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Historia de España

LAS ARMADAS DEL IMPERIO (fuentes)

LAS ARMADAS DEL IMPERIO (fuentes)

 

 

 

Un buen libro no es nada sin buenas fuentes. Mi libro, “Las armadas del Imperio: poder y hegemonía en tiempo de los Austrias” (Madrid, La Esfera de los Libros, 2019)  no hubiera sido posible sin cientos de aportes que cito en las notas y en la bibliografía final:

 

 

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----- y LUQUE TALAVÁN, Miguel: “La avería de disminución de riesgos en el reinado de Carlos V”, en El Emperador Carlos V y su tiempo. Sevilla, Cátedra General Castaño, 2000.

 

VEITIA LINAGE, Joseph: Norte de la Contratación de las Indias Occidentales. Sevilla, Juan Francisco de Blas, impresor mayor de dicha ciudad, 1672 (edición facsímil). 

 

VESPUCCI, Amerigo: Cartas de viaje. Madrid, Alianza Editorial, 1986.

 

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VILA VILAR, Enriqueta: (1973): “Los asientos portugueses y el contrabando de negros”. Anuario de estudios americanos vol. 30, Sevilla, 1973.

 

WATLINTONG LINARES, Francisco: “La tatarabuela: el siglo XVI en Puerto Rico”, Revista de Ciencias Sociales 26, 2013.

 

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ZAMBRANO PÉREZ, Milton: “Los dos ataques ingleses a Puerto Rico a finales del siglo XVI, en el contexto de la lucha geopolítica internacional”, Revista Amauta 16, (julio-diciembre de 2010.

 

ZUAZO, Alonso de: Cartas y memorias (1511-1539), Rodrigo Martínez Barcs, ed. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2000.

LAS ARMADAS DEL IMPERIO. PODER Y HEGEMONÍA EN TIEMPO DE LOS AUSTRIAS (ÍNDICE)

LAS ARMADAS DEL IMPERIO. PODER Y HEGEMONÍA EN TIEMPO DE LOS AUSTRIAS (ÍNDICE)

ÍNDICE

 

INTRODUCCIÓN

 

PARTE I.

LA NAVEGACIÓN

 

  CAPÍTULO I: ESPAÑA EN EL CONTEXTO EUROPEO

 

              1.-La carrera de los descubrimientos             

              2.-Portugueses y españoles

              3.-Los tábanos del Imperio

              4.-Con la misma moneda

 

  CAPÍTULO II: BARCOS Y NAVEGACIÓN

 

              1.-Los barcos del imperio

              2.-La artillería 

              3.-La tripulación: los mandos

              4.-La tripulación: marineros, soldados y chusma

              5.-La navegación en convoy

              6.-Tecnología y ciencia náutica          

 

  CAPÍTULO III: LA VIDA Y LA MUERTE A BORDO

 

  1.-Un espacio angosto

  2.-La higiene

  3.-La alimentación

  4.-La religiosidad

  5.-Diversiones y entretenimientos

  6.-Delincuencia y delitos sexuales

  7.-La enfermedad y la muerte

  8.-La mutua de los hombres del mar  

  9.-Honra y deshonra

 

PARTE II:

LAS ARMADAS DEL IMPERIO

 

  CAPÍTULO IV: EL SISTEMA NAVAL DEL IMPERIO

 

              1.-La financiación

              2.-Un sistema flexible

              3.-Eficiencia

 

  CAPÍTULO V: LAS ARMADAS PENINSULARES

 

              1.-Las armadas del Cantábrico

              2.-La Armada Guardacostas de Andalucía

              3.-La Armada Real de Galeras

              4.-La Armada Guardacostas del Levante

              5.-La Armada Guardacostas de Cataluña y Mallorca

 

CAPÍTULO VI: ARMADAS EN EUROPA

              1.-La Escuadra de Galeras de Génova

              2.-Las Armadas de Nápoles y Sicilia

              3.-La Armada de Flandes

 

CAPÍTULO VII: LAS ARMADAS AMERICANAS

 

              1.-Las armadas del Mar Océano y de la Carrera

              2.-La Armada del Caribe

              3.-La Armada del Mar del Sur

              4.-La Armada de Barlovento

              5.-Barcos portuarios

 

              CAPÍTULO VIII: LAS ARMADAS ASIÁTICAS

                          1.-La defensa de Filipinas

                          2.-El galeón de Manila

 

PARTE III:

GRANDES CAMPAÑAS NAVALES

 

  CAPÍTULO IX: LA LUCHA POR EL “MARE NOSTRUM”

 

              1.-La media luna frente a la cruz                   

              2.-La gran batalla de Lepanto

              3.-La guerra en el Mediterráneo después de Lepanto

 

 

CAPÍTULO X: EL DOMINIO DEL ATLÁNTICO

 

              1.-Una lucha encarnizada

              2.-El fracaso de la Invencible

              3.-La lucha por la hegemonía en el seiscientos

 

CONCLUSIONES

 

FUENTES

 

SIGLAS

 

BIBLIOGRAFÍA

 

APÉNDICES DOCUMENTALES

 

GLOSARIO BÁSICO

DE OLAS DE CALOR Y OTRAS SANDECES

DE OLAS DE CALOR Y OTRAS SANDECES

 

 

        Es indudable que existe un cambio climático que desgraciadamente va a tener a corto o medio plazo consecuencias funestas. Yo lo vengo diciendo desde hace años, cuando muchos todavía lo negaban. Ya casi ningún científico duda del calentamiento global de la tierra, provocado por la actividad humana, que va a traer graves consecuencias económicas, sociales y medioambientales a corto o medio plazo.

          Sin embargo, una cosa es el cambio climático y otra las noticias que se escuchan a diario en estos días, algunas muy alarmistas, sobre la ola de calor y las muertes que pueden sobrevenir en los próximos días o semanas. He visto en la red que algún noticiario sensacionalista habla de varias decenas de miles de muertos en las próximas semanas en Europa.

          A ver, hemos dicho que hay cambio climático que supone que la tierra en menos de un siglo puede aumentar su temperatura media en uno o quizás dos grados centígrados. Ahora bien, los fenómenos de la naturaleza extremos han ocurrido desde tiempo inmemorial. Estas alarmantes olas de calor las sufríamos hace apenas unas cuantas décadas sin aires acondicionados y en la mayoría de los casos sin piscinas y todo el mundo lo veía con naturalidad.

          Pondré varios casos históricos, obtenidos a pie de archivo: uno de una ola de calor a mediados de junio de 1784 en la Baja Extremadura y otros de tormentas, rayos y granizos como pelotas de tenis ocurridos entre finales del siglo XVIII y el primer cuarto del XIX.  

            La ola de calor de 1784 fue significativa porque se produjo no en agosto sino a mediados de junio. En los libros de defunción de la parroquia de Solana de los Barros (Badajoz), el cura anotó la muerte de Nicolás Casero, un chaval natural de Encinasola, por un golpe de calor, el 18 de junio de 1784. Estaba en la villa de Solana, junto a “su amo” Pedro Delgado, también de Encinasola, trabajando en la siega del cereal. Sostiene el cura que el joven murió en el campo “sofocado por los calores” debido a las extremadas temperaturas que se estaban padeciendo en el pueblo. Al pobre muchacho lo enterraron de caridad en una fosa común de la iglesia de Santa María Magdalena.

            Pero veamos un par de casos extremos de casos de tormentas. El erudito José Martín de Palma describió una tormenta en Carmona, ocurrida el 2 de septiembre de 1790, en la que se llegaron a pesar granizos de hasta una libra, es decir de 0,454 kg.:

 

 

          “En el año de 1790, el día 2 de septiembre, comenzó a nublarse, sería(n) las 4 y media de la tarde y, a siete de dicha tarde, comenzó una tormenta de agua y aire. E inmediatamente siguió una granizada que hubo piedra de a libra y mi padre, que estaba en la aduana como fiel tesorero de ella, se pesó una piedra de seis onzas y media, hubo muchas más grande(s) y de varias figuras y parecía estar grabadas de diferentes cosas como esferas de relojes y otras como pechos de color oscuro. No han conocido los nacidos ni se ha oído decir otra igual”.

 

 

 

          Por su parte, el escribano de Barcarrota (Badajoz) Juan Calixto Romero anotaba en su libro de escrituras de 1829 una tormenta descomunal:

 

 

            “El quince de junio hubo una tormenta de piedra horrorosa a las doce del día, que principió desde Olivenza, atravesó por Badajoz, causando la ruina de aquel país en las sementeras y viñas, tocando un rabo de ella en el Almendral y (la) Albuera: siguió por la Extremadura alta, causando bastantes estragos en Talavera de la Reina; y aun se dice que llegó en el mismo día a Irún. El diez de agosto, día de San Lorenzo, se presentaron varias tormentas entre el este y sur de este pueblo que al anochecer se reunieron sobre Salvaleón y Sierra de Santa María, descargando un diluvio de agua entre volcanes de fuego y matando un rayo a un hijo de Isabel Flores, viuda de Juan Nepomuceno Ropón, en lo alto del puerto de Socola. La misma tormenta se extendió por los Barros y también en Almendralejo (mató) a un hijo de un Serrano que estaba allí casado. Los vecinos de Salvaleón aseguran que en una de las alamedas de aquel término resultaron muertos en el suelo al día siguiente tantos pájaros que no se veía la tierra de dicha alameda”.

 

 

 

           Son solo algunos ejemplos curiosos que espero gusten a los lectores de mi blog. No nos dejemos engañar por estas noticias apocalípticas de las olas de calor, tan comunes en nuestra tierra desde hace no siglos sino miles de años.

 

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

MUJERES HEREJES Y LA INQUISICIÓN SEVILLANA

MUJERES HEREJES Y LA INQUISICIÓN SEVILLANA

 

 

          Hace unos días mi amigo Emilio Monjo me regaló varios libros que han sido de gran valía para mí y que me han inspirado este pequeño artículo, a modo de reseña colectiva de las tres obras: primera, la edición en castellano de la obra de Ernst H.J. Schäfer “protestantismo español e inquisición en el siglo XVI”, editada en alemán en 1902 y traducida por Francisco Ruiz de Pablos (Sevilla, CIMPE, 2015). Se trata de una obra fundamental que prácticamente ha pasado desapercibida para los historiadores españoles dada la dificultad idiomática. Segunda, la tesis doctoral de Tomás López Muñoz, titulada La Reforma en la Sevilla del siglo XVI (Sevilla, CIMPE, 2016), una obra documentadísima sobre el protestantismo español del siglo XVI y su brutal represión. Y tercera, las Actas de las I Jornadas de Historia de Monesterio, editadas en marzo de 2019 con tres artículos muy interesantes, firmados por mi amigo Andrés Oyola Fabián, Emilio Monjo y Pablo Luis Nogues Chavero. De especial interés para mí es el tercero de los autores que desarrolla un trabajo meritorio, aunque de síntesis, en base a la obra de Tomás Muñoz, sobre la mujer en la reforma protestante de la Sevilla del siglo XVI.

          Me ha llamado la atención la dureza con la que fue reprimido el brote luterano español del siglo XVI, lo cual tiene su lógica dado el estado casticista que se quería conformar en España desde tiempos de los Reyes Católicos. Y para eso estaba la Inquisición, para evitar la herejía y el surgimiento de iluminados y reformistas. Y es cierto que se evitaron las guerras de religión que azotaron Europa pero el precio que pagaron estos protestantes españoles fue muy alto.

          Ernst Schäfer estudio 2.100 casos de personas procesadas por protestantismo por la inquisición de las cuales 220 fueron calcinadas y 120 más lo fueron en estatua, bien por no comparecer o bien por haber fallecido (2015: 343). Eso implica que, en total, los quemados en la hoguera realmente fueron un 10,47 por ciento de los procesados, o un 16,19 por ciento si incluimos a los que lo fueron en efigie. Es decir, “solo” uno de cada diez procesados fueron calcinados en los autos de la Inquisición, un porcentaje más alto del habitual, algo que se puede entender en la lógica inquisitorial dado que no se trataba de asuntos menores, como blasfemias, sino de un brote protestante.

          Dentro del brote protestante el foco sevillano tuvo una especial importancia, transmitido por el contacto con predicadores como Egidio o Constantino de la Fuente y que llegaron a crear una sede luterana que ellos llamaban “iglesia chiquita”. Hubo religiosos de cenobios masculinos y femeninos de Sevilla que estuvieron implicados. En el caso de las féminas, los de Santa Paula y Santa Isabel que más bien fueron víctimas de la persuasión reformista de los predicadores con los que tuvieron contacto.

          Se hicieron en Sevilla tres grandes autos de fe: en el del 24 de septiembre de 1559 fueron condenadas a  la hoguera en la sevillana Plaza de San Francisco ocho mujeres, a saber: María de Bohórquez, María Coronel, María de Virués, Francisca López, María de Cornejo, Isabel de Baena, Catalina González y María González. En el del 22 de diciembre de 1560 fueron chamuscadas otras ocho: Francisca de Chaves, Ana de Ribera, Francisca Ruiz, María Gómez, Catalina Sarmiento, Juana de Mazuelos, Leonor Gómez, Luisa Manuel y María Manuel. Y finalmente en el auto del 26 de abril de 1562 celebrado igualmente en la Plaza de San Francisco, fueron quemadas otras siete: Catalina Villalobos, Leonor Gómez, Elvira Núñez, Teresa Gómez y Leonor Gómez, Ana de Mairena y María de Trigueros.  En total, veintitrés mujeres quemadas en Sevilla entre 1559 y 1562 (Nogues Chavero, 2019: 75-76). Y ello sin contar varias decenas más que sufrieron condenas “menores” de reclusión en la cárcel de la inquisición –algunas murieron en el castillo de Triana sin ver la libertad-, expropiación de bienes, azotes, torturas, etc.

          Un caso que me ha conmovido especialmente es el de María de Bohórquez, una religiosa de 26 años, firmemente defensora de sus ideas luteranas que le había inculcado Egidio en sus homilías conventuales y también por las prédicas de Casiodoro de Reina. Detenida por la inquisición, en ningún momento negó su pertenencia al movimiento luterano y sus inquebrantables convicciones. Pese a que sufrió todo tipo de suplicios y de torturas fue imposible hacerla abjurar por lo que fue condenada a la hoguera por “hereje dogmatizadora de la secta luterana y pertinaz hasta el tablado” (López Muñoz, 2016: I, 193-195). Camino del patíbulo hubo que ponerle una mordaza porque trataba de predicar a los asistentes a tan macabro espectáculo. Justo antes de ser quemada se le pidió que abjurara y no lo quiso hacer. Pero los inquisidores se apiadaron de ella y se conformaron con que recitara el Credo. Lo hizo por los que el Santo Oficio le aplicó finalmente la muerte por garrote vil (asfixia) y, una vez muerta, la calcinaron en el quemadero de San Sebastián por hereje.

          También llamativas me han resultado las consideraciones que los miembros del Santo Oficio tuvieron con Elvira Núñez que fue relajada estando embaraza. Evitaron someter a la rea a torturas para no perjudicar su embarazo. Resulta curioso que una de las investigaciones que se hicieron fue para determinar si quedo o no preñada en la cárcel inquisitorial. La conclusión fue que ya llegó embarazada pero solo la pesquisa nos hace pensar, como afirma Nogues Chavero, que podía ser más o menos frecuente la violación de las reas en las cáceles del Santo Oficio. Tuvieron el detalle de esperar al parto, dar el niño en adopción, y después proceder a calcinarla en la hoguera.

          Obviamente, todos estos casos hay que contemplarlos en el contexto de la época. Es posible, como defienden ahora algunos historiadores, que el Santo Tribunal no fuese más sanguinario ni más duro que cualquier tribunal ordinario del resto de España o de Europa. No lo dudo; y a la luz quedan los desvelos por tratar siempre de evitar la cruenta muerte en la hoguera. De hecho, si cualquier reo  abjuraba, aunque fuese unos segundos antes, se le aplicaba la muerte por asfixia y se le quemaba una vez muerto, evitando el largo suplicio de la hoguera. Pero, cada cosa en su justa medida, de ahí a considerarlo, como algunos sostienen en la actualidad en el marco de la Leyenda negra, un tribunal garante de los derechos humanos o el más garantista de Europa me parece una exageración y un despropósito.

 

 

PARA SABER MÁS:

 

 

LÓPEZ MUÑOZ, Tomás: “La Reforma en la Sevilla del siglo XVI”. Sevilla, CIMPE, 2016.

 

LUTTIKHUIZEN, Francés: España y la Reforma protestante (1517-2017). Vigo, Editorial Academia de Hispanismo, 2018.

 

MONJO BELLIDO, Emilio, Andrés OYOLA FABIÁN Y  Pablo Luis NOGUESCHAVERO: “Casiodoro de Reina: la Reforma española, Actas de la I Jornada de Historia en Monesterio”. Sevilla, 2019.

 

SCHÄFER, Ernst H. J.: “Protestantismo español e Inquisición en el siglo XVI”. Sevilla, CIMPE, 2015.

 

 

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS     

EN TORNO A LOS ORÍGENES DE LAS COFRADÍAS

EN TORNO A LOS ORÍGENES DE LAS COFRADÍAS

 

 

        La Edad Moderna está considerada como la “edad de oro” del mundo religioso español. De esta época se ha dicho que no había ningún aspecto de la vida cotidiana que no estuviese "impregnado del sentimiento religioso". Ese pietismo de la sociedad se plasmó materialmente en las inmensas donaciones legadas a las instituciones religiosas que en el siglo XVI llegaron a monopolizar la mitad de las rentas no solo nacionales sino también del Imperio. Por ello, no dudamos en afirmar que las instituciones religiosas condicionaron la vida política, social, económica y cultural de las Españas. 

            En esa sociedad, inserta en ese espíritu piadoso, las cofradías tuvieron una presencia constante en los lugares públicos, produciéndose lo que alguien llamó acertadamente una "sacralización de la calle". Continuamente se celebraban actos públicos, rosarios nocturnos, cortejos procesionales, festividades, salidas en rogativa, etcétera. A veces con grandes manifestaciones públicas de júbilo, disparando cohetes o tirando salvas de honor.

            Las cofradías fueron auténticas manifestaciones populares en tanto en cuanto estuvieron participadas por una gran parte del pueblo y tuvieron en muchos casos un devenir prácticamente independiente de la autoridad civil y de la eclesiástica. Como bien afirmó Willian J. Callahan buena parte del fenómeno cofradiero gozó de un amplio margen de autonomía, limitándose el control de la iglesia a la mera inspección de sus finanzas y del adecuado decoro de las imágenes. No obstante, todas las corporaciones estaban sujetas a las visitas pastorales de su obispado o de su arzobispado. Objeto suyo era todo lo relacionado con la moralidad de los fieles y del clero, es decir, que todo el mundo estaba en teoría sujeto a la inspección de los visitadores pastorales. Asimismo reconocían todos los recintos que tuviesen vinculación con lo sagrado, desde parroquias o ermitas hasta conventos, capillas, oratorios particulares o hermandades. Sin embargo, para muchas hermandades esta visita era el único control que tenía a sus actividades, gozando el resto del año, sus miembros y en especial su mayordomo, de plena libertad.

          Y ¿cuál era la principal razón de ser de estas corporaciones? Prácticamente hasta el siglo XVIII ni existía el Estado del bienestar ni las personas tenían rango de ciudadanos sino de súbditos. El Estado del bienestar es una concepción contemporánea, por lo que hasta entonces toda la previsión social de los ciudadanos se basaba en un sistema privado de contraprestaciones. La cobertura social de los españoles en el Antiguo Régimen se canalizaba de dos formas diferentes, según se tratase de personas que habían “cotizado” o de pobres “de solemnidad”. Por ello, Rumeu de Armas habla de dos conceptos diferentes, a saber: asistencia y beneficencia. La población común normalmente se pagaba su propia asistencia privada, a través de las hermandades y cofradías. Prácticamente todas las familias pertenecían a algún instituto, algunos de ellos gremiales, cubriendo de esta forma cualquier eventualidad social.  Por ello, la pertenencia a una de estas corporaciones equivalía a disponer de una verdadera póliza de seguros para toda la familia. Por tanto, casi todas las cofradías tenían un doble cometido, el devocional y el asistencial, proporcionando a sus hermanos, por un lado el consuelo espiritual de sus amados titulares, y por el otro, una asistencia en la enfermedad y un enterramiento digno.

             Todos los que participaban en las hermandades y cofradías eran mutualistas que habían cotizado durante toda su vida. Pero, ¿qué ocurría con aquellas personas que no tenían recursos para cotizar? Pues, bien, para ellos no había asistencia sino beneficencia. Y, ¿qué diferencia había? Como afirma Rumeu de Armas, la asistencia era un derecho mientras que la beneficencia era una gracia o limosna. Los enfermos, los mutilados, los pobres de solemnidad, los inválidos, los mendigos y los menesterosos en general eran considerados un submundo marginado. Se les caracterizaba siempre de forma estereotipada como delincuentes, vagos, mentirosos, indignos e indeseables. Aunque en realidad no eran más que pobres que se vieron obligados a mendigar o a robar cuando la desesperación les obligaba a ello. Estos desheredados se mantenían a duras penas de la caridad de los pudientes. Una caridad que se suponía era una virtud cristiana que debían practicar los nobles, los burgueses ricos y, sobre todo, el estamento eclesiástico, al que se le presuponía una especial humanidad.

            Esta caridad cristiana se canalizaba, por un lado, de manera informal, a través de las limosnas que decenas de pedigüeños obtenían a las puertas de las iglesias o en los espacios más concurridos de cada localidad. Y por el otro, mediante la fundación de una obra pía en la que, casi siempre a través de un testamento, se dejaba un capital para invertirlos en rentas con las que invertirlas en alguna mejora social. Las obras pías eran de muy diversos tipos: de redención de cautivos, de dotación de doncellas huérfanas para el matrimonio o su profesión como monjas, de escolarización de pobres, de enterramiento de presos o de hospitalización de enfermos.

            Pero, en unos casos u otros, toda la beneficencia y la asistencia sanitaria en el Antiguo Régimen se canalizaban directa o indirectamente a través de las diversas instituciones religiosas. A veces también los concejos dotaban o contribuían con algún tipo de beneficencia pero lo hacían desde un sentimiento exclusivamente cristiano, no laicista.

          El Estado recelaba de este amplio poder económico y social que tenían las instituciones religiosas y particularmente las cofradías. Su control por parte de las autoridades civiles había sido una vieja aspiración de hondas raíces bajomedievales que, en el caso de España, culminaría, en el siglo XVIII con el regalismo borbónico. Aunque eran mucho menos poderosas económicamente, la Corona también mostró un gran interés por el control de las cofradías y las hermandades. Entre los muchos argumentos esgrimidos decían que éstas estaban formadas por súbditos del Rey y por tanto solo a él competía su legalización. Así, pues, el siglo XVIII, conocido como "el siglo de las reformas", se generó el clima renovador adecuado para llevar a efecto una medida tan antisocial. Los ilustrados estaban totalmente convencidos de la necesidad de acabar con los excesos de las cofradías. Tampoco a la Iglesia le gustaba la falta de moralidad de algunos cofrades, el paganismo y la irreverencia de algunas de sus manifestaciones públicas y, sobre todo, el afán de independencia que mostraban muchos mayordomos.

            El período comprendido entre 1750 y 1874 es denominado por los historiadores como "el siglo de la crisis", pues se pretendió, al menos en teoría, frenar los excesos y la ostentación de las denominadas "cofradías barrocas". Desde mediados del siglo XVIII se produjo una renovación profunda de la vieja España, que abarcó todos los órdenes de la vida política, social, económica y cultural. Estas medias, impulsadas a fin de cuentas por los ilustrados, pretendieron ser populares, sin embargo, tuvieron el efecto contrario, pues, se ganaron la enemistad del pueblo, enquistándose la problemática desde el famoso Motín de Esquilache.

            En definitiva, detrás de estas cofradías había un sentimiento religioso sincero, aunque en ocasiones estuviese mezclada con elementos paganos. Su fin era doble, primero la devoción a unas imágenes titulares y, segundo, servir de seguro de enterramiento de los hermanos y de sus respectivas familias. No en vano casi todas las hermandades disponían de bóveda de entierro donde sepultar a sus miembros.

 

 

PARA SABER MÁS

 

CALLAHAN, Willian J.: “Iglesia, poder y sociedad en España, 1750-1874”. Madrid, 1989.

 

MIRA CABALLOS, Esteban: “Hermandades y cofradías en Badajoz y su partido a finales de la Edad Moderna”. Badajoz, Consejería de Cultura, 2002.

 

RUMEU DE ARMAS, Antonio: “Historia de la previsión social en España. Cofradías, gremios, hermandades, montepíos”. Madrid: Editorial Revista de Derecho Privado, 1944.

 

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

 

DISCRIMINACIÓN Y VIOLENCIA SEXISTA EN LA ESPAÑA MODERNA

DISCRIMINACIÓN Y VIOLENCIA SEXISTA EN LA ESPAÑA MODERNA

 

 

La mujer ha sufrido a lo largo de la historia una persistente discriminación por parte del hombre. Una situación que se remonta al menos a los orígenes de la civilización y que se extiende prácticamente por todos los continentes. Por tanto, no es un rasgo propio de Occidente sino que es compartido por la mayor parte de las civilizaciones: la hindú, la china, la africana, etc.

Centrándonos en el espacio y en el tiempo que nos ocupa, diremos que la mujer se vio obligada a jugar un papel subsidiario y dependiente del varón. Ninguna mujer honesta podía quedarse sin la protección de un hombre, padre, esposo o hermano. En la mayor parte de los casos estaban sometidas, primero, a la voluntad de sus padres y, luego, a la de sus maridos. Eran las propias familias las que pactaban los matrimonios de sus hijos, sin importarles por supuesto el amor entre ambos, sino estrictamente los intereses económicos. Los matrimonios no se podían dejar al azar porque había demasiado en juego. Entre los grupos sociales más modestos, un enlace adecuado era la mejor garantía para evitar que la nueva familia sufriese el drama del hambre. A veces las familias más humildes entregaban a sus hijas en condiciones de semiesclavitud para que sirviesen a un señor, por un periodo de entre 10 y 15 años, a cambio de manutención y de que le entregase una pequeña dote para su casamiento. En el caso de las familias nobiliarias, la mujer jugó un papel clave en la perpetuación del patrimonio de grandes casas, como la de Osuna, Alba, Medinaceli y Fernán Núñez. La mayoría de los matrimonios eran de conveniencia.

Si no se conseguía un varón casadero la solución más airosa para todos, si las condiciones socio-económicas de su familia lo permitían, era el ingreso de la fémina en algún convento o beaterio. Nada tiene de extraño, pues, la excepcionalidad de las artistas, de las escritoras y, más aún, de las científicas durante toda la Edad Moderna. De hecho, apenas conocemos un puñado de nombres, como la escultora María Luisa Roldán -La Roldana-, o las escritoras Marcela de San Félix, Antonia de Mendoza, Antonia de Alarcón, Luisa de Carvajal y Mendoza o María de Zayas y Sotomayor. Por cierto, que sorprendentemente esta última aprovechó su novela para tildar de necios a los hombres que equiparaban a la mujer con una cosa incapaz. Y digo que sorprende no porque careciese de razón sino por su atrevimiento.

Pese a ello, desde hace unas décadas existe una pujante corriente historiográfica que está rescatando del olvido a algunas de esas destacadas creadoras a las que las circunstancias sociales les obligaron a permanecer en un velado segundo plano. Incluso, se está trabajando en la reinterpretación de la historia desde el papel jugado por las mujeres, tanto directa como indirectamente, a través de la influencia ejercida sobre los hombres. Escritoras, cuyos manuscritos firmaban sus maridos, mecenas, coleccionistas de arte, e incluso, artistas. Sin embargo, estos casos con ser importantes no dejaron de ser excepcionales porque la asfixiante primacía del varón impidió que las mujeres desarrollaran sus capacidades o potencialidades.


 

MATRIMONIO, HOGAR Y VIOLENCIA DE GÉNERO

Era obligación de la mujer servir y acatar la voluntad de su marido, incluso en la peor de las situaciones. Las propias constituciones sinodales de los obispados reprobaban la disolución de los matrimonios, salvo casos extremos que sólo podían autorizar las autoridades eclesiásticas. Fray Luis de León, en su obra La Perfecta casada, animaba a las mujeres a aguantar, por más áspero y de más fieras condiciones que su marido fuese. Un pensamiento que desgraciadamente estaba generalizado en España y que se mantuvo hasta avanzado el siglo XX. De hecho, la sumisión de la mujer al cabeza de familia se mantuvo dentro de la tradición moral de la dictadura franquista prácticamente hasta su desaparición.

El matrimonio era una institución creada por Dios y, por tanto, absolutamente sagrada e indisoluble. Una idea que procedía de la Iglesia aunque la terminó haciendo suya el ideario de falange, pasando posteriormente a los Derechos y Deberes de los españoles, durante la etapa franquista. Por ello, el Movimiento no podía admitir la poligamia ni el divorcio porque restaba solidez a la familia, institución sagrada del Estado. Según José María Mendoza Guinea, del Frente de Juventudes, "el divorcio es origen de toda clase de trastornos, tanto espirituales como materiales, que repercuten desfavorablemente en la educación y el porvenir de los hijos". Pero ¿quién detentaba el poder dentro de la familia?, indefectiblemente el padre y, "en su defecto, la madre". La esposa, no obstante, jugaba un papel secundario fundamental. En 1946 María Baldó escribía que la mujer debía cuidar de la familia, de su marido y de sus hijos, siendo la responsable última de que el hogar sea "agradable, sano, apacible y firmemente progresivo". Palabras inspiradas en las propias encíclicas de Pío XII cuando hablaba de la mujer como "heroína del hogar, la del canto de la cuna, la sonrisa de los niños, la primera maestra y la confortadora espiritual de su marido".

Se trataba de una sociedad patriarcal, donde los hombres ostentaban una clara superioridad con respecto a la mujer en cuota de poder y en privilegios socio-económicos. En la mayor parte de los casos, los malos tratos se daban dentro del hogar conyugal, lugar físico donde comenzaba la opresión de la mujer.

Nada tiene de extraño que los casos de disolución del matrimonio en la España Moderna fueran absolutamente excepcionales. Casi siempre se producían cuando había palizas o vejaciones físicas de por medio que traspasaban las fronteras de la intimidad familiar, bien por ocurrir en la calle, o bien, por evidenciarse las señales físicas de la agresión. Por tanto, la violencia doméstica se aceptaba sin problemas en el Antiguo Régimen, castigándose sólo los casos más flagrantes y públicos. En una sociedad como aquélla, la justicia solo podía intervenir en casos muy claros de actuación irregular del cabeza de familia. Así, en 1780, Nieves López, vecina de Burgos, denunció a su marido acusándolo de pegar e injuriar tanto a ella como a sus hijos, así como de no ocuparse de su manutención. En el siglo XVI conocemos algunos ejemplos, como el de una tal María Gómez, vecina de la aldea de Arroyo del Puerco, quien solicitó el divorcio porque su marido le daba muchos palos, golpes, bofetadas, patadas y pellizcos porque era un hombre loco y desatinado. Y la justicia intervino porque los argumentos defendidos por la agredida eran públicos y notorios. Muy excepcionalmente se podían esgrimir otros motivos; así, Luisa de Avellaneda, hija del Comendador de Santiago Diego de Cervantes, el 2 de julio de 1510 solicitó el divorcio de su esposo Juan Bernal de Zúñiga, alegando que era de origen judío. Algo absurdo pues delataba y comprometía el futuro de sus propios hijos legítimos: Alonso Bernal de Zúñiga y Juan de Avellaneda.

No dudamos que hubiese muchos casos de matrimonios bien avenidos, en los que la convivencia debió ser buena o muy buena. Sin embargo, la violencia de género fue no menos usual, aunque sólo conozcamos algunos casos muy concretos. Como colectivo supeditado al varón, sufrió innumerables agresiones físicas y psicológicas. Sin embargo, los pocos casos que trascendieron fueron aquellos en los que las agresiones fueron públicas o las lesiones tan evidentes que la violencia quedó de manifestó. Pero, incluso en esos casos lo normal es que finalmente se llegase a un acuerdo amistoso por el que, a cambio de alguna compensación económica, todo quedase en un perdón. A continuación ilustraremos el texto con algunos ejemplos, excepcionales pero representativos, de mujeres que se sintieron con fuerza para denunciar públicamente a sus maridos y que, incluso, obtuvieron sentencias a su favor:

Un caso muy señalado, por su temprana fecha, es el de Leonor de la Barrera, quien en su testamento, otorgado en Carmona (Sevilla) en 1566, recordó insistentemente la mala vida que le había dado su marido, Juan de Párraga, apartándolo de todos sus bienes. Llama la atención que en una escritura de última voluntad la mujer se dedicara a denunciar la durísima convivencia que había padecido junto a su violento esposo. Según declaró, éste le obligó a hacerle donación de todos sus bienes por escritura que pasó ante Juan Cansino, el 5 de enero de 1561. Entre esos bienes figuraba una casa solariega, una tienda y varios olivares en el término de la villa. Y no conforme con eso, la obligó a revocar otra escritura de donación de cuatrocientos ducados que tenía formalizada a favor de su hermana Catalina de la Barrera y del marido de ésta, Pedro de Villar, lo cual hizo por escritura otorgada ante el escribano Alonso de Vargas el 28 de febrero de 1561. Al señalar las causas por las que revocó la donación a su hermana no pudo ser más explícita:


"Lo hizo por persuasión del dicho Juan de Párraga, mi marido, y de otras personas por él con grandes cautelas y engaños y falsas promesas e inducimientos y otros temores que me fueron puestos de la áspera y mala condición del dicho Juan de Párraga mi marido y por no ser maltratada del dicho Juan de Párraga, mi marido, y que no me diese mala vida y hiciese malos tratamientos y por otros inducimientos y persuasiones semejantes… me forzó y compelió con mala vida y con otros temores de que le hiciese y otorgase por fuerza contra mi voluntad lo hice y otorgué".

 

 

Sin embargo, poco después se armó de valor y por escritura otorgada ante Alonso de Vargas, el 9 de junio de 1564, revocó la donación realizada previamente a su marido. Para ello se agarró a las Leyes del Reino que, según ella, prohibían la donación en vida de todos los bienes de una persona. También en esta ocasión sus palabras denuncian unos malos tratos de tal magnitud que, incluso, llegó a temer por su vida:

 

 

"Porque me ha sido y es ingrato y hecho otros muy malos tratamientos en lo cual ha mostrado el deseo y voluntad que tiene y ha tenido de que yo me muera y él quede con todos mis bienes y yo no tenga ni me quede de que pueda disponer por mi ánima ni hacer testamento".

 

Entre la revocación y su fallecimiento, probablemente ocurrido en 1566, mediaron casi dos años, en los cuales no sabemos si continuó viviendo junto a su marido. Suponemos que no porque, aunque su testamento lo otorgó cerrado, la escritura de anulación de la donación fue pública. Su empeño por desheredar a su marido prosperó gracias a la ayuda prestada por algunas personas de su entorno. Por su apellido, parece obvio que pertenecía a una familia hidalga de la entonces villa de Carmona y debió contar con el apoyo de algunas personas influyentes. Y no faltaban posibles interesados: en primer lugar, los religiosos del convento de los Jerónimos a quien dejó su casa y dos pedazos de olivar para que le cantasen una misa a perpetuidad todos los miércoles del año. En segundo lugar, su cuñado quien finalmente recuperó la donación de cuatrocientos ducados que le hizo inicialmente y que, como ya dijimos, revocó a petición de su marido. Y en tercer lugar, su hermano Diego de la Barrera, a cuyos hijos les cedió el grueso de sus bienes. Este hermano y su esposa, doña Isabel Rodríguez de Aguilera, debían gozar de la plena confianza de doña Leonor. No en vano, fue esta cuñada quien a su ruego firmó su testamento, dado que la otorgante manifestó que no sabía escribir. El caso de Leonor de la Barrera es uno de los ejemplos más antiguos documentados de violencia de género.

En 1769, en la pequeña población de Chinchilla de Montearagón (Albacete), María Romero abandonó su casa, en compañía de su hija, para lavar la ropa en un paraje cercano. Allí se encontró con el guarda del coto, Pedro Carrasco, con quien departió mientras realizaba la colada. Pues bien, el marido, Antonio de Hortera, lo debió entender de otra forma y le descerrajó un tiro en la cabeza al guarda e hirió gravemente en la cabeza a su esposa. El guarda murió casi en el acto mientras que la mujer consiguió llegar a su casa con la ayuda de la hija, debatiéndose durante varios días entre la vida y la muerte. Lo último que sabemos es que el presunto asesino, dada la gravedad de los hechos, fue encarcelado, entre otras cosas porque al margen de la violencia sexista había acabado con la vida de otro hombre. Sin embargo, no parece que las cosas fuesen a mayores ya que el adulterio era uno de los delitos peor vistos en la época y no es difícil que pudiese acreditar su condición de engañado. De nuevo, una mentalidad social perversa, fundamentada en la desigualdad entre el hombre y la mujer, con la complicidad de las autoridades y de las instituciones.

A principios del siglo XIX, Francisca Piris, vecina de Badajoz, denunció a su esposo Andrés Moro del Moral, por los infinitos y malos tratamientos que le ha dado, hasta el punto que temía por su vida. El desencadenante de la denuncia ocurrió en la madrugada del 3 de noviembre de 1804 cuando la infortunada se refugió en casa de su padre, al tiempo que formuló la denuncia ante la máxima autoridad civil y militar de la plaza, el gobernador Carlos de Witte y Pau. Lo inusual del caso, es que éste último decidió el ingreso en prisión del agresor, que fue encerrado en una minúscula celda de la puerta de Palmas. Poco después, lo condenó a pagar una pensión de diez reales diarios, mientras durase la separación, además de las costas del juicio, cercanas a los 1.300 reales. Una sentencia ejemplar y sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta la buena situación socioeconómica del condenado y su familia. Sin embargo, no podemos olvidar que se trata de excepciones. Lo normal fue el silenciamiento de los casos de violencia de género y, cuando éste no era posible, la firma de un acuerdo amistoso, siempre ventajoso para el agresor. Pero era una sociedad desigual en la que el varón tenía la primacía, lo que a veces provocaba situaciones extremadamente violentas contra la parte más débil, es decir, la mujer.

 

ESTUPROS Y VIOLACIONES

Tanto en el Medievo como en la Edad Moderna, a diferencia de lo que ocurría con la homosexualidad, las relaciones extraconyugales, la violación, el estupro y el abuso deshonesto se toleraron socialmente. Por supuesto, las violaciones de esclavas negras ni tan siquiera eran consideradas como delito y además fueron una constante durante todo el tiempo que duró la odiosa institución. En un reciente estudio sobre la esclavitud en Granada en el quinientos se demuestra definitivamente que el alto precio que alcanzaban algunas esclavas jóvenes se debía, en parte, a su alta productividad laboral, especialmente doméstica pero, sobre todo, a la dura explotación sexual a la que eran sometidas por parte de sus dueños.

Esa impunidad se hacía extensible también a mujeres que no estaban suficientemente protegidas, es decir, que permanecían solteras y no vivían bajo la protección de ningún hombre en particular y su familia no pertenecía a la élite. Y aunque la virginidad era algo así como la honra de la mujer, y perderla equivalía a la deshonra, no todas estaban en condiciones de litigar contra los que, por fuerza o engaño, se la arrebataban.

A principios de 1574, encontramos un caso bastante sangrante en la entonces villa de Carmona (Sevilla), cuando una verdadera pandilla de delincuentes asaltó la casa de la doncella Catalina de Quesada, escalando por los tejados y paredes, con la intención de violarla. Se trataba de Gonzalo Díaz, su hermano Hernando Arias, Juan de Bordas y otras personas de la localidad. Según su testimonio, la acometieron con la intención de robarle y usurparle su honra, diciéndole palabras injuriosas, amenazándola y propinándole malos tratos. Al parecer, la violación no llegó a fraguarse, probablemente por estar en casa su madre, Marina de Ojeda. La cosa no acabó aquí, los perpetradores encima se "jactaban públicamente" de su hazaña en casa de la joven Catalina. Ella lo puso en conocimiento de la justicia ordinaria, quienes llevaron a cabo una información. Sin embargo, pasó nada menos que un año y no hicieron absolutamente nada, no se llegaron a plantear cargos contra los acusados.

En diciembre de 1574, se produjo un nuevo asalto a su morada, en esta ocasión de "un hijo de la Pancorva", vecino de la villa. Lo sucedido lo narra la propia Catalina con suma elocuencia:

 

 

         "Un hijo de la Pancorva, vecino de la villa de Carmona, sobre caso pensado entró y escalo mi casa por los tejados y paredes de ella, queriendo robar y robando mi fama. Y por no querer hacer lo que quería echó mano de una espada que traía y me hirió con ella en la cabeza, de una herida cuchillada y me cortó cuero y carne y me salió mucha sangre…"


Ante la pasividad de las autoridades locales, Catalina de Quesada y su madre Marina de Ojeda se presentaron en Sevilla, querellándose ante las autoridades hispalenses y dando poder a su hermano Alonso Gutiérrez, para que emprendiese las acciones judiciales pertinentes. No sabemos cómo acabó todo, pero el caso evidencia la indefensión de la pobre Catalina de Quesada y la pasmosa pasividad de las autoridades locales que permitieron un auténtico linchamiento contra esta señora.

Ahora bien, si la agredida pertenecía a una familia de linaje las cosas podían ser muy diferentes para el infractor, aunque éste también perteneciese a la élite. Así, en 1582, Leonor Mexía de Vargas y su madre doña Luisa de Vargas se querellaron contra Luis de Ysunza, tesorero real en la ciudad de Potosí, acusándolo de estupro. Pues, bien, residiendo en la Corte, mantuvo relaciones sexuales consentidas con la querellante, pues al parecer, le prometió públicamente matrimonio. La dejó embarazada de un niño llamado como su padre, es decir, Luis Ysunza, pero marchó precipitadamente al Perú como tesorero Real. El problema tenía difícil solución pues el querellado se había casado en el Perú con una mujer de una familia influyente y, por tanto, el acuerdo amistoso era más difícil. La mujer, con el apoyo de su familia, sintiéndose engañada, se pasó meses reclamando hasta que consiguieron un auto, en enero de 1582, por el que se ordenaba el apresamiento del infractor y una buena condena pecuniaria: al pago de las costas del juicio y 2.000 ducados en concepto de dote. El proceso se alargó porque, el 3 de enero de 1583, Luis de Ysunza dio poderes a dos procuradores de la Corte, Alonso de Mondragón y Miguel de Azcaren, apelando la sentencia y reclamando su libertad, mientras se dirimía la sentencia y previo pago de una fianza. Lo cierto es que el 23 de septiembre de 1586 todavía estaba el citado pleito pendiente de sentencia definitiva. Desconocemos la resolución final porque la documentación no está completa, pero parece obvio que el tesorero real sufrió el bochorno social de un veredicto en contra, la cárcel y una fuerte indemnización económica. No era normal pues, a fin de cuentas, simplemente había tenido un hijo ilegítimo, lo que no dejaba de ser algo frecuente en aquella época. Pero lo había tenido con la persona equivocada, una mujer perteneciente a la élite cortesana. Una cosa era engañar a una esclava o a una mujer de la clase subalterna y otra hacerlo a una señora recogida, principal, noble e hijosdalga, como ella misma afirmó en su declaración.

En Santo Domingo, poco más de una década después, ocurrió otro caso similar, también con consecuencias para el infractor. En julio de 1594 se consumó la violación de doña Juana de Oviedo, una mujer de la élite dominicana, residente en la isla. Al parecer, hacía más de cuatro meses que mantenía una relación íntima con Francisco Alonso de Villagrá, visitador. Éste inicialmente no se comportó como un violador sino sólo como un fornicador. Pretendió que doña Juana accediera a mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio. Sin embargo, dicha mujer, bien instruida en su rol social, no estuvo en ningún momento dispuesta a convertirse en una fornicadora. Para satisfacer a estos fornicadores ya estaban las mancebías, amparadas por los poderes públicos y presentes en casi todas las villas y ciudades del Imperio. Por ello, en vista de que doña Juana no accedió, decidió finalmente violarla, es decir, mantener con ella relaciones carnales por la fuerza.

En un día de julio de 1594 el visitador se aseguró de que su víctima estaba sola en casa; Rodrigo de Bastidas no estaba y Felipa Margarita había salido a visitar a su abuela. Ahora bien, estaban presentes al menos cuatro personas que fueron testigos directos porque, al escuchar las voces y el escándalo, todos ellos se asomaron dentro de la habitación. Estos testigos presenciales fueron los siguientes: las esclavas María e Isabel, Petrona Leal, una mulata libre esposa de Fernando Díaz, un español que era estanciero de Pedro Ortiz de Sandoval, y el albañil Diego Velázquez que, como ya hemos afirmado, llevaba varios meses trabajando en la casa, "revocando unas azoteas". Todos ellos coincidieron que los hechos ocurrieron entre la una y las dos de la tarde, que era la hora de la siesta. Doña Juana se encontraba descansando en su alcoba, situada en la parte alta de la casa. El visitador abrió el postigo interior que comunicaba ambas casas, subió las escaleras y entró en su cuarto. La víctima sorprendida le reprendió su actitud verbalmente y se resistió físicamente. La esclava Isabel, testigo de lo ocurrido narró el acontecimiento con las siguientes palabras:

 

 

"…Vio como por un postigo que está entre la casa del dicho visitador y la del dicho don Rodrigo entró el dicho visitador y subió por las escaleras a los altos de la dicha casa donde estaba sola la dicha doña Juana y esta testigo como lo vio entrar y subir entendió que iba a visitar hasta que de allí a un rato oyó esta testigo gran ruido arriba y subió allá a ver lo que era y halló en el corredor a la negra Isabel, criolla del dicho don Rodrigo, llorando y por ver lo que era entró a la sala y se asomó a la puerta de un aposento allá donde vio que estaba el dicho licenciado Francisco Alonso de Villagrán luchando con la dicha doña Juana a brazos como que forcejeaba con ella y ella se defendía apartándole con los brazos y diciéndole ésta es la honra que vuestra merced da a mi hermano por haberlo hospedado en su casa y haberle hecho las buenas obras que le ha hecho…"

 

El violador intentó que la mujer aceptara, intentando convencerla de que se casaría con ella y de que era su marido. Obviamente, aún así, doña Juana se resistió, actuando de forma acorde con la moral de una persona de su rango social. Pero, la violación se consumó, pues como ella misma narró, "abrazándose con ella la tumbó en la cama que allí estaba e hizo lo que quiso y la corrompió y llevó su virginidad".

En medio del silencio de la siesta, los sucesos provocaron un gran escándalo que escucharon todas las personas presentes en la casa. Es más, todos se encaminaron hasta la habitación de doña Juana, asomándose uno tras otros para curiosear lo que estaba ocurriendo. Pues, bien, ¿qué actitud adoptaron estos testigos presenciales? A juzgar por los testimonios, la única realmente sorprendida y afligida fue la esclava Isabel que, tras asomarse a la habitación, se fue al pasillo y empezó a llorar desconsoladamente. En ese momento llegó Petrona Leal y, tras verificar con sus propios ojos lo que ocurría dentro del dormitorio, tranquilizó a la esclava, diciéndole "como ya los había visto y les había oído decir que se querían casar y, antes y después de lo susodicho, les vio esta testigo hacerse señas". La actitud del albañil Diego Velázquez fue aún más comprensiva con el violador. Tras escuchar el revuelo subió hasta la habitación y también se asomó. Pero, al maestro le pareció suficiente la respuesta que él mismo escuchó del visitador cuando le dijo en voz alta a doña Juana "no tenga pena vuestra merced que yo soy su marido". Por ello, entendió que se trataba de un asunto privado, amoroso e intrascendente y decidió volver a su faena por donde había subido y les dejó como estaban. Es decir, salvo Isabel, que la tensión del momento le provocó un llanto, María, Petrona y Diego no le dieron demasiada importancia a lo sucedido dado que sabían que hacía meses que mantenían una relación más o menos formal.

Queda claro, pues, que en general los testigos presenciales no intervinieron, pese a los gritos y los lamentos de la estuprada. De alguna forma entendieron que los hechos fueron consecuencia de las relaciones amorosas que ambos habían mantenido durante meses y, por tanto, la propia víctima los había propiciado. Esta reacción de los testigos tampoco nos sorprende. Se trata de una actitud típica desde la Edad Media, pues se pensaba que la mujer sentía un deseo irreprimible de forma que para ser creída debía gesticular mucho su dolor ante una violación. Así, pues, ninguno de los testigos intervino pese a los lamentos que escucharon de la víctima.

Después de ocurridos los hechos podría pensarse que la relación finalizó o se deterioró; no fue así, continuó fundamentada en la promesa que había recibido doña Juana de que el visitador finalmente la desposaría. Por ello, estaba dispuesta a perdonar y a olvidar si finalmente el visitador cumplía su promesa. Así, pues, la relación continuó de forma ininterrumpida tras la violación, aunque desconocemos si más accesos carnales. Rodrigo de Bastidas en su testimonio afirmó que le "corrompió su virginidad y durmió diversas veces con ella pasando a la mi casa cuando todos dormían…" Ningún testigo corroboró este extremo, aunque cabe la posibilidad de que en los meses sucesivos ocurriesen hechos similares más o menos consentidos por doña Juana.

Sí sabemos, en cambio, que dos meses después de la violación, estando recién parida doña Felipa Margarita, se quedó a dormir con doña Juana en su alcoba una doncella llamada Andrea de Ribadeneira. El riesgo de ser descubierta no impidió a doña Juana levantarse a hurtadillas de noche y acudir a su cita diaria con su amado. Sin embargo, Andrea se despertó a media noche y encontró que doña Juana no estaba en su lecho por lo que salió a su encuentro. Curiosamente, se encontró a la mulata María dormida en el pasillo. La despertó y averiguó que la había dejado allí doña Juana para que vigilase "para ver si salía alguien o si despertaban". Tras interrogarla supo que doña Juana estaba con el visitador y envío a buscarla. Ya había escuchado ruidos doña Juana y regresaba de vuelta a su alcoba, encontrándose con Andrea quien le recriminó duramente su actitud diciéndole que "cómo una mujer de sus prendas y tan principal y doncella" hacía eso. Doña Juana, igual de firme, le respondió que lo hacía porque el visitador le había prometido que se desposaría con ella antes de acabar la visita.

En el mes de octubre, nuevamente la esclava María fue testigo de cómo el visitador le regaló a doña Juana "un corsé para un jubón de tela de oro encarnada el cual compró Cifuentes, “hacedor del dicho visitador, de casa de Francisco de Aguilar". Pero, doña Juana de Oviedo comenzaba a impacientarse. Por lo que, poco después, tuvo una discusión con su amado, echándole en cara su tardanza en cumplir su promesa. Había pasado más de medio año desde que se produjo la violación. Doña Juana siempre pensó que el visitador finalmente se desposaría con ella y que la violación quedaría como el mejor guardado de sus secretos. Y pese a las buenas palabras del visitador lo cierto es que llegó el final de la visita y las peores sospechas de la víctima se cumplieron. Fue entonces cuando decidió, en colaboración con su hermano, iniciar las correspondientes acciones legales contra el infractor. En una sociedad como aquella doña Juana no se podía permitir el lujo de perder gratuitamente su virginidad.

Por otro lado, con tantos testigos presenciales no parece demasiado creíble que su hermano el regidor Rodrigo de la Bastida estuviese ajeno a lo ocurrido en su propia casa durante tanto tiempo. Probablemente, Rodrigo al igual que su hermana, prefirió esperar a ver si las cosas se solucionaban de la mejor manera, es decir, con un matrimonio más o menos voluntario del jurista. Todo valía si se conseguía, por un lado, guardar la apariencia social, y por el otro, perpetuar ambos apellidos como pretendían.

Pero desesperados ya de una solución amistosa comenzó la ofensiva social y legal de los Bastidas. Y digo la ofensiva social porque lo primero que hizo el regidor, antes de emprender acciones legales, fue hablar con el arzobispo de Santo Domingo para que compeliese al visitador a desposarse con su hermana, cumpliendo su palabra. Sin embargo, no parece que el prelado llegara a emprender ninguna acción o, si lo hizo, no tuvo efecto alguno. Esta conversación entre Rodrigo y el arzobispo vuelve a ratificar la idea que toda la parte damnificada tenía: estaban dispuestos a perdonar siempre y cuando se celebrase el esperado enlace matrimonial.

Sin embargo, el visitador no estaba dispuesto a cumplir su promesa. Había retornado a México y se sabía seguro de su privilegiada posición socio-económica como oidor que era de la Audiencia de México.

        Los dos hermanos se vieron obligados a litigar judicialmente, solicitando incluso la pena de muerte para tan grave delito. Rodrigo de la Bastida utilizó todo su poder para iniciar un litigio contra Villagrá. El punto de partida se produjo el 16 de enero de 1595 cuando doña Juana de Oviedo, ante el escribano público Miguel Alemán de Ayala, dio plenos poderes a su cuñado Juan Ortiz de Sandoval para que en su nombre emprendiera las acciones legales.

En la reclamación interpuesta por la parte acusante, se insiste en la existencia de varios agravantes: primero, que la víctima en cuestión era una mujer "honesta, recogida y principal y además nieta de los primeros conquistadores y pobladores de esta isla sus abuelos y bisabuelos". En este sentido, Gonzalo Rodríguez, en nombre de doña Juana de Oviedo afirmó que si "por un simple estupro cometido contra cualquier mujer se mete en prisión con mayor razón en este caso siendo doña Juana mujer principal…" Segundo, que actuó siempre con engaños porque tenían por cierto que si el dicho visitador no le hubiese prometido casamiento jamás hubiese consentido tener una relación sentimental con él. Y tercero, y último, el hecho de que fuera visitador y oidor le hacía "más culpable del delito".

        El presidente de la audiencia y gobernador de la Española Lope de Vega Portocarrero, con el apoyo de los oidores, los doctores Simón de Meneses y Juan Quesada de Figueroa, dieron la razón a su amigo Rodrigo de Bastidas. Concretamente, el 17 de febrero de 1595, ordenaron auto de prisión, ratificado al día siguiente, y "que la prisión sea su casa con un hombre que guardase". Asimismo, se solicitó al virrey de Nueva España que se tomase confesión y testimonio al licenciado Villagrá. Sin embargo, ni una cosa ni otra se llegó a cumplir. El acusado era lo suficientemente poderoso en México como para evitar que sus colegas cumpliesen la sentencia. De hecho, Rodrigo de Bastidas se quejó de que en Nueva España "no le quisieron prender", pese a la detallada información que proporcionaron los demandantes. El presidente de la audiencia de México y virrey de Nueva España Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, acababa de tomar posesión de su cargo en mayo de 1595 y no se quiso enemistar con los oidores. Por su parte, Villagrá alegó que la Audiencia de Santo Domingo no tenía competencias para juzgar este caso. Por ello pedía que los oidores de Santo Domingo se abstuviesen de proseguir la causa y que se remitiese todo al Consejo de Indias.

Por ello, el 11 de octubre de 1595 dieron poder a Juan de Alvar, Diego Sanz de San Martín y a Gaspar de Esquinas, procuradores de corte, y a Esteban Marce y Diego de Castro, solicitadores de corte, vecinos de Madrid, para que prosiguiesen la causa ante el Consejo de Indias.

        No tenemos datos sobre la instrucción y fallo del proceso por el Consejo de Indias. Pero no parece que sufriera una condena importante. Y además su prestigio debió quedar más o menos limpio, pues, no en vano en 1605 se convirtió en miembro de dicho Real y Supremo organismo. En cualquier caso, el análisis de este proceso nos ha aportado interesantes matices sobre la forma de ver las relaciones sexuales y la violación de distintas personas de muy variada condición social.

        Lo primero que salta la vista es que la percepción que se tenía en el siglo XVI de la violación era distinta a la que se tiene en nuestros días. Los testigos presentes mientras se cometía el atropello no intervinieron probablemente porque interpretaron que, pese a esa resistencia puntual, los amores habían sido correspondidos por doña Juana. La idea que subyace en el fondo, propia de aquella época aunque inaceptable hoy, es que en mayor o menor media doña Juana había propiciado ese fatal desenlace. Juegos amorosos en los meses previos se pudo ver como un atenuante. Esta actitud se percibe muy claramente en el albañil Diego Velázquez que, tras observar que se trataba simplemente de un acto sexual, se marchó por donde había venido, sin darle más importancia, y prosiguió su trabajo en la casa.

Pero había un segundo atenuante; pese a que los Bastidas argumentaron en el proceso que el hecho de que el infractor fuese oidor era un agravante, lo cierto es que no era exactamente así. El alto statu socio-económico del infractor, similar al de su víctima, hacía que el asunto fuese menos grave y que además tuviese una fácil solución. Ni que decir tiene que si el violador hubiese sido no ya un esclavo sino un español o un criollo de baja extracción social el delito hubiese revestido una mayor gravedad y la condena hubiese sido mucho más contundente.

Pero también los Bastidas, estaban dispuestos a solucionarlo todo de buena manera, simplemente con el matrimonio. Es cierto que se trataba de una solución que solía ser usual en la España Moderna, para casos en los que el violador y la violada no eran personas casadas. Con ese objetivo doña Juana prosiguió su relación con el supuesto violador durante casi otro medio año como si nada hubiese pasado. Sólo cuando tuvo la certeza de que no habría matrimonio decidió litigar.

Pero también su hermano esperó a que el oidor se casase por las buenas; pero es más, luego antes de ir a juicio habló con el arzobispo por si había posibilidad de que se desposase, aunque fuese bajo la presión de la excomunión. Sólo cuando se vio agotada toda opción de matrimonio acudieron a juicio. Probablemente también querían evitar que se hiciese público en Santo Domingo un escándalo como ese en familias de tanto prestigio.

Tampoco parece que la justicia de Santo Domingo y menos aún la de Nueva España tuviesen una percepción especialmente grave de los hechos cometidos. Los oidores de Santo Domingo, probablemente muy presionados por la influencia de una familia como la de los Bastidas, dio orden de prender e interrogar al infractor, pero los oidores de Nueva España hicieron caso omiso del mismo. Pero, es más, a juzgar por los escasos resultados tampoco parece que el arzobispo de Santo Domingo se alarmara especialmente por el delito.

En general, la única garantía de protección de la mujer procedía de su entorno familiar. Si era una mujer de las que entonces se llamaban principales, esto se consideraba un agravante y las consecuencias para el infractor podían llegar a ser graves. Sin embargo si se trataba de una mujer humilde la situación variaba; pocas denunciaban y muchas menos ganaban sus demandas. Y por supuesto, si se trataba de una esclava, no existía posibilidad alguna de resarcimiento porque el esclavo tenía statu de cosa. Así era la sociedad del Antiguo Régimen.

En cambio, si era la mujer la que cometía adulterio, engañando a su esposo, tenía todas las papeletas para que el caso acabase con el asesinato de la adultera a manos de su ultrajado marido. Y para colmo, con causa justa porque se trataba de una venganza de honor, por ello, no extraña que muchos de estos asesinos acabasen siendo indultados por la propia Corona. Una justicia muy desigual para hombres y mujeres, como desigual era la posición social que ambos sexos desempeñaban en la sociedad del Antiguo Régimen.

 

 

PARA SABER MÁS

 

ARIÈS, Philippe y Georges DUBY (dirs.): Historia de la vida privada. La comunidad, el Estado y la familia en los siglos XVI-XVIII. Madrid, Taurus, 1991.

 

EINSENSTEIN, Zillah R. (Comp.): Patriarcado capitalista y feminismo socialista. México, Siglo XXI, 1980.

 

FOUCAULT, Michel: Historia de la sexualidad. La voluntad de saber. Madrid, 1978.

 

GÓMEZ CARRASCO, Cosme Jesús y María Jesús CEBRERO CEBRIÁN: “Poder familiar y violencia conyugal en el Antiguo Régimen. Notas sobre un caso concreto, Chinchilla siglo XVIII”, Revista de la Facultad de Educación de Albacete Nº 19. Albacete, 2004.

 

HERNÁNDEZ BERMEJO, María Ángeles: La familia extremeña en los tiempos modernos. Badajoz, Diputación Provincial, 1990.

 

LORENTE ACOSTA, M.: Mi marido me pega lo normal. Barcelona, Ares y Mares, 2001.

 

MIRA CABALLOS, Esteban: “Terror, violación y pederastia en la conquista de América”, Jahrbüch Für Geschichte Lateinamericas, Nº 44. Hamburgo, 2007.

 

NARANJO SANGUINO, Miguel Ángel y Manuel ROSO DÍAZ: “Violencia doméstica en la ciudad de Badajoz a principios del siglo XIX”, Revista de Estudios Extremeños, T. LXVIII, I, Badajoz, 2012.

 

SCOTT, Joan: Gender and the politics of History. Nueva Cork, Columbia University Press, 1988.

 

 

 ESTEBAN MIRA CABALLOS

RECONCILIACIÓN Y MEMORIA. FRANCISCO FRANCO Y EL VALLE DE LOS CAÍDOS

RECONCILIACIÓN Y MEMORIA. FRANCISCO FRANCO Y EL VALLE DE LOS CAÍDOS

 

 

 

La cuestión del Valle de los Caídos y la exhumación de los restos del caudillo Francisco Franco por Decreto Ley del Consejo de Ministro, previsto para el próximo viernes 24 de agosto, ha levantado ampollas. Sé que se trata de una cuestión polémica que todavía hoy, cuando hace más de cuatro décadas de la desaparición del régimen franquista, sigue levantando pasiones.

Como persona tengo mi propia visión particular, pues mi familia y yo mismo vivimos el franquismo desde uno de los dos bandos. Sin embargo, como historiador tengo otra concepción, la que me ofrece mi conocimiento del pasado. Huelga decir que la pasión es lo contrario a la razón y que, por tanto, yo voy a tratar de ofrecer un punto de vista razonado y no apasionado.

Independientemente de cuestiones sobre quién provocó la guerra y de las matanzas de la misma, lo cierto es el bando autodenominado Nacional ganó la guerra. Y como todos los vencedores a lo largo de la historia, hicieron tabla rasa. Los caídos en el bando Nacional fueron todos exhumados, dándoles cristiana sepultura. Y el vencedor de la contienda comenzó la edificación de una obra megalómana, construida por los propios presos republicanos, que recordase la gesta victoriosa del nuevo régimen y que de paso sirviese de mausoleo a los restos de su líder indiscutible. La Basílica del Valle de los Caídos fue construida entre 1940 y 1958, bajo la dirección de los arquitectos Pedro Muguruza y Diego Méndez, y con la participación de escultores como Juan de Ávalos.

Y ¿qué pasó con los vencidos? Pues desde la guerra y la postguerra han permanecido en fosas comunes, al tiempo que su memoria histórica fue cercenada. Los vencedores tuvieron 36 años para eliminar pruebas comprometedoras y para reescribir la historia. Yo como historiador soy consciente que hacer historia implica necesariamente reconstruir el pasado nunca escrito de los eternamente vencidos. Y en esto me gusta recordar la frase de Walter Benjamin cuando dijo que si la situación no da un vuelco definitivo, "tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, un adversario que no ha cesado de vencer". Una afirmación axiomática en el caso que nos ocupa, pues a los vencidos no solo les robaron sus vidas sino también su memoria.

Creo que más de cuatro décadas después de la llegada de la democracia ya tenemos –o deberíamos tener- la madurez suficiente para permitir a las familias sacar a sus muertos de las cunetas y de las fosas comunes. No puede ser que mi país, España, encabece el ranking mundial de desaparecidos, solo superado por Camboya. Tampoco parece una normalidad democrática que el caudillo que lideró un golpe de estado descanse en un mausoleo mientras que los que se opusieron al mismo sigan estando en fosas comunes.

Duele comprobar que la España democrática, la misma que con orgullo se dedicó durante años a juzgar genocidios internacionales ocurridos muy lejos de nuestras fronteras, tenga tantos muertos escondidos y haya corrido un tupido velo de silencio sobre ellos. Creo que los españoles estamos ya preparados para conocer la verdad, sin venganzas y sin rencores. Simplemente se trata de permitir, a aquellos derrotados en una guerra ya lejana, enterrar dignamente a sus muertos y de restaurar el honor a decenas de miles de personas y sus familias que fueron asesinadas y maltratadas durante décadas por el simple hecho de simpatizar con la república o de no ser afectos a los alzados. En la Transición se cometió el error de vincular la reconciliación al olvido lo cual, según ha escrito el Prof. Miquel Izard, es una constante en todas las dictaduras, es decir, que tras su desaparición afloran los organizadores del olvido. Pero esto nunca debió hacerse así y menos aún, como escribió Francisco Espinosa, que la amnistía se extendiera a la historia.

Centrarse en si la fórmula más adecuada es o no un Decreto Ley es quedarse en la anécdota. Lo importante es que estamos ante una oportunidad histórica de reconciliación. No se trata de reabrir heridas, como algunos afirman, sino al contrario, de cerrarlas de una vez, destapando la verdad, por dura que ésta sea. El general debe salir de su mausoleo, de un espacio público, construido con el dinero de todos y con el sudor y la sangre de los vencidos. El cementerio de El Pardo podría ser un buen destino, junto a su esposa doña Carmen Polo, al Almirante Carrero Blanco y a amigos como el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo. El edificio del Valle de los Caídos debe ser reinterpretado, como un centro sobre la memoria histórica o sobre las guerras de España.

Insisto que todos debemos estar a la altura de las circunstancias y ver el asunto como una gran oportunidad de reconciliación. Pero para ello es necesario que todos hagamos un esfuerzo de empatía, tratando de ponernos en la piel del otro.

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

EL LLERENENSE LUIS ZAPATA: UN METROSEXUAL DEL SIGLO XVI

EL LLERENENSE LUIS ZAPATA:  UN METROSEXUAL DEL SIGLO XVI

 

        Leyendo documentos y libros de hace cuatro o cinco siglos uno no deja de sorprenderse de lo poco que hemos cambiado los seres humanos. Como siempre digo hemos evolucionado mucho en el terreno de la industria y de la tecnología, pero aún no ha llegado una revolución ética ni humanística.

        Los escritos de Luis Zapata de Chaves, un llerenense nacido en 1526 y fallecido en 1595 a la edad de 69 años, son siempre muy interesantes de leer y de releer. Fue consejero de Felipe II, y en su texto titulado “Miscelánea o Varia Histórica” cuenta todo tipo de anécdotas relacionadas con la vida de su tiempo. Hoy me ha parecido oportuno comentar sus opiniones sobre la obesidad y el sobrepeso, que parecen escritas por un metrosexual del siglo XXI.

        Cuando se dice que el cuadro “Las Tres Gracias” de Pedro Pablo Rubens es un ejemplo de que en su tiempo gustaban las personas entradas en carnes no es verdad. Era un gusto propio del pintor flamenco que de hecho, tomó como modelo a su obesa esposa, Elena Fourment, para representar a las féminas en sus lienzos. En realidad, el modelo de belleza estilizada está presente en las artes desde la antigüedad hasta el mismo siglo XXI, desde la Venus de Cnido de Praxíteles (del siglo IV a. C.) a la Venus del Espejo de Velázquez o a las Majas de Goya.

        Hay que decir que en aquellos tiempos la obesidad era un atributo más común entre el Primer Estado, pues la mayoría de los jornaleros y campesinos hacían dieta forzada durante buena parte de su vida. Pero Zapata pertenecía a la aristocracia donde el mal afectaba lo mismo a hidalguillos ociosos y adinerados que a marqueses, condes, duques y a la mismísima realeza. En este sentido son bien conocidos los excesos culinarios del Emperador Carlos V que le provocaron gota y tuvieron relación con su muerte relativamente prematura.

El llerenense empieza destacando los males de la obesidad, que le da tratamiento de enfermedad aunque sostiene que se puede curar con dieta y el que dice “no lo puede excusar…es un necio”. Continúa señalando los males que el sobrepeso trae consigo, sociales y físicos. Con respecto a los primeros, afirma que la gordura excesiva “a la más hermosa mujer afea y al más gentil hombre varón le desfigura”. Los gordos son objetos de risa y de motes, y además, les impide “servir a su patria y a sus príncipes”. Pero además, sostiene que conlleva un riego físico grave, pues la mayoría “viven poco, y en tanto que viven tienen poca salud, llenos de humores, de corrimientos, de reuma y de gota…”. Y finalmente, insinúa que es falso que los gordos sean más felices, porque no pueden hacer muchas actividades cotidianas y de noche “no pueden dormir sino sentados, que echado se ahogarían”. De hecho, afirma Zapata, que los condenados a muerte salen gordos de la cárcel y no van precisamente contentos al patíbulo.

        La causa de la obesidad la tiene clara: la comida excesiva y la vida ociosa, que lo mismo “engordan a halcones, caballos y perros que a las personas”. Él mismo, declaró que temió toda su vida dicha dolencia pero que estuvo en todo momento cuidándose para no padecerla. Los remedios y cuidados que se autoimpuso, fueron varios:

        Primero, no cenar, pues dice que pasó más diez años sin hacerlo, y que solo comía una vez al día. En este sentido, es muy antiguo el dicho de que “de buenas cenas están las sepulturas llenas”.

        Segundo, no beber vino, que dice que era la bebida de la época que más engordaba, ni comía cocido. Es cierto que el alcohol es un producto muy calórico y que entonces era frecuente beber un litro diario de vino por persona. La reducción de su ingesta podía ser un buen remedio frente a la obesidad.

        Tercero, vestía y calzaba ropa muy ajustada hasta el punto –dice- “que era menester descoserme las calzas a la noche para quitármelas”.

        Y cuarto, antes de las fiestas y saraos en Palacio, pasaba más de un día acostado porque a su juicio “la cama enflaquece las piernas”, mientras que el ejercicio las engordaba.

        Está claro que el noble extremeño estaba obsesionado con su peso; algunos remedios estaban bien como evitar la cena o moderar el consumo excesivo de vino. Otros de sus remedios parecen excesivos, propios de un metrosexual de su tiempo, como el de llevar la ropa muy ajustada o el de yacer largo tiempo en la cama para enflaquecer las piernas antes de ir a algún sarao a mantener relaciones con mujeres de la nobleza.

        Sin embargo, a su moderación en la mesa atribuía él que tuviese en el momento en que escribía sesenta y seis años y los disfrutase con salud. Probablemente, algo de razón tenía aunque también es posible que la suerte hubiese jugado un papel importante. De todas formas, ésta no le duró mucho más porque tres años después enfermó repentinamente y murió sin haber cumplido los setenta años de edad.

        Curiosa la mentalidad de este aristócrata del siglo XVI, obsesionado por mantener la línea, como muchas de las personas de nuestro tiempo. Y lo mismo que actualmente en los países del Primer Mundo padecemos sobrepeso y en el Tercer Mundo hambre, en el siglo XVI, los privilegiados debían cuidarse de la obesidad mientras el pueblo padecía hambrunas extremas de manera periódica. Egoísmos de la especie humana de ayer, de hoy y de siempre.

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS