenda Negra”, que ha tenido –y sigue teniendo- una repercusión mediática tremenda. Su defensa de la existencia de una leyenda negra contra los imperios y en particular contra el Hispánico ha calado hondo y ha sido recibido con muchas adhesiones, incluso de una parte de la intelectualidad. De alguna forma ha escrito lo que todo el mundo quería leer y escuchar. Por eso argumentar contra su obra es arriesgado porque uno recibe el varapalo de los que no les interesa la ciencia histórica y solo hablan desde la ideología. Pero como historiador me siento en la obligación de destapar estas manipulaciones.

Ya escribí en otra ocasión que para demostrar su hipótesis fuerza datos en unas ocasiones y en otras los manipula para verificar siempre su hipótesis. Distorsiones verdaderamente inadmisibles como reducir injustificadamente el número de indígenas que había en la América Prehispánica, para aminorar la hecatombe demográfica o reducir drásticamente el número de ejecutados por la Inquisición para presentarla como una institución más tolerante.

Hoy el investigador Emilio Monjo Bellido me alertaba de una nueva manipulación que ha detectado y que yo había pasado por alto. El dato es obvio como podrán comprobar a continuación y vuelve a mostrar a las claras los usos poco ortodoxos de la filóloga –no historiadora como ella suele decir- de Elvira Roca Barea. En la página 277 de su libro cita lo siguiente:

 

Según el investigador protestante E. Schafer, autor de un monumental trabajo de investigación sobre el protestantismo en España, el número de protestantes condenados por la Inquisición española entre 1520 y 1820 fue de 220. De ellos solo doce fueron quemados (Schafer, 1902: I, 345-367)”.


 

Bueno, pues el profesor Emilio Monjo se ha molestado en ver la citada obra del alemán Ernesto Schäfer que por cierto tiene traducción al castellano y ¡sorpresa! Dice lo siguiente:


 

De alrededor de 2.100 personas a las que según nuestras actas se les hizo proceso por protestantismo, solo fueron quemadas 220 aproximadamente en persona y otras 120 aproximadamente en estatua…”

 


Por tanto, 2.100 condenados que Elvira Roca reduce a 220, y 220 quemados en persona que la citada investigadora aminora a tan solo 20. Algunos podrán decir que se trata de un simple dato sin importancia, 220 personas calcinadas que Elvira Roca reduce a 20. Pero es que no se puede montar toda una hipótesis en defensa del buen nombre de la patria hispana a base de manipular un dato por allí y otro por allá. En este caso se trataba de una obra de principios del siglo XX, editada en alemán que sabía que muy pocos o nadie podría revisar ni menos aún comprobar su veracidad. Al principio pude pensar que se trataba de errores de la autora que cualquier investigador puede tener pero a estas alturas mucho me temo que esta reiteración de datos errados obedecen a una intencionalidad.

Me parece perfecta la tesis que defiende; faltaría más, cualquiera puede defender cualquier idea o hipótesis, pero no es admisible para un historiador, medianamente serio, aceptar que las fundamente en datos manipulados intencionadamente.

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS