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Historia de América

UN PACTO COLONIAL SELECTIVO: PORTUGUESES EN LAS COLONIAS ESPAÑOLAS EN EL SIGLO XVI

UN PACTO COLONIAL SELECTIVO: PORTUGUESES EN LAS COLONIAS ESPAÑOLAS EN EL SIGLO XVI

          Desde los primeros momentos, la Corona estableció un férreo control sobre el Nuevo Mundo con la intención de preservarse para sí el disfrute de sus riquezas, centralizando dicho monopolio en la ciudad de Sevilla que pronto se convirtió en “puerta y llave del Nuevo Mundo”. Un monopolio que se justificó en dos motivos: primero, en la exclusividad de los beneficios americanos para los súbditos castellanos, y, segundo, en la prerrogativa de Sevilla como único puerto de salida y entrada de todo el tráfico entre España y América.

          Aunque en teoría fueron los castellanos los que gozaron del privilegio legal para aprovecharse de las riquezas que ofrecía el Nuevo Mundo, lo cierto es que desde el mismo Descubrimiento se produjo un goteo constante de extranjeros que llegaron a América. Estos consiguieron arribar a las Indias, bien a través de las numerosas licencias reales que se concedieron -como las de Leonardo Rotulor de Bravante, Nicolás Grimaldo, Jácome de Brujas, Dirit de Bruselas, etc-, o bien, a través de infiltraciones ilegales, las cuales alcanzaron grandes proporciones.

          Ya en el primer viaje de Cristóbal Colón estuvo presente un pequeño grupo de extranjeros, a saber: un portugués de Tavira, un genovés, un calabrés y un veneciano, aunque a su regreso, el propio Almirante solicitó a los Reyes Católicos que no permitiese que aquí trate ni haga pie ningún extranjero, salvo católicos cristianos. Igualmente en su segunda aventura oceánica, viajó algún portugués, siendo realmente en su tercera travesía cuando se volvieron a embarcar de nuevo un alto número de extranjeros, ante la negativa de los castellanos a alistarse, tras las malas noticias llegadas en el viaje anterior. No en vano, Fernández de Oviedo escribió, en relación al segundo viaje de Colón, que los españoles regresaron enfermos e pobres, e de tan mala color que parecían muertos, infamóse mucho esta tierra e Indias, y no se hallaba gente que quisiese venir a ella. De manera que en este tercer viaje colombino nos consta la existencia de algún francés, de algunos portugueses y de al menos doce italianos. Y finalmente, en su cuarto viaje, encontramos que al menos un doce por ciento de la tripulación era genovesa como el propio Cristóbal Colón. Sin embargo, la antipatía contra los genoveses afloró pronto entre los colonos castellanos de la factoría colombina que no tardaron en hacerlo llegar al Cardenal Cisneros, en los términos que exponemos a continuación:

 

 

          “Ítem, que Vuestra Señoría trabaje con sus Altezas como no consientan venir a esta tierra genoveses, porque la robarán y destruirán que por codicia de este oro que se ha descubierto, Juan Antonio Genovés, trabajará ya de hacer partido con los vecinos de la isla acerca de los bastimentos, porque otros no pudiesen venir aquí con mercadurías lo cuales en daño del pueblo y de Sus Altezas...”

 

 

          Estos memoriales adquirieron realidad práctica cuando, en 1501, se le ordenó al Comendador Mayor frey Nicolás de Ovando que expulsase de La Española a todos los extranjeros, medida que la Corona se vio obligada a modificar en 1503, al disponer quepermaneciesen los quince que ya residían en la isla pero que, en adelante, no se consintiera la llegada de nuevos efectivos. A lo largo de esta primera década del siglo XVI, las prohibiciones fueron continuas, dada la prosperidad que la isla ofrecía, hasta el punto de que, en 1507, fue el propio gobernador frey Nicolás de Ovando el que insistió en que desde Sevilla no se dejara pasar a ningún advenedizo.

          No obstante, la legislación se volvió a flexibilizar a fines de este primer decenio, dada la falta acuciante de colonos, estableciendo la Corona, en 1511, que se relajase el examen de los que querían ir a las Indias porque a causa del férreo control muchos dejaban de embarcarse. Esta situación duró hasta 1513, año en el que nuevamente se ordenó que no se alistasen extranjeros, salvo los genoveses Juan Antonio y Andrés Genovés a quienes se les dio expresa licencia, pues probablemente habían establecido una composición con el Rey. Entonces se abrió un nuevo ciclo caracterizado por la cerrazón a la emigración que duró prácticamente hasta 1527. En este tiempo las Indias estuvieron totalmente vedadas a la emigración extranjera pese a que, desde 1516, las autoridades de La Española estaban solicitando la llegada de nuevos colonos, aunque fuesen extranjeros. En este sentido, la Junta de Procuradores de la Isla Española, reunida en 1518, insistió de manera insistente en que se dejase entrar a los extranjeros, exceptuando a los genoveses, que eran considerados como personas non gratas. Incluso, en una carta dirigida por los Jerónimos al Cardenal Cisneros le indicaron la necesidad que había de que “todos los que quisiesen ir a las Indias de estos reinos o de reinos extraños lo puedan hacer, especialmente portugueses y de Canarias, porque en las islas Canarias se ha visto que los portugueses son grandes pobladores y granjeros”.

          Sin embargo, la Corona siguió empeñada en mantener el monopolio sobre los nuevos territorios y sus riquezas, reiterando sus prohibiciones sobre el paso de extranjeros. Así lo hizo en 1523 y en los años sucesivos, peses a las peticiones de los vecinos de Concepción de la Vega que en 1526 manifestaron “la grandísima falta de gente y perdición de toda aquella tierra que ya casi no hay quien pase en ella...”.

          El Emperador terminó escuchando las reivindicaciones y en 1528, dispuso la apertura a los extranjeros, orden que reiteró en 1529 y en 1531, prolongándose la apertura hasta 1534. En lo sucesivo, y concretamente en 1535, 1538 y 1547 se dictaron órdenes para que se impidiese severamente el paso de foráneos.

          Sin embargo, conviene aclarar que los portugueses gozaron de un estatus especial, pese a la legislación restrictiva. Estos, además de ser en esos momentos aliados de España, tenían fama entre los europeos de buenos colonizadores y pobladores, especialmente a raíz de de la labor colonizadora que habían llevado a cabo en las islas Madeiras, en las Azores y en las Canarias. Fue por este motivo por lo que gozaron de un status especial con respecto al resto de los extranjeros, si no de derecho al menos sí de hecho.

          Ya en una carta de los Jerónimos a Cisneros, fechada en 1517, se le expuso como una de las soluciones básicas a los problemas de La Española, era potenciar la recluta de portugueses y canarios porque eran buenos pobladores. Poco tiempo después, fray Bernardino de Manzanedo volvió a plantear en los mismos términos la necesidad que había de pobladores lusos. Parece evidente, pues, que esta fama de buenos pobladores era común entre todos los habitantes de La Española, ya que nuevamente en la Junta de Procuradores de 1518 se volvió a insistir en la necesidad de que se fomentase su inmigración a la isla y que, por contra, se suprimiese totalmente el paso de extranjeros menos gratos como los franceses o los genoveses.

          Pese a todas las peticiones, la Corona se resistió, por sistema, a concederla al menos hata 1528, fecha en la que por fin autorizó a todos los naturales del vecino Reino de Portugal a emigrar a las Indias libremente, como “lo pueden hacer los naturales de estos nuestros Reinos y Señoríos” y con la única condición de que fuesen casados y llevasen a sus mujeres. Sin embargo, pese a la libertad dada a los portugueses casados la Corona siguió persiguiendo a los solteros, muy a pesar del buen recibimiento que se les dispensaba en las islas caribeñas, independientemente de su estado civil. Sirva de ejemplo el memorial remitido por la Audiencia de Santo Domingo al emperador, en 1535, en el que le informaba de la necesidad que había de que los doscientos portugueses solteros que había en la Española permaneciesen en ella. Dado el interés del texto lo reproducimos parcialmente a continuación:

 

            “Hay asimismo más de doscientos portugueses que no son casados y son oficiales de azúcares que sirven en los ingenios y otros que son labradores y se ocupan de las labranzas y haciendas y muchos carpinteros y albañiles y herreros y de todos los oficios. Y así hay cantidad de ellos en todas las poblaciones de estas partes...Que sería gran daño echarlos...”

 

            El documento es muy rico ya que no solo señala el número de lusos que vivían ya en la isla, sino que además se señala la situación socio-profesional que estos tenían.  Queda claro que se dedicaban a profesiones manuales, que habían sido obviamente rechazadas por los españoles, pues, como bien decían los documentos de la época, “en llegando (los españoles) a las Indias se olvidaban de sus oficios y se vuelven ociosos”.

           Parece ser que todas las represalias contra los portugueses solteros se debieron a la sorpresa que el emperador se llevó cuando fue informado que, sin su autorización expresa, venía operando en la isla un factor del rey de Portugal, llamado Andrea Ferrer, que se ocupaba de la entrega de esclavos negros a los alemanes. Así, pues, a pesar de los informes que, tanto la Audiencia de Santo Domingo como los vecinos de la isla, enviaron al Consejo de Indias, la Corona reiteró la prohibición a los portugueses solteros, instando a los oficiales de la Casa de la Contratación a que no lo consintiesen bajo ningún pretexto. Sin embargo no hubo nuevo pronunciamiento en lo concerniente a la salida de los portugueses solteros que ya estaban establecidos previamente en la Española por lo que es seguro que no se cumplió.

          Es evidente que la Corona no tuvo más remedio que ceder en sus pretensiones monopolistas y aceptar la realidad antillana, en la cual los portugueses estaban jugando un papel bastante importante como pobladores y colonizadores. Esto se demuestra al analizar diversos asientos establecidos entre la Corona y varios particulares españoles para poblar distintos lugares de América. Así, en primer lugar, conocemos la licencia otorgada a Pedro de Mazuelo para llevar treinta vecinos portugueses a poblar Nueva Sevilla (Jamaica), bajo la única condición de que fuesen casados y “gente de trabajo”. Y, en segundo lugar, hay otro asiento, fechado en 1545, en el que Francisco de Mesa se comprometió a pasar de las islas Canarias treinta vecinos portugueses, con la idea de poblar la villa de Montecristi en La Española. De esta forma se oficializaba tácitamente el paso de lusitanos al Nuevo Mundo.

          El número de portugueses asentados en el Nuevo Mundo era ya muy notable a mediados del siglo XVI, no solo en Las Antillas sino también en Nueva España y en el virreinato del Perú. Así, por ejemplo, en la lista de condenados por la rebelión contra las encomiendas en Perú, figuran quince extranjeros de los que nueve eran portugueses. Y aunque desconozcamos el número de portugueses en las décadas siguientes, podemos asegurar que su cifra debió de elevarse con el paso de los años, pues, según los datos consignados en las listas de extranjeros que se compusieron con la Corona, a fines del siglo XVI, el porcentaje de portugueses osciló entre el cuarenta por ciento del caso peruano y el ochenta y dos por ciento de los establecidos en la Audiencia de Quito.

          Ahora bien, no siempre la vida de estos portugueses en las Indias alcanzaba las metas para las que habían emigrado pues, por ejemplo, sabemos que el capitán Nuño de Castro, que luchó en la conquista del Perú, no pudo legar sus bienes a sus descendientes, dado que la Corona alegó que como no podían estar de derecho en las Indias “no pudo adquirir aprovechamiento alguno”.

          En definitiva, creemos que el súbdito portugués, por lo general, tuvo más fácil acceso a las colonias españolas que el resto de los extranjeros, haciendo la Corona la “vista gorda” en muchas ocasiones a sabiendas de su relevante papel en la colonización de las nuevas tierras descubiertas. Parece evidente, pues, que las medidas fueron siempre más drásticas para enemigos considerados naturales como los franceses o, más tarde, los ingleses y holandeses.

 

 

PARA SABER MÁS:

 

MIRA CABALLOS, Esteban: “Los prohibidos en la emigración a las Indias (1492-1550)”, Estudios de Historia Social y Económica de América, Nº 12, Alcalá de Henares, 1995, pp.  37-53

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

LUIS DE MORALES, EL PADRE LAS CASAS PERUANO

LUIS DE MORALES, EL PADRE LAS CASAS PERUANO

        Tomo el título de este post del recordado historiador y diplomático peruano Raúl Porras quien llamó al bachiller Luis de Morales el Las Casas del Perú. Éste vivió en América más de tres lustros, pasando por Santo Domingo, Puerto Rico, Cuba, Venezuela, Panamá y Perú.

        El clérigo Luis de Morales fue nombrado por la audiencia de Santo Domingo como veedor en las armadas que se hacían a Tierra Firme, para verificar que se hacía el requerimiento y que se capturaban en guerra justa. Cuando vio el triste espectáculo que esas armadas protagonizaban lo intentó impedir pero los españoles se amotinaron, gritando que a qué diablos venían allí sino a ganar de comer y buscar indios de cualquier manera que pudiesen, que no habían de ir vacíos a Santo Domingo. Como su vida corrió serio peligro firmó los documentos, legalizando sus actuaciones. Pero, tras su llegada a Santo Domingo, regresó a España donde denunció todos los agravios y sufrimientos injustos que los nativos recibían. Luis de Morales fue otro de esos grandes personajes de la Conquista, otro de esos campeones como el padre Las Casas, que se jugaron su vida en defensa de sus ideas de justicia social.

        No fue el único, pues en su misma línea estuvieron fray Martín de Calatayud, obispo y protector de Santa Marta, fray Domingo de Santo Tomás, obispo de Charcas, fray Francisco de Carvajal, Pedro de Quiroga, fray Tomás de Toro, primer obispo de Cartagena de Indias, o el cronista fray Gerónimo de Mendieta que denunció vivamente la explotación a la que se veía sometido el aborigen. Por su parte, fray Domingo de Santo Tomás declaró indignado que lo que se llevaba a España no era plata sino sudor y sangre de los indios, idea que repetirían posteriormente en términos parecidos otras personas, tanto religiosos laicos.

        Hay que destacar el valor de muchos de estos activistas que se jugaron la vida en defensa de los más desfavorecidos. Muchos vieron amenazadas sus vidas, entre ellos el mismísimo padre Las Casas, mientras que otros, como los dominicos de La Española pasaron hasta hambre por la negativa de los vecinos a darles limosnas. Pero algunos corrieron peor suerte. Igual que en el siglo XX el arzobispo de El Salvador, Oscar Romero, fue asesinado por defender a los más pobres de su país, a mediados del siglo XVI, fray Antonio de Valdivieso O.P., obispo de Nicaragua, fue liquidado por motivos muy similares. Este último prelado fue apuñalado hasta la muerte por Hernando de Contreras a quien había reprendido en numerosas ocasiones por el trato brutal que infringía a sus encomendados. Según Antonio de Herrera fue asesinado por la protección en que el obispo tenía a los indios y el cuidado con que procuraba su buen tratamiento y reprensiones que sobre ello hacía. Valdivieso y Romero murieron por defender los mismos ideales pacifistas, aunque entre ellos medien más de cuatro siglos.

         Para mí, si hubo algo de glorioso en la Conquista de América, fue la existencia de un grupo nutrido de religiosos, la mayoría dominicos, pero también miembros de otras órdenes religiosas y del clero secular que se jugaron la vida en defensa de los más débiles. Ahora bien, se dice que el padre Las Casas exageraba, pero hay infinidad de testimonios en el Archivo de Indias que ratifican la mayor parte de sus testimonios. A continuación transcribo un memorial sobre la situación de los indios que redactó Gregorio López, miembro del Consejo de Indias, en 1543, en base a las informaciones proporcionada por varios religiosos, entre ellos Luis de Morales. Es casi otra “Breve Historia de la Destruición de las Indias”, lean, lean. Aunque advierto que puede herir sensibilidades.

 

APÉNDICE

 

        Información sobre la situación de los indios elaborada por Gregorio López, Sevilla, 1543.

 

        En  la ciudad de Sevilla, a veinte días del mes de junio del año de mil y quinientos y cuarenta y tres, el Muy Magnífico Señor licenciado Gregorio López, del Consejo Real de las Indias de Su Majestad y visitador de la Casa de la Contratación, mando a mi Juan de la Cuadra, escribano de Sus Majestades y de la dicha visita, tome el dicho y deposición de Luis de Morales, clérigo, sobre la libertad de los indios y cómo son esclavos, el cual juró y puso la mano en sus pechos de decir verdad y lo que dijo es lo siguiente:

            Y luego, incontinenti, habiendo jurado el dicho Luis de Morales, clérigo, con licencia de su prelado, dijo que lo que sabéis que él estuvo en Santo Domingo y en San Juan de Puerto Rico y en la Habana y en la isla de Cuba y en la provincia de Venezuela de donde fue  provisor, y en el Nombre de Dios y en Panamá y en Ata y en la provincia del Perú conviene a saber que estuvo dieciocho años en el Perú en la ciudad de los Reyes, como provisor y juez eclesiástico. Y lo que sabe acerca de la libertad de los indios es que, estando en la ciudad de Santo Domingo, que es en la isla Española, ocho o diez años que residió en la dicha isla, siendo beneficiado en la dicha iglesia, los indios naturales de la dicha isla que se dice Aytí (sic) se llamaban naborías que es un vocablo paliado para servir contra su voluntad casi como esclavos, aunque no se vendían. Y de esta manera que los tenían depositados personas para servirse de ellos en las minas y en las haciendas y si se querían ir algún cabo no podían porque se llamaban naborías.

        Don Sebastián Ramírez, obispo de la dicha isla, después que vino hizo congregación de ellos y los liberó y los dio por libres que sirviesen y estuviesen a donde mejor les pareciese y mejor se lo pagasen e hizo un pueblo de los dichos indios naturales y dioles tierras y término y púsoles un clérigo que les administrase los sacramentos, puesto que algunos depositaba en personas honradas y de buena vida para que les administrasen en la fe. Y este que depone tuvo uno de ellos.

        Estando en la dicha isla vio venir gran cantidad de indios por esclavos en navíos, muchas veces de a Nueva España y de Pánuco, y de Cuba; ahora de toda la costa del norte,  desde Maracapana hasta la provincia de Venezuela, y otros de nicaragua y los traían por mercaderías y entiende que de sus ropas que allá vendían y cierto se maravillaban éste que depone y otras personas que en la dicha isla de Santo Domingo están eclesiásticos, cómo traían tantos indios de tal manera y se vendían públicamente herrados con el hierro del rey y se disimulaba y dejaba pasar.

        El audiencia de la ciudad de Santo Domingo y los oficiales, viendo lo susodicho y la burla que en ello pasaba, que de la costa de Tierra Firme de la banda del norte, que es su jurisdicción, que es desde Cubagua hasta el Nombre de Dios, mandaron que no fuesen carabelas ningunas a la dicha costa de Tierra Firme, ni se trajese indio alguno de allá. Y, después de pedimento de la dicha ciudad, que tenía necesidad de indios esclavos para sus haciendas, mandaron con licencia del rey que fuesen a la dicha costa de Tierra Firme ciertas carabelas a traer indios y llevasen un veedor y tesorero y capitán. Y su intención que Su Majestad manda dar a los tales para que se les notifiquen a los indios y les hagan sus requerimientos, esperándoles a un intervalo. Y la dicha audiencia nombró a este que depone y lo mando ir con la dicha carnada para ver cómo se hacían los dichos requerimientos e instrucción que Su Majestad tiene dada para lo semejante a los dichos indios y él holgó de ello y fue por saber y ver el secreto de los dichos indios como se hacía.

        Y llegaron a la dicha costa de Tierra Firme, a Maracapana, que es a sotavento de Cubagua, a quince o veinte leguas surgieron los navíos y echaron dos barcos luengos en la mar, cada uno con cincuenta hombres y sus remos, a saltear indios y a tomarlos y entraron por el río de Neberi y no hallaron indio ninguno. Vinieron muy enojados y muy despechados porque los indios los habían sentido y huido. Fueron más adelante a un puerto que se llama Haguerote y tomaron dos indios que andaban pescando por unos manglares para sustentarse y metiéronles en las carabelas y allí los amedrentaron con amenazas que les dijesen donde estaba su pueblo de donde ellos venían. Y los dichos indios se lo dijeron y luego los tomaron con la lengua y fueron casi doscientos hombres con ellos y, a media noche, dieron en dos pueblos y trajeron todos los indios que hallaron en ellos con todo lo demás que hallaron en sus casas de joyas, preseas y ovillos y hamacas y mantas y todo lo demás que tuvieron en sus casas. Y metiéronles en las carabelas y fueron de la costa abajo y de noche salteaban indios, estando pescando, y los dichos indios les decían luego de donde venían y cuáles eran sus pueblos y daban en ellos a media noche como en los demás. Y traíanlos a todos a donde estaban las carabelas y los viejos y niños que no podían venir dábanles de estocadas o despeñábanlos. Y este testigo hizo traer más de trescientos niños que no vinieron y los bautizaba luego porque se morían y les hacía una cruz en la frente con los cabellos para que fuesen señalados.

        Y (a)cerca de los requerimientos que se les había de hacer no según daba la orden que Su Majestad manda que se guarde ni es posible que se pueda guardar de la manera que se hace. Hacíanles los requerimientos a los dichos indios a la lengua de ellos ahora trayéndolos bien atados de sus tierras o debajo de la puente (sic) del navío. Los dichos indios ni los entendían, ni sabían lo que se decían, antes decían que los dejasen ir a sus tierras que ni conocían a Dios, ni al Rey ni al Papa sino a sus caciques y a su tierra, ni había otro intervalo de tiempo ni otro esperar ni otro venir de paz más de lo que tiene dicho. Y es la verdad que apenas este que depone la instrucción la entendería sino estudiase algunos días ella, aunque es persona que sabe algunas letras, por manera que muchos indios los entendían y ellos estaban en su libertad y que de esta manera se hizo esta dicha armada habrá ocho o nueve años. Y luego los dichos oficiales , veedor y tesorero y capitán que iban allí se juntaban y como los indios no los entendían, ni sabían lo que se decían, decían al escribano que se lo diese por fe como no querían obedecer lo que Su Majestad mandaba y persuadieron a este que depone que pusiese su autoridad y lo firmase lo cual, como no le pareció bien hecho, les dijo su parecer y casi se amotinaron contra este testigo que depone, diciendo que a qué diablos venían allí si no a ganar de comer y buscar indios de cualquier manera que pudiesen que no habían de ir vacíos a Santo Domingo de cualquier manera que fuese. Y, según los vio este que depone, por que no hiciesen allí más desconcierto contra su persona y no hubiese disensión firmó disimuladamente y, en la primera carabela que fue a Santo Domingo de indios, escribió sus cartas secretas a la audiencia y a los oficiales (contando) todo lo que pasaba. Y en otra carabela que quedó para que fuesen los que restaban, faltaban indios para acabarla de henchir y fueron a un pueblo que está debajo de las Carecas, que se llama el pueblo de los Patos, y entraron de paz con ellos porque los indios lo solían hacer así y daban de comer a los cristianos que por allí pasaban y estuvieren con ellos tres o cuatro días las carabelas juntas junto a los pueblos. Y engañáronlos de esta manera, dijeron los dichos indios que tenían falta de sal y los cristianos dijeron que ellos tenían mucha en una carabela que fuesen la mitad de ellos a la carabela a por sal y la otra mitad estuviese en tierra que la meterían en un canay grande. Y estaban concertados que fuesen a un tiempo los dichos indios por la dicha sal de ellos a la carabela de ellos al canay y los cristianos que estaban en la carabela tomasen los indios que estaban en la carabela y los atasen y los de tierra hiciesen lo mismo. Y así fue ni más ni menos y acabaron de henchir la carabela de indios en pago de la buena obra que habían usado con ellos. Más adelante, un poquito, fueron y tomaron otro pueblo con todo lo que tenían y tomaron (a) la mujer del cacique y el mismo cacique vino luego y les dijo que ellos eran sus amigos que por qué le tomaban su mujer y su pueblo; que le diesen su mujer que allí traía otra en rescate de ella y un poco de oro. Ni el oro, ni la india que trajo se le dio, antes lo querían tomar a él y prenderlo si no fuera por este que depone que dio gritos y se enojo mucho hasta que lo soltaron y así vinieron a Santo Domingo. Y tenían los indios que habían llevado en deposito por lo que este que depone había escrito y los demás que llevaron se mandaron depositar y, hecha la relación a los oidores y presidente por este que depone, le culparon mucho porque había firmado y este que depone dijo la causa que fue porque no le matasen y porque muerto este que depone mataran todos y el daño estaba hecho. Y vista la dicha relación los mandaban volver a sus tierras a costa del capitán y de los armadores y túvose por concierto entre no sabe quién que se repartiesen en la dicha ciudad y se depositasen y sirviesen por seis años y fuesen libres y cree que los herraron en el brazo. Pasados los seis años no cree este que depone que se acordarían de ellos.

        Y de esta costa, donde se traían estos indios, se han traído diez millones de ellos y está despoblada toda de que es gran lástima. Y de ellos han venido a las islas de Santo Domingo y San Juan y Cuba y Jamaica a servir y, otros, han quedado en las perlas que son bastantes para acabar todos los indios que hay en las Indias, según el gran trabajo que hay en la provincia de Venezuela se han sacado mucha cantidad de indios para otras partes, no los tiene éste que depone por esclavos porque no se les hacen los requerimientos que Su Majestad manda que se les haga y de cada día se sacan indios. Y los de Cartagena y Santa Marta dice lo mismo porque no hay titulo para que sean esclavos ni es guerra justa y en lo de las islas (de) Santo Domingo, San Juan, Cuba y Jamaica todos los tiene por libres, aunque ayuden de trabajos de minas y de haciendas casi todos son muertos y no hay cosa que más los apoque que las minas. Y en Panamá y en Coro hay muchos esclavos de Nicaragua, herrados con el hierro del Rey de los cuales y de todos Su Majestad lleva quinto, a los cuales tiene por libres a todos. En la provincia del Perú se hallaron unos pocos herrados pero mandose que no fuesen esclavos, todos los tienen por libres y las guerras que se les han hecho no son justas, ni lícitas, ni son Conforme a la instrucción de Su Majestad, ni las que hacen en las otras que tiene dicho porque ni los esperan y les dan término ni los entienden, ni saben lo que se dicen.

        Hay una manera de servidumbre en la dicha provincia del Perú entre los cristianos con los indios a los cuales llaman (y)anaconas para que les sirvan, aunque los indios no quieren y contra su voluntad. Y es de esta manera que viene un cristiano y ha menester indios para su servicio y nombrarlos de la gente que anda por ahí a servir a otros y dice el gobernador o su justicia por una cédula: de esta manera deposito en tal tantos indios, nombrándolos para que le sirvan y que les haga buen tratamiento y les enseñe las cosas de la fe. Sírvele el indio un año y dos y tres de balde y dice después que se quiere ir a su tierra que no le quiere servir más y dísele el cristiano que le ha de servir aunque le pese, y quiébrale la cabeza sobre ello y da la cédula a un alguacil para que se lo dé si se le huye de manera que no vende, para siempre sirve contra su voluntad y si se muere aquel cristiano, demándalos otro al gobernador y dáselos como los tenía el otro. Y entre el protector y el gobernador y su justicia sobre esto hay muchas pendencias en la dicha provincia y éste que depone las ha tenido por manera que Dios lo remedie todo y no había de permitir Su Majestad echar indios a las minas porque se acabarán todos como en los otros cabos se han acabado, ni traer carga, ni servir contra su voluntad. Y que esto sabe porque lo ha visto como tiene dicho, estando en la dicha provincia del Perú y que, de todo lo demás que se quieren informar de éste que depone, de aquella tierra para honra de Dios y bien de los dichos indios lo hará como persona que desea su bien y su conversión y firmolo de su nombre.

        En la ciudad de Sevilla, a veintiún días del mes de junio del año de mil y quinientos y cuarenta y tres años (sic) el muy magnífico señor licenciado Gregorio López, del Consejo Real de las Indias de Su Majestad, en presencia de mí, Juan de la Cuadra, escribano de Sus Majestades, y de la visita en forma de vida de derecho de Rodrigo  Calderón, vecino de la ciudad de México, y que se viene ahora a su naturaleza a la ciudad de Badajoz, el cual juró por Dios y  por Santa María y por la señal de la cruz decir verdad.

         Lo que el dicho Rodrigo Calderón dijo, siendo preguntado por el dicho licenciado Gregorio López, para informarse cómo Su Alteza por su cédula manda: dijo que este testigo ha residido diez años en la Nueva España donde ahora viene y ha tenido su casa siempre en la ciudad de México. Y que  el obispo de la iglesia de aquella ciudad, que se dice fray Juan de Zumarra, que es muy buen prelado y le tienen por santo hombre y amigo de hacer justicia y celoso del buen trato de los indios e indias de su obispado y que se han instruido en las cosas de la fe y que muy a menudo de ocho a ocho días o de quince a quince días sale a visitar los pueblos comarcanos y, los que están lejos, envía sus visitadores y que va bautizando y confirmando por doquiera que anda. Y que, asimismo, la clerecía de México está bien y sírvese la iglesia bien a sus horas y que tiene cargo de mirar por la honestidad de los clérigos y, cuando alguno excede, destierra y que la provincia es tan grande que convenía haber más clérigos y religiosos que anduviesen entre los indios y que este testigo ha tenido algunos requerimientos y así salía por la tierra de la Nueva España. Y que veía algunas veces como algunos frailes de San Francisco castigaban con azotes a algunos indios y los tenían amedrentados para que hiciesen lo que ellos quisiesen y que, como tienen muchos de los indios por los monasterios, fatigan a los indios que les traigan de comer para los dichos niños y para ellos y que algunas veces los ha sacado éste que depone a algunos indios de los cepos porque los dichos religiosos tienen en sus monasterio cárcel y cepos.

        Y en lo de la administración de la justicia que este testigo ha visto hacerse justicia muy recta y derechamente. Y los jueces son personas limpias y que, asimismo, la persona del visorrey es muy honrada y hace muy bien lo que debe, aunque en la manera de los corregidores ha visto que el dicho visorrey ha preferido algunas veces a los conquistadores y pobladores casados por otras personas como a él le ha parecido. Y que en esto no ha tenido buena orden en las proveer que, en todo lo demás, es muy buen caballero y tiene mucha limpieza.

        Y en cuanto al recaudo de la hacienda de Su Majestad que este testigo ha oído decir y ello es publica voz y fama que el tesorero, Juan Antonio de Estrada, debe a Su Majestad sobre treinta o cuarenta mil ducados y el factor Salazar debe otros siete u ocho mil ducados y el contador ciertos pesos de oro que no se acuerda cuántos porque dicen que nunca han acabado de dar las cuentas y se están con la hacienda. Y en cuanto a cobrar los tributos y hacienda de Su Majestad que cree que lo hacen muy bien, sin haber en ello fraude, ni engaño. Y que, en aquella tierra, hay demasiado exceso en los trajes y vestidos y acompañamientos y, asimismo, los oficiales de Su Majestad andan muy ataviados y acompañados que convenía poner en ello alguna tasa y moderación. Y (en) cuanto al tratamiento de los indios que es según los amos tienen; que algunos les tratan mal y otros bien y que los indios que son maltratados saben ya venirse a quejar y les hacen justicia por cuanto al llevar de los tributos que los que son de Su Majestad pagan diariamente lo que deben pero que los que tienen encomenderos, cree este testigo, que pagan muchas veces demasiado porque, cuando se quejan, les hacen justicia y los castigan. Y que ésta es la verdad para el juramento que tiene hecho y firmolo de su nombre. Rodrigo Calderón.

            En la ciudad de Sevilla, a veintidós días del mes de junio del año de mil y quinientos y cuarenta y tres años, el muy magnífico señor licenciado Gregorio López, del Consejo Real de las Indias, para informarse de algunas cosas cuales que una cédula de Su Alteza, en presencia de mi Juan de la Cuadra, escribano de Sus Majestades, tomó el dicho juramento en forma debida de derecho del bachiller Luis de Morales el cual puso la mano en su pecho y juró por sus órdenes de decir verdad de todo lo  que supiese y le fuese preguntado.

            Y lo que el dicho bachiller Luis de Morales dijo y depuso es lo siguiente: que había dos años que vino de la ciudad del Cuzco, que es en la provincia del Perú, a donde fue deán y provisor de toda la provincia por el obispo primero que fue, fray Vicente de Valverde. Y que, cuando salió de la dicha provincia, estaba algo razonable el estado de ella. Aunque se había pasado mucho trabajo por los indios y por los españoles verdad es que andaba mucha gente extraordinaria haciendo daño en los indios, robándolos así de sus ovejas que tenían como de lo demás. Y esta manera de robar se llama en aquella tierra ranchear y como los indios no sabían a quien se habían de quejar ni tenían habilidad para ello quedábanse con su trabajo y siguiéndolos a robar algunos indios mataban algunos cristianos defendiendo sus haciendas y personas. Y lo sabían en los pueblos de los españoles, no mirando por qué los mataban, ni por qué no o quién era causa. Iban allá algunos españoles de guarnición, con comisión de la justicia, vista la información sumaria como los habían muerto, hacían casi justicia de todos y algunas veces sus amos de los dichos indios lo tenían por bien por sus propósitos.

        Y en lo que toca al regimiento temporal de la dicha provincia dijo que no se puede bien gobernar si los que la gobiernan tienen cargo de justicia y de la tierra y de los indios quiere decir que no tengan que ver con los indios, ni los tengan, ni los posean, ni tengan que ver con tributos de ellos, ni con otras granjerías, ni contrataciones, ni rescates, ni granjerías en la tierra, ni mercaderías. Que de aquí ha venido casi toda la perdición de aquella provincia y el mal tratamiento de los niños huérfanos. Solamente es necesario que los dichos oficiales y justicias tengan el salario que Su Majestad les diere y con ello vivan y solamente tengan respeto a lo que Su Majestad les mandare y a entender en el bien de los indios y de la tierra, sin entender, como dicho tiene, en otras granjerías. Y que los que de acá fueren a las dichas provincias a gobernar no vayan cargados de deudos, ni gente, ni criados y otros familiares porque esto es torcedor para que hagan lo que no deban y pueblan la tierra de vagamundos como en muchas partes está poblada. Los cuales vienen a robar y echar a perder a los indios y destruir la tierra porque es por fuerza que han de comer y vestir y beber y jugar y no hay de donde se saque esto si no es de los pobres cueros de los indios. Y después vienen estos tales a amotinarse y a hacer morir por Dios de a donde se sigue mucho daño y ha seguido.

        Y que en cuanto a la administración de la justicia de la dicha provincia del Perú dijo que moderada ha sido pero que más rigurosa había de ser porque el gobernador era buen hombre y no era, para ello, remiso. Han sido y muchos en lo que toca a los indios y a los malos tratamientos que les han hecho y, como todos los más de las justicias, regidores y alcaldes participan en bienes de indios, disimulase y, lo que peor es, que los alcaldes por la misma parte como tienen indios de repartimiento y (y)anaconas como tiene dicho en la otra su deposición más favorecen a los vecinos que tienen indios como ellos que no a los indios que en los agravios de los dichos indios ni les quieren oír, ni hacen por ellos como son obligados. Y (cuando) Su Majestad les manda ni dan traslado a los protectores sino cuando quieren y les parece, no obstante, que un alcalde o un teniente dio a este que depone un traslado de uno o de dos pero todo escueta porque hacen lo que quieren y lo pagan los pobres indios porque de los cueros salen las correas porque los dichos alcaldes son hombres que saben poco y no tienen mucho pelo? En lo que toca a los indios ni aun caridad y que en lo que toca al regimiento espiritual moderadamente se ha hecho porque en la iglesia del Cuzco este que depone dejó hecha una iglesia catedral buena de una nave y sacramento dentro de la dicha iglesia con su lámpara que ordinariamente de cada día arde. Una pila de bautizar de plata muy suntuosa que la sacó este que depone de limosna de los vecinos del pueblo e hizo unas gradas alrededor de la iglesia porque tuviese cerquito moderado, tiene buenos ornamentos que el obispo que haya gloria llevó y otros que había de antes dícense las horas ordinariamente cada día cantadas los días solemnes y entono los días no tan solemnes, dícese misa de tercia cada día por el pueblo. Había cuando éste que depone residía en ella que era deán y provisor y un arcediano y dos canónigos y dos curas y sochantre, con un sacristán y, cuando faltaban algunos, eran los mismos beneficiados curas y sochantres y así lo eran en aquel tiempo, puesto que ahora hay dos curas fuera de los beneficiados, ganan las horas por distribuciones cotidianas. Dejó éste que depone (un) cuadrante para apuntar las horas y la orden que se había de tener cerca del régimen del culto divino, conforme a la orden de la iglesia mayor de la ciudad de Sevilla donde éste que depone se crió y de la iglesia de la ciudad de Santo Domingo, a donde fue beneficiado y sochantre mucho tiempo porque aquella provincia es de la metropolitana de Sevilla...

        En la ciudad de Cuzco, en su iglesia, se han bautizado mucha cantidad de indios y mestizos, infantes de los cuales por sus nombres quedan asentados en un libro y éste que depone y algunos letrados, algunos daba bautizar instruidos en la fe y los que sentía que tenían buen corazón a los cristianos y estaban seguros. A los otros no osaba, aunque lo demandaban a éste que depone porque hacían mil burlas y se le iban a los pueblos y al monte y ésta (no) es cosa de este sacramento. Que se celebran honrosamente en Cuzco la eucaristía y la unción de enfermos. En otros lugares los indios tienen a los cristianos por diablos en los sacramentos de la extremaunción,  lo mismo con el sacramento de la penitencia no basta juicio con los españoles o sacarles las mancebas que tienen de indias y, si ellas son bellacas y sucias, mucho más las administran ellos en el dicho acto y este es el ejemplo y doctrina que les dan todos, desde el menor hasta el mayor, aunque algunos hay que son hombres honrados y en esta materia este que depone juntó todos los religiosos y sacerdotes sobre las confesiones para dar orden a no absolverlos porque por la jurisdicción que éste que depone tenía no podía ni era parte, ni el obispo porque cerca de esto les dan poco favor las justicias y el gobernador y aun son injuriados y maltratados de algunas personas sobre que descargan la conciencia en tal caso porque quieren vivir a su propósito y como moro y que nadie les baja la mano y tienen escondidas las indias sobre diez llaves y con porteros para sus torpezas, sin dejarlas venir a doctrina ni a las oraciones que se suelen decir. Y sobre tal caso las tienen en hierros y las azotan y trasquilan para que hagan su voluntad. Y como todos son de la misma opinión se tapa y disimula todo y si éste que depone tuviera favor de Su Majestad y su justicia le favoreciera como convenía en esto él hiciera que vivieran como debían o cesarán con ellas o los echara de la tierra y las dichas indias fueran mejores cristianas de lo que son y se hubiera hecho más fruto porque con solamente la justicia ordinaria hacía en ello lo que podía, aunque no descargaba tanto su conciencia como quisiera porque cada uno le iba a la mano y aun sobre ello le amenazaban. Y no hay otro remedio si no callar por los perjuicios y escándalos (que) ocurrirán en la demanda y esto, por servicio de Dios, que Su Majestad lo remedie con mucho favor y rigor porque los indios toman ruin ejemplo, tomándoles sus mujeres e hijos para usar de ellos y se escandalizan con nuestro malvivir, dándoles mal ejemplo que es gran estorbo para la conversión.

            Pablo Inga, hermano de Atabalipa (sic)y del otro Inca que anda alzado, atrayéndolo a la fe y administrándole, diciéndole que tomase una mujer, la cual quisiere, porque tenía muchas para que la bautizasen juntamente con él dijo para qué, los otros cristianos tenían tantas mujeres, pues que éste que depone le mandaba al que tuviese una. Y que le dijo que eran aquéllos unos bellacos, malos cristianos y que no hacían lo que mandaba Dios. A este dicho inca le atrajo éste que depone muchas veces y fue muy gran amigo de éste que depone por tirarle los ritos, ceremonias y otras ruines costumbres que tenían y así lo hizo en muchas cosas, especialmente le dio a éste que depone el cuerpo de su padre, Guaynacaba (sic), al cual adoraban él y toda la tierra y lo tenían como al sol y lo enterró delante de un notario clérigo que se llama el licenciado Castro y él y el alguacil mayor lo vieron con mucho llanto de la madre del dicho Pablo y de otros que se enterraron muchas piedras que las tenían por dioses de cosas particulares. Y a la redondez del Cuzco hizo derribar muchas guaças y adoratorios y otras ceremonias que tenían los indios e indias de las dichas y de llorar cuando se moría alguno porque era muy feo y supersticioso para la conversión y porque viniesen a la doctrina que todos los domingos y fiestas de guardar se decían en la iglesia mayor de la dicha ciudad, en acabando de comer en su lengua, con lenguas e intérpretes, a la cual iba el obispo y éste que depone. Y estaba una persona diputada buena lengua y la cual para esto que era sacristán allí se les decía como habían de ser cristianos y qué cosa era agravio y el modo que habían de tener y las oraciones de la iglesia con los mandamientos y artículos y lo mismo se hacía en Santo Domingo y cada uno iba donde más devoción tenía.

        Fuera de la ciudad del Cuzco, que es poblada de cristianos, en todos los pueblos de los indios que están de paz o sirven a los vecinos del Cuzco, que son en cantidad, no tienen administración alguna más de sacarles los tributos contra su voluntad o por su voluntad y traérselos a cuestas al pueblo como bestias, y después servir en sus casas para hacérselos y adobárselos. Y si la comida no traen consigo de sus tierras no lo comen cerca de estos ni clérigos, ni frailes no van a los dichos pueblos de indios (a) administrarles las cosas de la fe para la conversión cristiana. Verdad es que algunos pueblos de indios están tan lejanos de los pueblos de los cristianos que si fuesen allá a administrarles una o dos personas recibirían trabajo y peligro de la vida y otros hay tan cercanos y tan anejos de cristianos que se hacía mucho fruto en gran manera y los indios  y caciques se holgarían de ello y les darían de comer y beber a los clérigos (que) están en su iglesia y los frailes en sus monasterios y en los mejores cabos del pueblo con indios de repartimiento que les sirven y buenas chacras en que siembran y comen en su refectorio y algunos predican en los dichos pueblos de los españoles y oyen de penitencia que para esto parroquia hay y clérigos parroquianos en cada pueblo que lo haga. Y ello es más necesario su doctrina fuera de los pueblos de los cristianos a los indios que no allí y a esta causa no se ha hecho fruto en la tierra ninguno, Su Majestad bien lo tiene mandado sino que no se guarda que traigan los caciques y los hijos a las iglesias y que allí se les haga una casa a donde les administren la doctrina cristiana no lo hacen ni lo han querido hacer los obispos bien lo querían y lo proponen pero no les ayudan quien manda la tierra y por esto ni ha conversión ni sacramento fuera de los pueblos do están los cristianos que en cada pueblo de indios había de haber un sacerdote clérigo o seglar a costa de los que tienen los tales indios y pueblos y encomienda en recompensa de los tributos y otros agravios que les hacen y les dan.

        Cerca de los tributos ha habido una desorden y hay que cada uno hace lo que quieren y demanda lo que quieren y no hay quien le vaya a la mano porque todos son de una opinión y todos viven por esta vía y a esta causa han fatigado a muchos indios y hecho muchos malos tratamientos y muerto. Bien lo tiene mandado Su Majestad cerca de esto pero no se guarda pero sobre esto es menester gran remedio en la tierra porque se despoblará en breve tiempo porque los cristianos son ingobernables y no se contentan con lo moderado, especial que ellos son los jueces en esta causa y los señores y aun algunos hay de los indios que son tan pobres que no pueden dar plata, ni oro, ni su valía y a poder de palos y de azotes y de cosas se les hacen buscar los que tienen por encomendados y en la ciudad del Cuzco les han tomado muchas chacras que son tierras en que siembran y casas y no hay quien se las haga restituir de a donde los indios se destierran y se van por ahí y aun de ellos se ahorcan. Y en esto pasan los indios mucho trabajo y detrimento y han pasado y aunque no se les demandase tributo por dos o tres años, según ellos están destruidos y desbaratados, sería gran bien para los naturales en recompensa de los robos que les han hecho para que ellos se rehiciesen y se esforzasen y animasen y lo que peor es que un Ave María no saben.

            Y los que lo tienen los administran por la mayor parte en recompensa de sus trabajos y de lo que les llevan y que esto pasa en toda la provincia del Perú a lo que este testigo ha visto por la mayor parte. Y en lo que toca a la población de la dicha provincia se pueden poblar más pueblos de cristianos repartiendo los indios moderadamente como se pueda pasar cada español y estará la tierra más segura y los indios vendrán más. Y los indios se han huido (a) los montes por los malos tratamientos y no se quieren volver porque no tienen chacras, ni casas a donde venir y da pena ver la gran cantidad de pueblos despoblados en torno a Cuzco.  

        En cuanto al tratamiento que hacen en los indios son perseguidos por la justicia real y por los capitanes, aperreándolos vivos que es muy gran lástima, echándoles diez y doce perros que solamente los tienen avezados para aquel efecto y los crían y los ceban en ellos. Su Majestad debe mandar matar todos los perros de esta casta porque son muy perjudiciales a los naturales y mereciendo la muerte el tal indio sea moderada como le dejen recibir el sacramento del bautismo y otros ahorcan de los pies y están allí muriéndose dos o tres días. Y este testigo vio uno en la ciudad del Cuzco, ahorcado en la picota de los pies, y rogó que no hiciesen de él justicia sin hacérselo saber para instruirle y bautizarle y fue corriendo des(de) que se lo dijeron y hallolo diciendo Santa María, Santa María y allá con la lengua le interrogó y bautizó. Su Majestad debe mandar que no se haga justicia de ningún indio sin hacerlo saber al cura parroquial o a algún religioso y que den traslado a los protectores y que muchos indios e indias andan por el Cuzco muriendo de hambre porque les han quitado sus tierras y casas. Y andan pidiendo limosnas con una cruz en la mano.

        Francisco Rodríguez Santos, testigo, en Sevilla el veintitrés de junio de mil y quinientos y cuarenta y tres años, siendo canónigo en la santa iglesia de México, prometió decir la verdad. Que a muchos indios los castigan y azotan y trasquilan y traen en cepos. Si les preguntan no saben el ave Maria. Y que muchos mueren sin haber recibido los sacramentos porque hay pocos clérigos y la tierra es larga. Y que a algunas mujeres indias que no se saben el Ave Maria las prenden y allí dicen que tienen ayuntamiento con ellas. Que algunos frailes de mala vida hacen desmanes en Nueva España.

            En la ciudad de Sevilla, a veintitrés días del mes de junio de mil y quinientos y cuarenta y tres años, el señor licenciado Gregorio López tomo juramento en forma de vida de derecho a Andrés Núñez, clérigo mayordomo del obispo de México, el cual puso la mano en sus pechos y prometió y juro de decir verdad de lo que le fuese preguntado. Dijo que lo que este presente testigo ha visto que el que se excedía ha sido castigado y que bien es verdad que hay falta de ministros que administren los sacramentos y que de esta causa muchos indios mueren sin sacramentos porque hay muchas tierras donde nunca vieron clérigos y frailes y que a este testigo les ha acaecido salirle muchas mujeres con los niños a rogarles que los bautizasen y que aunque hay una cedula de Su Majestad para que los encomenderos paguen un sacerdote en cada pueblo los más de ellos no lo hacen y que le parece a este testigo que convenía que los indios que se doctrinan en los monasterios se cursen por tres o cuatro años cuanto supiesen la doctrina cristiana y la lengua española y no estuviesen más tiempo porque de estas más viene mucho daño porque, con la ociosidad, andan perdidos entre los indios y los temen los caciques y aun los indios labradores. Y también le parece a este testigo que no les debían enseñar a los dichos indios más de la doctrina cristiana porque ha visto que se lee públicamente lengua y filosofía que oyen diez o doce indios poco más o menos y que uno de estos indios le vino a preguntar a este testigo dime quid est tunitas. Y también parece que la diversidad de muchos hábitos de religión no ha hecho mucho fruto en la tierra que convenía que se conformasen todos en un hábito porque los indios se alteran en ver tanta diversidad de hábito. Y que en lo de la administración de la justicia que no sabe cosa.  Que en lo de la población México y sus comarcas está muy bien poblada de indios y lo saben porque le dieron un informe con trescientas iglesias de campana y que los indios están muy diestros  y corren ya un caballo en perfección y que, a esta causa, convenía tener mucho cuidado en la población de los españoles y que los españoles trabajasen en sus oficios y que hay en México mas de seiscientos españoles sin oficio, corriendo en costa ajena que el tributo de los indios es en mantas y sería bueno que se le diese a elegir como quieren pagar y que, cuando pagan en gallinas y son flacas, no se las quieren coger y terminan esclavos.

            En la ciudad de Sevilla, a veintitrés días del mes de junio de mil y quinientos y cuarenta y tres años, juramento de San Juan de Sasiola que ha estado cuatro años y medio en Guatemala, Honduras y valle de Olancho y que ha visto que los indios son muy maltratados porque los ha visto llevar cargados ciento y ciento y veinte leguas de sus pueblos, cargados de maíz y de sal y de otras cosas y que se han muerto muchos por los caminos. Que no hay clérigos suficientes y que mueren sin bautizar muchos de ellos. Que en esos cuatro años y medio años faltan de Guatemala unos catorce mil indios

            En Sevilla a veinticinco días del mes de junio de mil y quinientos y cuarenta y tres, pareció como testigo Alonso Rodríguez, natural de Guadalcanal, quien declaró haber estado en México por espacio de catorce años. Que los ha visto bien tratados y los clérigos van por las provincias bautizando y confesando los indios.

        En Sevilla, a veintiséis de junio de mil y quinientos y cuarenta y tres, prestó juramento fray  Martín de Figueroa, comendador de Nuestra Señora de la Merced, dijo que estando en el Nuevo Reino de Granada, que es en la gobernación de Santa Marta, desde hacía trece años y medio, él ha estado mucho tiempo en Santa Marta y hay una cosa que le parece que convendría mucho proveerse para ganar aquella tierra de paz y volverla a la fe y es que junto a la ciudad de Santa Marta hay unas cinco villas que son puertos de mar que hay siete u ocho pueblos de indios y otro que se dice la Ciénaga y otro valle que se llama de Gavira que están todos junto al mar y que estos están de paz cuando quieren y que convenía mucho que a estos se mandase, so graves penas, que no llevasen sal, ni pescado a los indios de la sierra que están de guerra porque todos los indios de la sierra no comen carne y su mantenimiento es pescado y sal la cual les llevan estos indios de estos pueblos y los mismos pueblos de la sierra hacen a los mismos indios que estén de paz por tener ellos bastimentos de su mano y quitándoles este mantenimiento los indios de la sierra vendrían de paz y teniendo estos mantenimientos ni los unos ni los otros están de paz  porque acaeció muchas veces salir los cristianos a los caminos a defender que los indios de guerra no les maten los caballos ni los ganados y así los indios que están de paz como los de guerra matan a los cristianos y este testigo lo ha visto y le han dado a él un flechazo. Y también convenía que los indios que se hubiesen de guerra de aquella sierra Su Majestad hiciese merced de su quinto de ellos a los tomadores porque se inclinasen más a la guerra viendo que les venía mayor provecho y cuando los de la sierra se viesen molestados vendrían de paz y que no se lleve almojarifazgo de las cosas de comer.

        En Sevilla, a veinticinco días del mes de junio de mil y quinientos y cuarenta y tres años pareció por testigo Benito Sanabria, natural de la villa de Cáceres,  el que juro decir verdad. Dijo que ha estado este testigo en el Nuevo Reino de Granada dos años. Y que al tiempo que fue oyó decir como se le habían hecho muy malos tratamientos a los indios por les sacar oro y habían muerto muchos indios. Y que, después que este testigo está allí, ha visto matar algunos indios. Especialmente vio matar a uno que era indio principal porque decían que había dicho que no trajesen los indios a los cristianos más mantas, ni maíz, ni carne y cree que Gonzalo Yánez o por su mandado se hizo proceso contra él y le ahorcaron. Y que, en Santa Fe, a otro indio le hicieron cuartos porque trajo cierta moneda que decía que era de oro y era de metal. Y también oyó decir este testigo que Pedro de Colmenares había tenido a un indio cacique suyo colgado de un brezo que casi no llega los pies al suelo porque le diese oro y que no murió el indio porque este testigo lo vio después. Y que ha visto este testigo como cargan a los indios, aunque les pesa, sin pagarles cosa alguna si son indios de su pueblo cuando son indios criados o cuando van de caminos…

            Que este testigo oyó decir  después de partido ya que se venía de camino, estando en el río de Bogotá, como se había hecho justicia en Tunja que es en el Nuevo Reino de Granada de un indio principal, señor de Tunja, que se llamaba Tochacipa que estaba encomendado al capitán Juan del Junco y que decían que era porque apellidaba la tierra y que decía que los mercados que no sirviesen los indios a los cristianos y que oyó decir que le había hecho justicia Gonzalo Suárez  y que también oyó decir que algunos vecinos amenazaban con perros a los indios para que le diesen oro, trayendo indios ladinos por la tierra, amenazando con los dichos perros. Y que este testigo vio preso al cacique de Tunja que lo puso preso Gonzalo Suárez y luego lo soltó y los indios de Junco los repartió a otros encomenderos. Que los indios de la sierra de Santa Marta están alzados y que necesitan los españoles mucha ayuda porque tienen muchos trabajos.

            En Sevilla, a veintiséis días del mes de junio de mil y quinientos y cuarenta y tres años, compareció el testigo Francisco de Alegría, clérigo tesorero de la iglesia de Guatemala, el cual juro decir verdad. Dijo que hacen todo lo que pueden por los indios, que los bautizan a los indios y los confiesan y que los indios son muchos y los sacerdotes pocos y que, en esta provincia de Guatemala, convenía que se juntasen los indios en pueblos porque, estando dispersos por los campos y casas, no pueden ser administrados en las cosas de la fe, y que unos encomenderos acuden al obispo para que envíe un cura a atender e instruir o visitar a sus indios y otros no se curan de ello, y que a esa causa se mueren muchos indios sin bautizar y sin otros sacramentos. Y que la tierra es muy montuosa y que la única forma que habría de que esto no ocurriera era juntando a los indios en pueblos y que eso pasa aunque el obispo premia a los encomenderos que cumplen.  Y en cuanto a la justicia se han dejado de castigar muchos encomenderos que abusaban aunque desde que llego el obispo la justicia anda mejor. Que hay muchos españoles pobres que viven allegados a encomenderos y a otras personas que tienen de comer.

        En Sevilla, a veintisiete días del mes de junio de mil y quinientos y cuarenta y tres años compareció el testigo Martín de Maturana, vecino que dijo ser de la ciudad de Vitoria, dijo que ha estado en la ciudad de Santiago de Guatemala doce o trece años hasta ahora que podrá haber hasta nueve meses que partió de allá y que en lo que toca a la gobernación de aquella tierra  y los clérigos de la iglesia hacen bien sus oficios y viven honestamente porque los deshonestos no osan pasar a la tierra aunque hay pocos clérigos y muchos indios y que los que tienen pueblos de indios encomendados llevan de tiempo en tiempo a clérigos para que los bauticen y confiesen pero que, de asiento, no tienen clérigos en los pueblos y que las casas de los indios están derramadas por los campos y que se podían juntar y vivir juntos porque muchos indios se mueren sin recibir los sacramentos. Y que la justicia se hace bien aunque algunas veces se disimulan cosas porque son pobladores nuevos para evitar que la tierra se despueble. Que los indios ahora andan regular porque, después del terremoto de Guatemala, caen más tributos sobre ellos que a catorce leguas de Guatemala esta la provincia de Teculaclán que está de guerra y también otros pueblos a veinte leguas que los frailes mandaron allí a caciques de paz pero siguen de guerra y los frailes no han ido allí a predicar y que si no los presionasen tanto con los tributos holgarían de tener amistad con los españoles.

            Otrosí dijo que vio este testigo algunas veces venir indios a Guatemala a servir a sus amos o a trabajar en el edificio de las casas y que se les acababa la comida y los enviaban sin darles cosa alguna para el camino que le parecía a este testigo gran inhumanidad que se iban muriendo de hambre, aunque algunos otros de sus amos lo hacían bien con ellos y les daban con que se volviesen…

        En la ciudad de Sevilla, a treinta días del mes de junio del año de mil y quinientos y cuarenta y tres, compareció el testigo Pedro de Aguilar, vecino de México, morador en las minas de Cultepeque y juró decir la verdad. Siendo preguntado dijo que ha estado en muchos pueblos de la Nueva España y en todos ha visto que se tiene cuidado del bautizo de los indios y de los confesar, así por clérigos como por religiosos. Y que, en donde el testigo vive, se sirve muy bien la iglesia de los oficios divinos y que, algunos de los que tienen pueblos de indios encomendados, tienen clérigos en sus pueblos y que otros no los tienen porque caen cerca de otros pueblos o de monasterios donde siempre oyen misa y se les administran los sacramentos y que los clérigos que el conoce viven honestamente y que la justicia el virrey y la audiencia lo hacen bien.

        Otrosí, dijo este testigo que en las dichas minas de Cultepeque trabajan muchos indios que los alquilan los señores que tienen encomendados pueblos de indios a los de las minas a veinte y a diez y ocho castellanos por año por cada indio, los cuales se pagan al mismo señor que los alquila. Y que estos trabajan de sol a sol y que no ha visto este testigo que muera ningún indio por el trabajo que allí pasan y que los señores que los alquilan renuevan de veinte a veinte días los indios porque sufran el trabajo. Y que el virrey envía a las minas a un visitador al año para ver si han ido contra las ordenanzas de los indios a las minas de Cultepeque y que el visitador no sabe de minas pero pone multas por valor de mil pesos de oro y se va. Y que, en realidad, es una imposición porque este testigo ha tenido que pagar muchas veces sin tener culpa de nada. Es el salario del visitador.

         Otrosí, dijo este testigo que los diez y ocho o veinte castellanos que tiene dichos que se dan por cada indio se hace con licencia del visorrey y en recompensa de los tributos en que los indios están tasados. Por manera que no pagan los tributos y más este servicio sino este servicio en lugar de los tributos. Y que las Indias no se podrían conservar si no se hiciese esto de los indios y que se da a escoger a los indios que cual quieren más pagar los tributos, en tributos o en esto del servir de las minas, y que ellos escogen lo que más quieren.

        En Sevilla, a treinta días del mes de junio de mil y quinientos y cuarenta y tres pareció presente Diego Alemán, vecino de la villa de Comayagua, en la provincia de Honduras. Siendo preguntado, dijo que lleva diecinueve años en las Indias y en Honduras seis o siete años y que ha venido ahora de Honduras. Siendo preguntado, dijo que sólo están doctrinados los indios que sirven con los españoles pero los demás, que están dispersos, no hay quien los doctrine, ni los bautice, ni les administre los sacramentos. Sólo los naborías son los doctrinados, pero los indios de encomienda que están en sus pueblos no, ni se preocupan sus encomenderos. No hay tasación de tributos sino que cada encomendero cobra lo que quiere y hace lo que quiere y los ponen a cargar bastimentos y mantenimientos hasta las minas, donde trabajan los esclavos negros, y algunos mueren por el camino. Y en las minas trabajan los esclavos negros y los esclavos indios y los naborías y que son maltratados los indios porque mueren a veces por ir muy cargados y también por sacarlos de tierra fría a caliente. Los únicos indios doctrinados son los naborías que sirven en las casas de los españoles.

          En Sevilla, a veintiún días del mes de junio de mil y quinientos y cuarenta y tres, pareció por testigo fray Tomás de Berlanga, obispo de la ciudad de Tierra Firme llamada Castilla del Oro, y dijo que se tiene mucho cuidado de culto en su Catedral y que en todo el obispado no hay pueblos de indios si no es en el pueblo de Nata y en la isla de Flores y en los demás, Nombre de Dios, Aclá y Nata, administran los sacramentos clérigos y curas. Que hay muchos indios que están a ocho leguas de los pueblos y que no son bautizados y sus encomenderos no tienen cuidado de nada y que los encomenderos tienen muy poco cuidado de sus ánimas que ya pluguiese a Dios que tuviesen cuidado de sus cuerpos y que estos encomenderos les llevan las sangres y las vidas y no les dejan tener su propia y que este repartimiento de los indios trae todos los daños… Que aunque hubo cédula para que el obispo interviniese en la tasación de los tributos no lo cumplieron y no se tasan los indios en gran perjuicio. Y que si se tratara bien a los indios comarcanos de los que están de guerra estos vendrían de paz. Aún así huelga decir que el trato que se les da a los indios ha mejorado mucho porque algunos españoles se dan cuenta que los indios son la única hacienda que tienen.

(AGI, Patronato 231).

 

 

PARA SABER MÁS:

 

 

MIRA CABALLOS, Esteban: “Conquista y destrucción de las Indias”. Sevilla, Muñoz Moya Editor, 2009.

 

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

REPENSANDO EL GENOCIDIO DE LA CONQUISTA DE AMÉRICA

REPENSANDO EL GENOCIDIO DE LA CONQUISTA DE AMÉRICA

        A continuación procederemos a aclarar los conceptos de etnocidio y genocidio. Empezando por el primero, se trata de una noción popularizada en los años 70 por los estudios del antropólogo francés Robert Jaulin. Éste lo utilizó para designar cualquier acción conducente a la desaparición, a corto, medio o largo plazo, de una cultura indígena. En el diccionario de la RAE aparecía definido como destrucción de una etnia en el aspecto cultural. Con mucha más precisión, en la Reunión de San José de Costa Rica, patrocinada por la Unesco, el 11 de diciembre de 1981, se consensuó la siguiente definición:

 

        "El etnocidio significa que a un grupo étnico colectiva o individualmente, se le niega el derecho de disfrutar, desarrollar y transmitir su propia cultura y su propia lengua. Esto implica una forma extrema de violación masiva de los derechos humanos, particularmente del derecho de los grupos étnicos al respeto de su identidad cultural…"


 

        A juzgar por estos axiomas queda claro que, tanto en la conquista como en la colonización de América, se produjo un etnocidio generalizado. De hecho, el fin último siempre fue la integración de los nativos cultural y religiosamente. Se pretendía hacer tabla rasa con ellos, sustituyendo su mundo imperfecto por el perfecto orbe cristiano. En el Imperio de los Habsburgo tan sólo tendría cabida el homo christianus. ¿Se trataba de una decisión exclusivamente religiosa o también tenía un componente racista? Inicialmente era una exclusión de tipo religioso como ha defendido Antonio Domínguez Ortiz, pero de alguna forma ésta implicaba un cierto grado de racismo, como lo prueban los expedientes de limpieza de sangre. Además, en América, la primacía social la detentaron los blancos, seguidos en teoría por los indios y, en el último eslabón, se situaron los negros y las castas. Los propios manuscritos de la época lo decían con toda claridad: en una sociedad dominada por los blancos tienen más privilegios quienes tienen menos porción de sangre negra o india. Siglos después, el alemán Alexander von Humboldt, que recorrió América del Sur, escribió en este sentido lo siguiente:

 

        "En España, por decirlo así, es un título de nobleza no descender de judíos ni de moros. En América, la piel más o menos blanca decide la posición que ocupa el hombre en la sociedad".

 

 

        Los testimonios, pues, muestran a una sociedad en la que existía una intolerancia casticista pero también un componente racista, donde el fenotipo determinaba la ubicación de cada grupo dentro de la sociedad. Y este racismo era más manifiesto en las colonias, hasta el punto que los expedientes de limpieza de sangre se aplicaron más en la discriminación de las castas que en la persecución de los judeoconversos como había ocurrido en la Península. Por tanto dejaron de ser un mecanismo de persecución del neófito para convertirse en un instrumento de limpieza fenotípica.

        El indigenismo era pues esencialmente etnocida, pese a contar con personajes de la talla del defensor de los indios, fray Bartolomé de Las Casas. El objetivo último de todos –desde la Corona hasta los colonos, pasando por los religiosos- era su conversión y su integración como labradores de Castilla. A eso llamaban en el siglo XVI, vivir en policía. Todos tenían claro que la empresa indiana no estaría concluida hasta que todos sus habitantes hablasen el castellano y practicasen la religión católica. De hecho, desde 1550 encontramos disposiciones Reales para que no se demorase la enseñanza del castellano a los indios, considerándola un vehículo fundamental para la adopción de las costumbres hispanas. Obviamente, si algunos religiosos aprendieron las lenguas nativas no fue por un afán altruista de conservación sino para lograr una más rápida conversión y aculturación. Hubo decenas de casos, por ejemplo, el del jesuita Juan Font que cultivó la lengua que se hablaba en Vilcabamba para catequizar personalmente, sin necesidad de usar intérpretes. También fray Domingo de Santa María dominó el habla mixteca, publicando incluso un catecismo en dicha lengua, mientras que Vasco de Quiroga editó otra doctrina en el idioma de Michoacán.

        Ni tan siquiera fray Bernardino de Sahagún, padre de la antropología, lo hizo por un afán de conocimiento, sino como un medio para hacer más eficiente su conversión. Como muy acertadamente escribió Luis Villoro, Sahagún, no fue un científico sino un misionero, un soldado del Señor en lucha constante contra la idolatría y el pecado.

        El etnocidio quedó definitivamente consagrado a partir de las Ordenanzas de nueva población y pacificación de las Indias, expedidas en el Bosque de Segovia, el 13 de julio de 1573. La palabra conquista fue desde entonces desterrada; en adelante, cumpliendo con las bulas de donación, solamente habría penetración misional. Etnocidio puro y duro, con la coartada de la evangelización.

        No obstante, huelga decir que toda forma de colonización a lo largo de la Historia ha sido etnocida porque siempre se pretendió la imposición de la cultura de los vencedores sobre los vencidos. Y etnocidas siguen siendo los intentos contemporáneos de integrar a los aborígenes en la sociedad actual. De hecho, cuando el presidente ecuatoriano José María Urbina manifestó, en 1854, su determinación de sacar definitivamente a los indios de su barbarie y civilizarlos, estaba actuando de forma etnocida.

        Pero el etnocidio no excluye el genocidio. La RAE define este último concepto como el exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de religión o de política. También la ONU, por una resolución de 1948 para la prevención y sanción de dicho delito, refería en su artículo segundo:

 

        "Se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal: a) matanza de miembros del grupo; b)lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; e) traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo".

 

 

        Posteriormente ha habido algunos intentos de clasificar y sistematizar los distintos tipos de genocidio. Por ejemplo, Vahakn Darian propuso cinco tipos posibles, a saber: el cultural -que pretende la asimilación-, el latente –que provoca daños no deseados como la propagación de epidemias-,  el retributivo –que castiga a las minorías irreductibles-, el utilitario –que provoca matanzas para obtener el control económico- y el optimal –exterminio intencionado de un grupo humano- . Christiane Stallaert sostiene que en la Conquista hubo tres subtipos de genocidios, es decir, el cultural, el latente y el utilitario. El primero de ellos se correspondería más bien con lo que nosotros hemos llamado etnocidio, mientras que sí que hubo claramente sendos genocidios latente y utilitario. Y aunque no existiera como fin último el extermino de grupos humanos, sí es cierto que no se tomaron las medidas oportunas para evitarlo. Y aunque Stallaert no lo menciona, en casos muy concretos, se dio la forma más dura y cruel de genocidio, el optimal, que pretendía intencionadamente el exterminio de grupos humanos.

        El genocidio americano tenía un precedente inmediato, como el desencadenado en las islas Canarias a lo largo del siglo XV. Los guanches fueron diezmados y esclavizados hasta su total extinción. En América ocurrió exactamente lo mismo, con la única diferencia de la magnitud, porque cuantitativamente la población canaria no podía compararse con la americana. Las Casas estimó que, entre 1492 y 1560, murieron en las Indias Occidentales al menos 40 millones de nativos, despoblándose unas 4.000 leguas, cosa nunca jamás otra oída, ni acaecida, ni soñada. Los taínos de las Antillas Mayores fueron exterminados de la faz de la tierra en apenas unas décadas.

        Se ha afirmado sin razón que, pese al desastre demográfico, no hubo genocidio porque no existió voluntad de aniquilación sino de incorporarlos a la cadena productiva como mano de obra. Pero, esta afirmación parte de una idea errónea, es decir, la de considerar a los amerindios como una unidad. En realidad, como es bien sabido, en América hubo tres categorías de pueblos indígenas, a saber: una primera formada por las complejas civilizaciones de los Andes y Mesoamérica. Los incas eran los que disponían de un imperio más avanzado políticamente a diferencia de los mexicas que no tenían sometidos a los tlaxcaltecas, huejotzingos y cholultecas ni a los pueblos mayas. Una segunda categoría, que abarcaba las regiones caribeñas y las áreas araucanas, sedentarias en su mayor parte pero con una estructura socio-política poco desarrollada. Vivían en estado tribal y practicaban una agricultura de roza. Y una tercera categoría en la que se incluían los amplios territorios tropicales y septentrionales donde habitaban pueblos seminómadas, dedicados básicamente a la caza y a la recolección y, por tanto, muy atrasados cultural y tecnológicamente. 

        Pues bien, fueron sobre todo los indios de la primera categoría los que se incorporaron de forma menos traumática a la cadena productiva, aunque fuese en penosísimas condiciones laborales. Los propios españoles, con alborozo, se dieron cuenta que los naturales de Nueva España eran más hábiles para el trabajo y estaban acostumbrados a tributar a sus señores, al igual que lo hacían los labradores de España. Igualmente, decía Cieza de León que los quechuas del Perú, a diferencia de los indómitos nativos de Popayán, tenían muy buena razón y una gran capacidad de trabajo porque siempre estuvieron sujetos a los reyes Incas.

        Los nativos de la segunda categoría no se llegaron a adaptar al trabajo sistemático, por lo que perecieron aceleradamente, sin que apareciese una voluntad clara de evitar su dramático final. Y citaré un ejemplo concreto, por una Real Cédula, fechada el 30 de abril de 1508, se declaró a los islotes de las Bahamas y a algunas de las Antillas Menores como islas inútiles y, por tanto, su población susceptible de ser deportada. Los pacíficos e inocentes lucayos de las Bahamas fueron trasladados en condiciones inhumanas a los centros neurálgicos de las Antillas Mayores, especialmente a La Española, para que a cambio de su trabajo se les enseñase la doctrina cristiana. Pero, estos primitivos seres, acostumbrados a formas de vida pre-estatales,  fueron incapaces de adaptarse a la nueva vida que se les proponía: se les daría las aguas del bautismo y con ello la salvación eterna, y a cambio, servirían a los cristianos. La mayor parte de ellos pereció en la travesía o en los meses inmediatamente posteriores a su arribo. Su única culpa, vivir en unas islas que, al menos en esos momentos, no reportaban beneficios económicos. Tan drástica y cruel disposición, lejos de abolirse, fue ratificada en 1513, deportándose en tan sólo cuatro o cinco años entre 15.000 y 40.000 personas. El licenciado Alonso de Zuazo describió en una carta, fechada en enero de 1518, las penosísimas condiciones en que fueron trasladados estos desdichados individuos:

 

        Como los sacaron de sus naturalezas y por causa de los pocos mantenimientos de que iban fornecidos los navíos, ha sucedido que se han muerto más de los trece mil de ellos; y muchos al tiempo que los sacaban de los navíos, con la grande hambre que traían se caían muertos, y los que quedaron, siendo libres, los vendieron a muy grandes precios por esclavos, con hierros en las caras; y pieza hubo que se vendió a ochenta ducados.    

    

 

        Las Bahamas se despoblaron de tal forma que el padre Las Casas ironizó, diciendo que quedó habitada exclusivamente por flores y pájaros. Aunque probablemente no previera el desenlace, la decisión del rey Católico fue verdaderamente genocida. Un cruel decreto que abocó a los lucayos a su desaparición en apenas unos años. Pero no fueron los únicos; también los taínos antillanos, los picunches y huilliches en el norte del área araucana, los chichimecas, los caribes o los nómadas de la pampa argentina fueron diezmados, algunos hasta su exterminio, en un descabellado intento por integrarlos en el sistema socio-laboral.

        Y en cuanto a los nativos del tercer grupo, ni tan siquiera existió un intento de incorporarlos a la cadena productiva. Se trataba de grupos seminómadas dedicados en gran parte a la caza y a la recolección que ocupaban territorios tropicales, esteparios o montañosos de escasa productividad económica. En algunas zonas al norte de Nueva España, el chaco argentino, Uruguay y Paraguay se dieron estas circunstancias y dado que, además de no ser aptos para el trabajo sistemático, suponían una molestia para los europeos, se planteó una verdadera guerra de exterminio. Los chichimecas del norte de México fueron masacrados indiscriminadamente y su afán fue puramente genocida porque ni tan siquiera hubo un intento serio de integración. Juan de Cárdenas, en el siglo XVI se planteó, por qué los chichimecas enfermaban y morían poco después de ser capturados por los hispanos. Sus conclusiones fueron claras: por los estragos de la mudanza pero también por la tristeza que les producía verse entre gente que por tan extremo aborrecen. Lo mismo podemos decir de las tribus calchaquíes del noroeste argentino, cuyo conflicto duró hasta el siglo XIX y provocaron verdaderas campañas de exterminio. En otras zonas inhóspitas de la frontera guaraní los bandeirantes portugueses, causaron grandes estragos sin que nadie hiciera gran cosa por remediarlo. El resto de los territorios tropicales fueron ocupados mucho más tarde por portugueses, ingleses, franceses y holandeses que paulatinamente provocaron su repliegue o su desplazamiento hacia las zonas más inaccesibles.

        Esta estructuración se puede reducir aún más; Los hispanos distinguieron a groso modo dos tipos de territorios, a saber: los útiles, que serían poblados y explotados en base a la mano de obra indígena y negra. Y los inútiles, como las islas Lucayas, Nicaragua, Yucatán o Río Pánuco, cuya población fue deportada hacia las áreas neurálgicas como mano de obra esclava y prácticamente exterminada.  

        Hubo, asimismo, un exterminio sistemático de caciques y de líderes indígenas que eran sustituidos por sus propios hijos o sobrinos, ya leales al Emperador. Los ejemplos se cuentan por decenas. Así, cuando, en 1524, Pedro de Alvarado se adentró en territorio quiché lo primero que hizo fue ejecutar a los jefes indígenas Tecum Umal y Tepepul, quemando sus pueblos. Acto seguido, para evitar el vacío de poder, les quitó las cadenas a sus respectivos hijos y los proclamó oficialmente como nuevos caciques. Y todo ello lo hizo, según contó él mismo a Hernán Cortés, para bien y sosiego de esta tierra. Con no menos saña se comportó el medellinense Gonzalo de Sandoval que, al norte de México, en la región de Pánuco, quemó en la hoguera a 400 caciques, hecho que fue elogiado después por su paisano Hernán Cortés.

        Se utilizó sistemáticamente el terror como medio de sometimiento. En la plaza mayor de Cholula se cometió una de estas grandes matanzas de que estuvo jalonada la Conquista. Hernán Cortés siempre alegó que previamente los indios cholutecas habían urdido una conspiración para acabar con ellos. Y probablemente era cierto, pues, todos los cronistas coinciden en señalar toda una serie de síntomas. Para empezar, habían sacado de la ciudad a la mayor parte de sus mujeres e hijos y habían acumulado piedras en las azoteas. Y además, habían sacrificado a varios niños lo que se interpretó como parte del ritual previo al combate. Pero, con conspiración o sin ella, lo cierto es que la matanza fue brutal, despiadada y desproporcionada, dejando sin vida sobre el frío pavimento de la Plaza Mayor a seis millares de nativos. El objetivo real de tal masacre no fue frenar esa conspiración, pues con el ajusticiamiento de los cabecillas hubiese sido suficiente. Se pretendía infundir en los nativos tal temor que perdieran toda esperanza de resistencia. Uno de los españoles que participaron en la masacre, Bernal Díaz del Castillo, escribió en este sentido lo siguiente:

 

        "Que si no se hicieran estos castigos esta Nueva España no se ganara tan presto, ni se atreviera (a) venir otra armada y que ya que viniera fuera con gran trabajo, por que les defendieran las puertas".


 

        No menos claro fue el padre Las Casas cuando dijo que la única justificación que tuvieron para consumar la masacre de Cholula fue sembrar u temor y braveza en todos los rincones de aquellas tierras.

        La colonización fue aún peor porque el indio fue discriminado y depauperizado hasta límites insospechados. Todavía en nuestros días quedan residuos de ello en nuestra lengua. Cuando hablamos de hacer el indio nos referimos a hacer el tonto, equiparando indio con un ser poco inteligente o inferior intelectualmente. 

        Ahora bien, ¿es posible comparar el genocidio de la Conquista con el llevado a cabo por los Nazis antes y durante la II Guerra Mundial? Bueno, Christiane Stallaert ha establecido paralelismos entre la Alemania Nazi y la España Inquisitorial porque ambas tenían como objetivo la cohesión social, aunque la primera optase para ello por la exclusión y, la segunda, por la asimilación. La pureza racial Nazi y la pureza religiosa española tuvieron puntos en común. Cuando un español probaba su condición de cristiano viejo y, por tanto, libres de sangre mora o judía, llevaba implícito necesariamente un componente racista. Incluso llega a afirmar esta antropóloga que los Nazis no lograron finalmente su objetivo de limpieza étnica pero España sí, en unos territorios andalusíes que había perdido hacía más de siete siglos. 

        A mi juicio, ya es hora de liberarnos de prejuicios y, aunque a priori nos pueda parecer anacrónica esta comparación lo cierto es que, a lo largo de la Historia, el genocidio y los genocidas siempre han tenido puntos en común. Pese a ello, a mi juicio, el Nazismo implicó una versión de genocidio mucho más acabada, perfeccionada y malvada. Implicó la instrumentalización de la ciencia, el apoyo estatal y la eliminación de pruebas y testigos, conscientes de que algún día la historia les juzgaría. Además, el exterminio de las minorías formaba parte intrínseca de la Alemania Nazi: judíos, gitanos, polacos o disminuidos físicos debían ser eliminados. Incluso, Hitler pensó en sus últimos meses de vida que el mismo pueblo alemán merecía su aniquilación por no ser lo suficientemente fuerte como para dominar el mundo.

        En cambio, los conquistadores asolaron más por su afán de hacer fortuna que por un deseo de exterminio en sí mismo. En general, no parece que llegaran a desarrollar una voluntad explícita de exterminio. España pretendió uniformizar e integrar; sólo habría una lengua, una cultura y una religión. Todo lo demás no tendría cabida. Pero no existió nada parecido a lo que los Nazis llamaron la solución final. Ahora, bien, también es cierto que la Conquista tuvo dos agravantes: el primero, la magnitud de la mortandad que afectó a más de 70 millones de personas. Y el segundo, que los crímenes quedaron impunes, pues no hubo ningún proceso parecido ni similar al de Nuremberg, donde, como es sabido, una buena parte de los Nazis supervivientes fueron condenados a muerte o a cadena perpetua.  

        En definitiva, hubo un etnocidio sistemático y más puntualmente un genocidio que podríamos llamar arcaico o moderno. Muy lejos de esa versión más perfecta, y a la vez más siniestra, que alcanzará en la Edad Contemporánea.    

 

¿SE PUEDE CULPAR A ESPAÑA?

 

        En 1894 el eminente historiador y erudito García Izcalbalceta afirmó que, a diferencia de otras potencias colonizadoras, ni el gobierno ni la nación española fueron cómplices de las crueldades cometidas en el Nuevo Mundo. Obviamente, con el volumen de documentación que hoy disponemos, dicha afirmación es absolutamente indefendible. La Corona recibió cientos de memoriales delatando los malos tratos que estos recibían. Pero, desgraciadamente su máxima preocupación nunca fue la verdadera y efectiva protección de los aborígenes sino evitar que disminuyese el flujo de metal precioso con destino a la Península. Además, siempre temió mucho más un posible alzamiento de los conquistadores o de las élites encomenderas que de los nativos. Conforme avanzó la colonización siempre fue consciente del mayor peligro que suponían los mestizos y, sobre todo los criollos, intentando no disgustarlos en exceso.   

        Ahora bien, dicho esto, también debemos reconocer que es tan gratuito como absurdo responsabilizar a España de una forma de actuar que han practicado todos los pueblos de occidente desde hace más de 2.000 años. Obviamente, no se puede sostener el europeismo exculpatorio sino al revés pero, insisto, de todos, no solamente de España.

        Tampoco es posible pedir hoy disculpas por lo que hicieron otros hace ya medio milenio, como no es posible que los italianos pidan perdón por lo que hicieron los romanos con los pueblos primitivos del Mediterráneo. Por tanto, es inútil y falaz pedir indulgencia tal y como se ha solicitado en más de una ocasión desde algunos foros indianistas. Algunos grupos indígenas han sido más prácticos, pues en 1989 exigieron ante el Tribunal Internacional de La Haya una indemnización de 10 billones de dólares. Ni cortos ni perezosos cuantificaron el daño recibido en un buen puñado de billetes, lo cual no deja de ser subjetivo, surrealista y hasta ofensivo con la memoria de los millones de seres humanos que perdieron sus vidas en tan dramático encuentro.

        Juan Pablo II, en 1984 destacó la cristianización del Nuevo Mundo como una de las obras más bellas llevadas a cabo por la Iglesia. Sin embargo, eso no le impidió que 16 años después, concretamente, el 12 de enero de 2000, en un documento titulado Memoria y Reconciliación pidiera perdón oficialmente en nombre de la Iglesia por los excesos allí cometidos. Un gesto de buena voluntad que honra a este venerable y recordado Pontífice pero que no deja de ser anacrónico y absurdo. E igual de irracional es sentirse ofendido cuando se describen los dramas y las brutalidades que allí ocurrieron.

        Lo que, en cambio, sí es posible y deseable es narrar y censurar el comportamiento de aquellos conquistadores del siglo XVI y, de camino, recordar que todavía en el siglo XXI muchos Estados continúan sometiendo y aniquilando a la minoría indígena. No se les puede pedir a los conquistadores que hubiesen practicado la interculturalidad o al menos el relativismo cultural, que son conceptos de nuestro tiempo, pero sí existía una importante corriente crítica, única en Europa, contraria a los métodos de expansión utilizados. Además está demostrada la existencia de unos conceptos morales absolutamente universales: el asesinato, la mentira, el incesto o la pederastia han sido siempre comportamientos censurables, al menos desde el origen de la civilización. Incluso la esclavitud fue reprobada por no pocos pensadores de la época, como el padre Las Casas, Tomás de Mercado o fray Bartolomé Frías de Albornoz y, ya en el siglo XVII, por el Capuchino fray Francisco José de Jaca. Y es que desde siempre se valoró la libertad –o lo que se entendía como tal- como un derecho natural y como un preciado bien. Ya en las Partidas de Alfonso X se destacaba la libertad como el bien más apreciado que las personas podían tener. Más claro aún fue don Quijote de la Mancha quien, en un pasaje, le dijo a su fiel escudero lo siguiente:

 

        "La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres".

 

 

        Ahora, bien, insisto que los españoles actuaron exactamente igual que otros pueblos occidentales antes y después de la Conquista. No se les puede culpar de pensar y actuar de acuerdo con el pensamiento dominante en la Europa Moderna. Fueron tan etnocidas y genocidas como los demás pueblos occidentales antes y después de la Conquista. Ni que decir tiene que portugueses, ingleses, franceses, holandeses y alemanes actuaron de forma parecida en sus respectivas colonias. Sin ir más lejos, a los Welser les concedió Carlos V la gobernación de Venezuela. Estos nombraron a varios delegados: Ambrosio Alfinger, Espira, Hutten, Dortal, Féderman, etcétera. Todos ellos causaron gravísimos estragos, cometiendo matanzas sistemáticas y convirtiendo el territorio en un inmenso mercado de esclavos. Esto prueba, una vez más, que el genocidio era realmente la forma en que occidente entendió cualquier forma de expansión durante buena parte de nuestra era. Estaba generalizada la creencia de que existían pueblos superiores e inferiores y que era un derecho y una obligación someterlos para llevarles la luz de la civilización y una religión superior. Salvaje era sacrificar muchachos al dios de la guerra o comerse a los prisioneros; civilizado era quemar a los herejes en la hoguera o someterlos a cruel esclavitud. Eran civilizaciones en estadíos evolutivos muy diferentes, ni mejores ni peores, pero los europeos no supieron apreciar ni valorar esta circunstancia.

            La Conquista fue presentada como el triunfo de la civilización sobre la barbarie. Para la mayoría de los europeos de la época los amerindios constituían sociedades degeneradas y bárbaras por lo que se imponía la necesidad caritativa de civilizarlos o de cristianizarlos, que era la misma cosa. Por ejemplo, Antonio de Herrera contrapuso la civilización castellana al barbarismo indígena, donde mandaban todos con violencia, prevaleciendo el que más puede. Ahora bien, excluía del barbarismo a los mexicas y a los incas. El padre Las Casas también contrapone el concepto civilización-barbarie, aunque invirtiéndolos. Para él los bárbaros eran sus compatriotas mientras que los civilizados eran los indios.

        Esta oposición entre civilización y barbarie ha estado presente invariablemente al menos hasta el Imperialismo decimonónico. Precisamente, en 1885, George Clemenceau se oponía a la opinión mayoritaria en Francia de la misión civilizadora en África, afirmando en la Cámara de los Diputados:

 

            "¡Razas superiores!, ¡razas inferiores! Es fácil decirlo, no existe el derecho de las llamadas naciones superiores sobre las llamadas inferiores… La conquista que usted preconiza es el abuso, liso y llano de la fuerza que da la civilización científica sobre las civilizaciones primitivas, para apropiarse del hombre, torturarlo y exprimirle toda la fuerza que tiene, en beneficio de un pretendido civilizador".

 

 

        Unos años más tarde, en la II Internacional, se criticó la política colonial porque llevaba al avasallamiento de las poblaciones primitivas. R. Tagore, Mahatma Gandhi y otros pensadores contemporáneos censuraron igualmente el expansionismo capitalista, es decir, el dominio de los pueblos presumiblemente civilizados sobre los supuestamente bárbaros.

        Creo que han quedado bien asentadas y demostradas tres premisas: una, que los españoles del siglo XVI actuaron exactamente igual que los demás pueblos de occidente a lo largo de nuestra era. Dos, que aún siendo ciertos los crímenes cometidos es tan absurdo como anacrónico culpar a los españoles de hoy por lo que hicieron personas de hace cinco siglos. Y tres, que todavía hoy algunos poderes hispanoamericanos siguen culpando a España de sus males para ocultar sus propias miserias. Ricardo García Cárcel, citando a Mario Vargas Llosa, lo ha dicho con una claridad meridiana:

 

        "No son los conquistadores de hace quinientos años los responsables de que en el Perú de nuestros días haya tanta miseria, tan aparatosas desigualdades, tanta discriminación, ignorancia y explotación, sino peruanos vivitos y coleando de todas las razas y colores".


 

        Dicho todo esto, sólo queda concluir, que no es posible pedir perdón hoy por lo que hicieron aquellos conquistadores y colonizadores del siglo XVI. De acuerdo con Manuel Lucena, el único objetivo de los historiadores de hoy debe ser conocer la verdad histórica y aceptarla, por dura que resulte.

 

 

PARA SABER MÁS:

 

 

MIRA CABALLOS, Esteban: “Conquista y destrucción de las Indias (1492-1570)”. Sevilla, Muñoz Moya Editor, 2009.

 

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

LAS PROFANACIONES DE TUMBAS EN LA AMÉRICA DE LA CONQUISTA

LAS PROFANACIONES DE TUMBAS EN LA AMÉRICA DE LA CONQUISTA

        De acuerdo con Miguel de Unamuno, el hombre es un animal guardahuesos, siendo una de las diferencias con el resto de los animales. Cuando en el Neolítico, el hombre vivía en chozas, ya construía grandes túmulos de piedra para enterrar a sus muertos. Había pueblos seminómadas, como los hurones, que cuando emigraban lo hacían cargando con los huesos de sus antepasados. Y ello no por un culto a la muerte sino al contrario, a la inmortalidad.

        Hay que advertir que se conocen saqueadores de tumbas desde los orígenes de la historia. Famosos fueron en ese sentido los saqueos de los sepulcros egipcios, realizados muchos de ellos en la misma época. Es más, las pirámides contaban con pasadizos secretos y con trampas diversas para evitar que la cámara funeraria fuese profanada. También el derecho civil romano incluía penas de destierro a los que profanasen sepulcros. En el caso americano, también está documentada la profanación de tumbas por parte de los puritanos ingleses y de los alemanes en Venezuela. Lo que quiero decir con todo esto, es que los conquistadores españoles no hicieron más que continuar una tradición profanadora ancestral.

        En América se daban las condiciones idóneas para que proliferasen estos ladronzuelos de sepulturas, pues la incineración fue una práctica excepcional entre los pueblos amerindios. Dicho de otra forma, la tradición de enterrar a las personas poderosas con objetos suntuarios creó una predisposición en los españoles para hacerse saqueadores de tumbas cada vez que sospechaban de la presencia de un sepulcro bajo tierra.

        Los españoles trataban de conseguir oro a toda costa; una vez obtenido todo el metal de oro acumulado por los nativos en siglos, procedieron a extorsionarlos para que les confesasen el lugar donde inhumaban a sus caciques, curacas y señores principales. Muchos de ellos se convirtieron en verdaderos etnólogos pues siempre indagaban allá por donde llegaban en las costumbres funerarias de cada pueblo. De hecho Pedro Cieza de León, relata de manera rutinaria en su Crónica del Perú, la forma en que cada pueblo enterraba a sus curacas. Se trataba de una información útil que todos querían conocer de ahí que la incluyera en su obra.

        Ya en la expedición capitaneada por Juan de Grijalva a Yucatán, en 1518, se encontró varias sepulturas relativamente recientes con abundantes piezas de oro. Ni cortos ni perezosos las saquearon, pese al olor nauseabundo, y de creer es –escribió Fernández de Oviedo- que si tuvieran más oro, que aunque más hedieran, no quedaran con ello, aunque se lo hubieran de sacar de los estómagos. En 1527, Alonso de Estrada envió a Oaxaca al capitán Figueroa para que saquease las joyas de los sepulcros porque era costumbre entonces enterrarlos con ellas. Tan lucrativo resultó el negocio que, en 1538, la Corona le concedió la exclusividad en toda Nueva España y Venezuela a don García Fernández Manrique, Conde de Osorno. Desde ese momento todos los tesoros que se encontraran serían propiedad del Conde y sus herederos, aunque eso sí, pagando el quinto correspondiente.

        También en la conquista del incario se desvalijaron sistemáticamente las viejas sepulturas. Belalcázar, tras tomar Quito, se desilusionó por no hallar las riquezas esperadas, pese a que desenterraron a todos los muertos que se encontraron. Y Francisco Pizarro hizo lo propio cuando ocupó Cuzco; los soldados le pidieron autorización para saquear la ciudad sagrada y Pizarro se lo concedió o al menos no lo impidió. Y ello porque sabía que no podía evitar que estos mercenarios se cobrasen sus honorarios. El saco fue absoluto, comparable al de Roma ocurrido cinco años antes, pero con una diferencia que aquel fue fruto de la insubordinación de los soldados y éste se hizo con el consentimiento tácito de la máxima autoridad. Según Pedro Pizarro, emitió un bando prohibiendo la entrada en las viviendas particulares, pero en cualquier caso no dispuso en esos momentos de los medios para hacerlo cumplir. De hecho, se produjo una desbandada generalizada en la que unos y otros competían por entrar los primeros en los templos y en las casas así como en los depósitos estatales para robar cualquier cosa que hubiera de valor. Se desvalijaron todas las tumbas reales para despojar a las momias de sus joyas. No conformes con ello, extorsionaron hasta la muerte a muchos naturales para que confesaran la existencia de huacas o adoratorios y de tumbas. Y a veces la suerte sonreía, como le ocurrió a Martín Estete que encontró una tumba en el entorno de la villa de Trujillo, en la que obtuvo, sacado el quinto real, 8.551 marcos de plata. Lástima que falleció poco después y sólo lo pudo disfrutar su viuda María de Escobar.

        Dichas actividades continuaron porque en una Real Cédula, referida a Nueva Granada y fechada el 9 de noviembre de 1549, se prohibió que los españoles mandaran a los aborígenes a buscar las tumbas antiguas. En teoría el saqueo de tumbas se consideraba un delito a la par que un pecado. Sin embargo, como la misma Corona desconfiaba de que no se siquiera saqueando estableció que en ese caso la mitad de todo lo obtenido sería para ella. Obviamente, las actividades de los saqueadores de tumbas  prosiguieron, hasta el punto que un tal Juan de la Torre, encontró en una sepultura del valle de Ica, una cantidad de oro valorado en 50.000 pesos. En total, Cieza de León calculó que de las tumbas de Perú se sacaron más de un millón de pesos de oro. Todo esto dice mucho del ansia de riquezas de estos supuestos cruzados, reconvertidos en meros ladronzuelos de tumbas.

 

 

PARA SABER MÁS

 

 

FRIEDERICI, Georg: El carácter del descubrimiento y de la conquista de América. México, Fondo de Cultura Económica, 1973.

 

 

MIRA CABALLOS, Esteban: Conquista y destrucción de las Indias. Sevilla, Muñoz Moya, 2009.

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

UN PROYECTO DE FORTALEZA PARA SANTO DOMINGO QUE PUDO CAMBIAR SU DESTINO (1538)

UN PROYECTO DE FORTALEZA PARA SANTO  DOMINGO QUE PUDO CAMBIAR SU DESTINO (1538)

          En una reciente estancia en el Archivo General de Simancas me salió al paso este curioso documento. Una carta dirigida por los oficiales reales de La Coruña al Emperador, fechada el 22 de octubre de 1538. En ella le informan de una propuesta de dos personas de aquella ciudad que pretendían construir, a su costa, una fortaleza que estaba trazada en la ciudad de Santo Domingo, “en la boca del puerto”. Estimaban el coste total de su edificación en 3.500 ducados que ellos pagarían de su propia hacienda, a cambio de un juro sobre los salarios de las dos fortalezas, la primitiva ya construida cerca del río Ozama y ésta nueva. Asimismo, se atreven a recomendar a Su Majestad que aceptase este “negocio” “porque así la isla estará tan segura como Sevilla”. Y finalmente mencionan que en ese momento estaba en la corte el principal interesado, un tal Vasco Rodríguez de Gayoso, regidor de La Coruña, hijosdalgo, “que es una persona a quien toca este negocio”.

            El documento no deja de ser una simple curiosidad, pero aporta un par de datos novedosos. Primero, existía un proyecto de fortaleza, justo en la boca del puerto, es decir, debían estar confeccionados los planos. Sin embargo, su paradero se desconocen, al menos que yo sepa. Y segundo, parece obvio que el proyecto no fue aceptado porque la única fortaleza que ha tenido Santo Domingo hasta nuestros días es una muy modesta  que está junto al río Ozama, construida en los primeros años de la colonización e ideada para defenderse de los indios. Y es que en las primeras décadas del siglo XVI no se pensó que la acometida corsaria pudiese llegar al continente americano pues, como informaron los oidores de Santo Domingo al Emperador, en los primeros tiempos pareció imposible pasar corsarios a estos mares… Por ello, el entramado defensivo en el período comprendido entre 1492 y 1530 estuvo destinado exclusivamente a frenar los siempre ingenuos alzamientos indígenas. Se instaló una red de fortalezas muy primitiva que fue suficiente para frenar las posibles rebeliones internas. De ahí que algunas de ellas estén en el interior del territorio frente a los enormes complejos defensivos exteriores que se construirán desde finales del siglo XVI frente a la amenaza corsaria.

          Cuando se plantea este proyecto, las flotas aún no habían delimitado sus rutas, pues no fueron reguladas hasta algo más de dos décadas después, concretamente hasta 1561 y 1564. De haber dispuesto Santo Domingo de una fortaleza inexpugnable hubiese tenido más posibilidades de disputarle a La Habana, el honor de ser el puerto obligado de atraque para el regreso a Castilla de las Flotas de Indias. Es solo una posibilidad pues la historia contrafactual siempre es arriesga. No sabemos qué hubiera ocurrido si Santo Domingo hubiese tenido su puerto bien protegido por una fortaleza. Pero, en cualquier caso, lo que sí es seguro es que hubiese resistido mejor los ataques corsarios que padeció o simplemente hubiese servido de arma disuasoria para evitarlos.

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

LA VERDADERA ASCEDENCIA DE HERNÁN CORTÉS

LA VERDADERA ASCEDENCIA  DE HERNÁN CORTÉS

Dalmiro de la Válgoma y siguiéndole a él la mayoría de la historiografía, ensalzaron y fabularon los orígenes nobiliarios de la familia Cortés. Se hacía descender a Martín Cortés directamente de don Fernando de Monroy y María Cortés. De este linajudo matrimonio nacieron dos vástagos, Rodrigo de Monroy y Martín Cortés de Monroy, padre del conquistador. Sin embargo, en los últimos tiempos algunos estudios genealógicos se han encargado de desmentir esta versión, pues, ni Fernando de Monroy estuvo casado con María Cortés, ni tuvo más hijo que Rodrigo de Monroy.

La localización que hice en el año 2010 de un extenso expediente y privilegio de la familia Cortés en el Archivo Histórico Nacional, aclaró, cinco siglos después toda la ascendencia del conquistador metellinense. En realidad, como demostré en el libro que sobre el conquistador publiqué en el año 2010, éste tenía orígenes nobiliarios pero mucho más modestos de lo que se le atribuía.

No sabemos mucho de su bisabuelo Nuño Cortés, aunque fue el último de la familia que permaneció en tierras del antiguo reino de León, probablemente Salamanca. Con total seguridad debía ser hidalgo porque a su hijo, Martín Cortés El viejo, abuelo del conquistador, lo nombraron caballero de espuela dorada y éste era un honor reservado en exclusiva a las personas que poseían al menos esta condición.

La siguiente cuestión por resolver: ¿eran originarios de la ciudad de Salamanca? No tenemos una certeza absoluta. Cuando prueban hidalguía lo hacen siempre como hijosdalgos y notorios de la entonces llamada provincia de León. Sin embargo, esa denominación aludía a los territorios del antiguo reino leonés, entre los que también se encontraban Zamora y Salamanca. Cortés tuvo algunos amigos de suma confianza naturales de León, como Diego de Ordás, nacido en Castroverde del Campo. También la familia de Andrés de Tapia, íntimo colaborador suyo, era originaria de León. Y el apellido Cortés abundaba relativamente –y abunda hoy en día- tanto en León como en Salamanca. Ahora bien, tenemos un testimonio documental muy clarificador; se trata de la declaración de Juan Núñez de Prado en la probanza de la Orden de Santiago:

 

Que los padre y madre del dicho Martín Cortés eran vecinos y naturales de la ciudad de Salamanca.

 

Y aunque es la única referencia directa, la opinión de Núñez de Prado era muy cualificada porque se trataba de un caballero de abolengo de la villa de Medellín. De hecho, era hijo de Rodrigo de Prado, señor de Albiés en León, por lo que tenía datos suficientes para conocer perfectamente el origen de la familia. De todas formas no era del todo cierta su afirmación porque, cuando armaron caballero al abuelo de Hernán Cortés, en 1431, declaró ser vecino de Don Benito. Todo parece indicar que el natural y vecino de Salamanca no era su abuelo sino su bisabuelo Nuño Cortés.

El hecho de que la hermanastra de Martín Cortés de Monroy residiese en Salamanca, así como el aprecio de Hernán Cortés por esa tierra, son indicios adicionales que nos inclinan a pensar que efectivamente la familia procedía de la propia ciudad de Salamanca.

Lo cierto es que los Cortés arraigaron fuertemente en tierras de Medellín, y fueron una familia extensísima y con bienes raíces hasta la Edad Contemporánea. Sus miembros heredaron el privilegio de hidalguía de sus antepasados. De hecho, cuando en 1525 el Emperador le otorgó a Hernán Cortés un escudo de armas, se especificó que podía usarlo, además del que habéis heredado de vuestros antepasados. Eso no impidió que, en décadas posteriores, otros miembros de su extensísima familia, no todos adinerados, tuvieran que pleitear con el concejo de Medellín o de Don Benito para que no los sacasen del padrón de hidalgos. Fueron los casos de Francisco Cortés que tuvo que mantener un litis, a partir de 1537, en la Chancillería de Granada para que se le reconociese su hidalguía, o el de Juan Cortés que reclamó lo mismo en 1564.

 

MARTÍN CORTÉS EL VIEJO

          El primero de la familia Cortés en bajar al sur fue Martín, abuelo de Hernán Cortés, caballero que sirvió a las órdenes de los casi legendarios Pedro Niño y Álvaro de Luna. Parece ser que Martín Cortés estaba a las órdenes directas de Pedro Niño, quien a su vez las recibía del condestable Álvaro de Luna. Martín Cortés fue uno de esos más de 1.000 caballeros que, desde marzo de 1431, estuvieron haciendo incursiones en la vega de Granada. Según las crónicas de la época recorrieron las tierras del reino nazarí, talando e incendiando lugares y alquerías de la vega y entre ellas una casa muy buena que era del rey. Juan II instaló su campamento inicialmente a dos leguas de la ciudad de Granada, sin embargo, desde el 28 de junio lo instaló en Atarfe, a tan solo una legua de la capital Nazarí. Pocos días después, el 1 de julio de 1431 se produjo la famosa batalla de Higueruela en la que las tropas musulmanas fueron estrepitosamente derrotadas. Una contienda que tuvo lugar en la sierra Elvira, muy cerca de Granada, que estuvo comandada por Álvaro de Luna y seguida muy de cerca por el monarca castellano Juan II. Murieron entre 10.000 y 12.000 musulmanes –en ese dato no hay mucho acuerdo entre los cronistas- y a punto estuvo de caer la propia Granada. Se hubiera adelantado su reconquista 61 años.

          Después de esta gran batalla, Juan II concedió numerosas mercedes y reconocimientos a los caballeros que más se habían significado en la campaña. Dos días después, es decir, el tres de julio de 1431, el abuelo de Hernán Cortés se personó ante el citado monarca. Con Pedro Niño -nombrado ya Conde de Buelna- como testigo, fue armado solemnemente como caballero de Espuela Dorada. Al parecer, de las tres formas de caballería que había en Castilla, la de Espuela Dorada era la superior y sólo se concedía a hidalgos. Y antecedentes de caballeros armados con la espuela dorada los había muy célebres, como el mismísimo Cid Campeador, Ruy Díaz de Vivar. Era frecuente que el rey armase caballeros en pleno campo de batalla a aquéllos que habían destacado por su valentía en el combate o que habían protagonizado alguna hazaña. El ritual era claro y uniforme:

 

          Le da tres golpes de espada diciendo: Dios y el bienaventurado apóstol Santiago te haga buen caballero… y de esto le manda dar su carta, la cual es de hidalguía en efecto, y contiene toda esta solemnidad.

 

          Así obtuvo Martín Cortés su distinción, un tipo de caballería que había experimentado un gran resurgimiento en el siglo XIV y que prosiguió a lo largo e la centuria siguiente. Martín Cortés El Viejo se convertía en un noble de tipo medio, superior al hidalgo pero inferior a la nobleza titulada. Ahora bien, era un tipo de caballería de cuantía que obligaba a la persona en cuestión a mantener armas y caballos para salir en defensa del reino cuando fuese necesario. El problema vino cuando sus sucesores fueron incapaces de cumplir con la cuantía, poniéndose en duda la renovación del privilegio.

Probablemente, tras su nombramiento, continuó talando en las vegas de Málaga y Granada. Seguramente participó, en el verano de 1435 y en 1436, en la toma de Vélez-Blanco y Vélez-Rubio así como en los importantes combates que se produjeron en 1438 en la frontera granadina. No obstante, de tal extremo no tenemos constancia documental. Lo cierto, es que, tras finalizar su vida útil como caballero, decidió asentarse definitivamente en tierras de Medellín. Una decisión que no tenía nada de particular, pues Extremadura se repobló básicamente con castellano-leoneses. Martín Cortés El Viejo fue uno más de tantos pobladores procedentes del antiguo reino de León que decidieron quedarse en tierras extremeñas entre el siglo XIII y el XV.

Don Martín, había conseguido honra y fama para todo su linaje. No olvidemos que la Edad Media fue una de las menos individualistas de la historia, donde primaban más los intereses de la familia que los del individuo. Como otros caballeros tenía una casa solariega en la villa matriz, en este caso Medellín, pero pasaba la mayor parte del tiempo en una aldea del entorno, concretamente en Don Benito, donde tenía sus propiedades. Las tierras las adquirió seguramente en compensación por sus servicios de guerra. Era normal que los caballeros recibieran en reparto entre 4 y 12 yugadas de tierra.

          Desconocemos de momento, el nombre de su esposa. Se especuló con una enigmática María Cortés que, a nuestro juicio, nunca existió. Eso se hizo para intentar meter con calzador el linajudo apellido de los Monroy en la familia paterna del conquistador, mientras que el apellido Cortés se incorporaría secundariamente a través de su abuela paterna. Más probable parece que el ennoblecido caballero de la espuela dorada decidiese asentar su nueva condición, desposándose con una Monroy. Sea como fuere, lo cierto es que el matrimonio tuvo un buen número de hijos, seis legítimos –cuatro varones y dos mujeres- y una ilegítima. El mayor de los hijos legítimos era Hernán Cortés de Monroy, después le seguían Juan, Alonso y Martín –padre del conquistador de México-. Hernán Cortés, como primogénito de Martín Cortés El Viejo fue el que reclamó la continuidad del privilegio de caballería. En un alarde celebrado en Medellín en 1502, compareció un Hernán Cortés El Viejo, que presentó a un hijo suyo del mismo nombre a caballo, con coraza, lanza y espada, cuyo oficio era la labranza y la crianza de animales.

De Juan Cortés y de Alonso Cortés no sabemos gran cosa; ambos estaban al servicio del Conde de Medellín. Concretamente, a Juan Cortés lo encontramos citado en un documento de 1506 como criado del Conde de Medellín, participando en un asalto contra la cilla de Don Benito, en la que por la fuerza tomaron 12 fanegas y media de trigo y una cuartilla de cebada. Se refugió con sus secuaces en la fortaleza de Miajadas que era del Conde de Medellín, y hasta allí acudió el alguacil mayor para detenerlos. En cuanto a Alonso Cortés, nos consta que en 1500 era vecino de Don Benito, estaba casado y tenía dos hijas. En 1508 ocupaba el cargo de teniente del alguacil mayor Rodrigo de Portocarrero.

En cuanto a la hija natural, Inés Gómez de Paz, que jugaría un importante papel en la vida de Hernán Cortés, sabemos más cosas. Carlos Pereyra, siguiendo a López de Gómara, sostuvo que era hermana de Martín Cortés de Monroy. Pero, a juzgar por el testimonio del propio conquistador de México, no era exactamente hermana sino hermanastra. Efectivamente, éste declaró, en 1546, que su tía Inés Gómez de Paz era hija natural de su abuelo, habida con otra mujer fuera del matrimonio legítimo. Obviamente, a los hijos de Inés Gómez, que eran tres, Rodrigo, Pedro y Ana, el conquistador les dio siempre el tratamiento de primos.

 

MARTÍN CORTÉS DE MONROY

          El padre del conquistador de México, era el más pequeño de los hijos varones de Martín Cortés El Viejo. En el interrogatorio para el ingreso de Hernán Cortés en la Orden de Santiago, muchos testigos conocieron a sus abuelos maternos, pero ninguno conoció a sus abuelos paternos, probablemente porque habían muerto hacía mucho tiempo. De hecho, la probanza aporta mucha información sobre la familia Pizarro Altamirano pero, en cambio, apenas nada de la familia Cortés.

Martín Cortés de Monroy nació en torno a 1449, probablemente en la casa solariega que la familia poseía en el centro de la villa de Medellín, en la calle Feria, y donde pasaban una parte del año. Esta vivienda, sin ser una casa-palacio, era amplia y confortable. En torno a un patio central empedrado se disponían un buen número de habitaciones muy espaciosas.

 

Y aunque era la residencia oficial de la familia, poseían otras viviendas menores tanto en Medellín como en Don Benito, donde se localizaban la mayor parte de sus propiedades. De hecho, de las ocho cartas protocolizadas por el padre del conquistador en Sevilla, una respectivamente en 1506, 1520, 1523, 1525, 1526 y tres en 1519, salvo en la primera en que se declaró de Don Benito, en las siete restantes manifestó ser vecino de Medellín. En junio de 1526 protocolizó otra en la villa de Medellín y, tanto él como su esposa, declararon ser vecinos de esta última localidad.

Era hidalgo porque su padre y su abuelo lo habían sido, aunque bien es cierto que la evolución de su nombre muestra un ansia de ennoblecimiento. Así se explica que el vulgar García Martín Cortés, lo simplificara inicialmente a Martín Cortés, y posteriormente a Martín Cortés de Monroy mucho más sonoro. Y no es que no fuese Monroy, sino que hasta una edad bastante avanzada no lo utilizó.

López de Gómara lo calificó de devoto y caritativo. Debió pleitear junto a sus hermanos por mantener el privilegio de caballería que la villa le discutía probablemente por no disponer de caballo para acudir a la guerra. No en vano, el concejo de Don Benito justificó su inclusión en el padrón de pecheros, esgrimiendo que no habían mantenido sus caballos, ni acudido a los alardes periódicos a los que estaban obligados. Y lo curioso es que ellos, y particularmente Hernán Cortés, tío del conquistador de México, aceptó dicho extremo, advirtiendo sin embargo que su condición de caballeros la obtuvieron por privilegio no por cuantía por lo que no hacía falta mantener caballos. De hecho, siempre se dijo que la participación de Martín Cortés de Monroy en la guerra de Granada la hizo en calidad de peón y no de caballero.

          Su actuación en acciones bélicas no está nada clara; de hecho, no tenemos datos fehacientes que verifiquen su presencia en la guerra de Sucesión de Enrique IV. Como es bien sabido, éste había fallecido el 11 de diciembre de 1474 sin dejar clara su sucesión. Dos días más tarde se proclamó reina Isabel La Católica, enfrentándose directamente con los partidarios de doña Juana de Castilla, apoyada por su madre Juana de Portugal y por lo más granado de la nobleza española y extremeña, entre ellos el Marqués de Villena, los Enríquez, los Monroy, los Paredes, el Marqués de Cádiz y el Conde de Medellín.

López de Gómara, empeñado siempre en vincularlo con los Monroy, emparentados a su vez con los Portocarrero, afirmó que siendo joven –tenía entonces 26 años- fue a la guerra por su deudo Alonso de Hermosa, como teniente de una compañía de jinetes. Allí luchó, junto a Alonso de Hinojosa en el bando de su pariente Alonso de Monroy, clavero de Alcántara, en la batalla de La Albuera, contra las tropas de Isabel de Castilla, mandadas por Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago. La contienda duró casi cinco años y supuestamente Martín Cortés luchó del lado de los Monroy y del Condado de Medellín a favor de doña Juana. Esta versión de López de Gómara ha sido sostenida hasta la saciedad por la historiografía moderna y contemporánea.

Sin embargo, no hay ni una sola prueba documental que apoye esta hipótesis. Pero, es más, la historiografía cortesiana suele ignorar que el grueso de la familia Monroy se cambió de bando en 1476, por supuesto a cambio de un buen número de prebendas. De hecho, desde ese mismo año encontramos tanto a Fernando de Monroy como a Alonso –este último maestre electo de Alcántara- socorriendo a Luis de Chávez en la defensa de Trujillo.

La villa de Medellín, junto con las fortalezas de Mérida y Montánchez, sí que estuvieron contra la reina Isabel hasta el final de la contienda. De hecho, Medellín no capituló hasta el verano de 1479, firmándose la paz poco después. Por tanto, podemos concluir que a fecha de hoy no existe ni un solo indicio que vincule al padre de Hernán Cortés con el bando de doña Juana la Beltraneja.

En cambio, sí hay algo más que indicios que avalan su participación en la Guerra de Granada, aunque no parece que tuviera ni muchísimo menos el protagonismo de su padre. Es muy improbable que participase en la reconquista de Gibraltar (1462) porque contaba tan sólo con 13 años. Pero en el Archivo de Simancas aparece citado como soldado de infantería al menos en 1489, 1497 y 1503. Es decir, está documentada su presencia en hechos de armas cuando tenía, 40, 48 y 54 años respectivamente, aunque no a caballo sino a pié, en la infantería. Precisamente el padre Las Casas menciona a Martín Cortés como un pobre escudero. Y los escuderos, como es bien sabido, eran auxiliares de los caballeros y servían en la guerra como peones. Concretamente, el pleito que reproducimos en el apéndice IV se inició porque se pretendía quitar a los hijos de Martín Cortés El Viejo el privilegio de caballeros, acusándolos de no haber mantenido caballos, ni ejercitarse en la guerra. Y es que el hecho de ser caballero implicaba algunos beneficios pero también conllevaba una serie de obligaciones. Sobre los caballeros recaían repartimientos periódicos para que acudiesen con sus caballos y armas a los conflictos bélicos y, además, debían personarse en los alardes que cada cierto tiempo se realizaban. También existía la posibilidad de comprar los servicios de otra persona que acudiese a la guerra en su lugar, pero no era el caso de Martín Cortés de Monroy cuya economía no le permitía tales lujos.

Ahora, bien, estos pleitos con los concejos por mantener la exención tributaria fueron frecuentes y continuos. No en vano, en la misma villa de Medellín otros caballeros de cuantía como Pero Sánchez, vecino de Don Benito, o Juan Redondo, Juan Flores y Martín Muñoz, vecinos de Medellín, debieron pleitear largos años para mantener sus respectivos estatus.

Martín Cortés desempeñó distintos cargos en el concejo de Medellín, como regidor y como procurador general, según declararon en la probanza de hidalguía tanto el clérigo Diego López como Juan de Montoya. Se desposó con Catalina Pizarro Altamirano, una mujer de ascendencia hidalga, cuya familia procedía de Trujillo a donde habían llegado en el siglo XIII, procedentes de Ávila. Era hija de Leonor Sánchez Pizarro y de Diego Alfón Altamirano, escribano y mayordomo de Beatriz Pacheco, Condesa de Medellín. López de Gómara la describió como muy honesta, religiosa, severa y reservada. Cervantes de Salazar también se muestra parco en su descripción aunque al menos deja clara su noble ascendencia, escribiendo de ella que era de la alcurnia de los Pizarro y Altamirano, también noble. Los Altamirano eran una de las familias más señeras de Trujillo, cuyos miembros controlaban el cabildo local.

Por tanto, la nobleza de los Altamirano está fuera de toda duda. De hecho, cuando Hernán Cortés regresó a España por primera vez se dirigió a Medellín, se llevó consigo a Juan de Altamirano y sus hermanos, de los que se dijo que eran personas nobles, hijosdalgo muy principales. En 1529 en la probanza que hizo Martín Cortés, el hijo de doña Marina, para acceder a la Orden de Santiago, Juan de Hinojosa afirmó de manera taxativa:

 

Que conoció a sus abuelos paternos, Martín Cortés y Catalina Pizarro y siempre este testigo los tuvo por hidalgos todo el tiempo que los conoció.

 

Es obvio que la familia materna del conquistador parecía ser de mayor abolengo. No obstante, los Cortés también pertenecían al primer estamento, pues tenían escudo de armas y gozaban de exenciones fiscales.

Ahora, bien, ¿dónde tuvieron su hogar los padres de Hernán Cortés? Todo parece indicar que, al igual que sus abuelos, tenían casa en Medellín, pero que pasaban una buena parte del año en su vivienda de Don Benito. Para un hidalgo, hijo de un caballero de espuela dorada, era casi obligatorio tener residencia en la villa matriz, aunque residiese una parte o todo el año en algunas de las aldeas del entorno. Eso explica que unas veces –la mayoría- se declare vecino de Medellín, donde incluso llegó a ostentar cargos en su concejo, mientras que en otras manifestase su vecindad en Don Benito. Hugh Thomas descubrió un interesante documento, una provisión Real, fechada el 26 de noviembre de 1488, en la que se aludía a la actitud de varios vecinos de Medellín, entre ellos Martín Cortés, que habían denunciado al Conde de Medellín por no permitir a los vecinos el nombramiento de los oficiales del cabildo, pese a ser costumbre inmemorial. Sin embargo, en el documento por el que se formalizó el pasaje de Hernán Cortés a Santo Domingo, en 1506, declaró ser vecino de Don Benito. Insisto que nada tiene de particular que un hidalgo como Martín Cortés mantuviese su vecindad en la cabecera jurisdiccional, al tiempo que residía en una aldea de los alrededores más cerca de sus explotaciones rústicas.

          Pero el documento de 1488 tiene otro interés añadido, se demuestra que las relaciones entre Martín Cortés y el Conde de Medellín no eran precisamente cordiales, como se había creído. Eso refuerza la idea de la fidelidad de la familia Cortés con el partido isabelino, frente al bando del Conde de Medellín.

          Ha quedado otra cuestión que resolver, ¿cuántos hijos tuvieron Martín Cortés y Catalina Pizarro? Como es bien sabido, la historiografía siempre ha sostenido que Hernán Cortés era hijo único. Salvo algún problema físico o reproductivo de la madre o el padre la verdad es que no era común que los matrimonios se quedasen entonces con un solo vástago. Hay historiadores que han visto indicios para creer que tuvo dos hermanas, y hasta tres. De hecho, según Juan Miralles, tres personajes varones fueron tratados por Cortés como cuñados: Francisco de Las Casas, Diego Valadés y Blasco Hernández. Sin embargo, los argumentos son tan poco consistentes que no soportan el más mínimo análisis. Lo único que al presente es seguro es que fue el único hijo varón. Quizás por ello, en una época en la que el hombre tenía todos los privilegios, Martín Cortés se volcó con su hijo desde el principio. Ambos, pese a la distancia, llegaron a tener una relación estrechísima.

          Se empeñó en que estudiara leyes en Salamanca, junto al marido de su hermanastra, Inés Gómez de Paz. Probablemente lo ayudó económicamente durante su estancia en Sevilla. Y una vez que inició la Conquista de Nueva España se convirtió en su principal valedor en la Península. De hecho, en 1519 se encontraba en Sevilla donde, entre noviembre y diciembre, otorgó varias escrituras ante notario. El 29 de noviembre de 1519 reconoció haber recibido 102 pesos que le había enviado su hijo a través de Andrés de Duero. A continuación, poco más de una semana después, envió a su vástago ropa y otros enseres en la nao Santa María de la Concepción. Y pocos días después, pidió dos préstamos por un importe total de 350 ducados, 200 de Luis Fernández de Alfaro y Juan de Córdoba y 150 de Juan de la Fuente, todos ellos vecinos de Sevilla.

          En 1520 acompañó a Alonso Hernández Portocarrero, a Francisco Montejo y a su sobrino Francisco Núñez al encuentro con el Emperador en Barcelona. Pero, enterados de que había partido hacia Burgos, a celebrar la fiesta de San Matías y que después iría a Tordesillas a ver a su madre, la reina Juana, se encaminaron hasta allí. Era importante hablar con él y entregarle los escritos de su hijo justificando sus acciones, porque Diego Velázquez contaba con el apoyo incondicional del obispo de Badajoz, Juan Rodríguez de Fonseca y había hecho llegar sus quejas a la Corona. Y no era el único al que había escrito porque, el 12 de octubre de 1519, había remitido sus acusaciones al camarero mayor del rey y de su Consejo. Pero nuevamente, el Emperador había abandonado la ciudad con destino a Valladolid, donde finalmente consiguieron darle alcance y entrevistarse con él. Allí pudieron entregar la Carta de Relación escrita por su hijo y los demás documentos, justificando su forma de actuar y, sobre todo, su insumisión a Diego Velázquez. Los cortesanos quedaron impresionados con los presentes que se les entregaron así como con los cinco indios totonacas que les presentaron.

          Lo cierto es que, gracias a estas gestiones, consiguieron que el rey ratificase la actuación de Hernán Cortés a través de una Real Cédula dada en Valladolid el 22 de octubre de 1522. Un instrumento que se pregonó en Cuba en mayo de 1523, apesadumbrando los últimos meses de vida de Diego Velázquez. A decir de Gonzalo Fernández de Oviedo, el teniente de gobernador acabó pobre y enfermo y descontento por la traición de que fue objeto por parte del metellinense.

          Tras pasar un tiempo entre Palencia y Valladolid, junto a Francisco Núñez, solucionando asuntos relacionados con su hijo, en 1523, viajaron juntos a Sevilla. Su situación económica, merced a los envíos de su vástago, parecía ser bastante menos precaria. De hecho, donó a fray Antón de Zurita, ministro de la Orden de la Santísima Trinidad, diversas cantidades para el rescate de cautivos.

          Martín Cortés debió fallecer cuatro años después, hacia 1527, aunque Hernán Cortés no lo supo probablemente hasta principios de 1528. Tenía la avanzada edad de 77 años, y fue enterrado en el convento de San Francisco de Medellín, que había sido fundado en mayo de 1508 por Juan de Portocarrero. Por fortuna para él, la muerte le sobrevino después de haber saboreado y disfrutado de los éxitos de su único hijo varón. El conquistador del imperio mexica debió sentir profundamente el óbito de su progenitor porque le unían a él grandes lazos afectivos y filiales. Prueba de este afecto es que nada menos que a dos de sus hijos les puso el nombre de Martín, al hijo de doña Marina, y al de su legítima esposa doña Juana de Arellano y Zúñiga.

Catalina Pizarro murió en Nueva España tres años después, es decir, en 1530, y fue enterrada en la capilla del convento de San Francisco de Texcoco. También con ella mantuvo una entrañable relación. Posteriormente, Hernán Cortés dispuso en su testamento que se trasladasen los restos de su madre desde Texcoco al monasterio de Culiacán que pretendía utilizar como panteón familiar.

 

PARA SABER MÁS:

 

MIRA CABALLOS, Esteban: “Hernán Cortés. El fin de una leyenda”. Badajoz, Palacio Barrantes Cervantes, 2010, 589 págs.

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

SANTIAGO CONTRA HUITZILOPOCHTLI. CLAVES DE LA DERROTA INDÍGENA EN LA CONQUISTA

SANTIAGO CONTRA HUITZILOPOCHTLI. CLAVES DE LA DERROTA INDÍGENA EN LA CONQUISTA

Contaba el Inca Garcilaso que, al igual que los cristianos, también los indios creían que sus dioses los asistían en el combate. Se trata de una constante en la historia de las guerras. La mayoría de las religiones politeístas tenían en su panteón a dioses guerreros, que ayudaban a sus adoradores en el combate. El fin de los dioses era ayudar a la comunidad y que mejor momento para hacerlo que en la guerra: los primitivos germanos tenían a Walhalla; los mexicas tenían a Huitzilopochtli; los asirios disponían de todo un panteón de dioses belicosos a imagen y semejanza de sus crueles soberanos que luchaban junto a ellos en la batalla; los antiguos egipcios a Horus, los griegos a Ares, los romanos a Marte, los musulmanes a Alá y los españoles a Santiago –nuestro particular dios de la guerra-.

Los mexicas llamaban en su auxilio a su dios de la guerra, Huitzilopochtli, quien se presentaba bajo la forma de un pequeño colibrí para indicarles la estrategia que debían seguir en la contienda. También, los incas entendían que su dios, el sol, estaba con ellos en el fragor de la batalla, prestándoles una valiosa ayuda. Moralmente se hundieron cuando ellos mismos se convencieron que sus dioses se habían esfumado, habían enmudecido, dejándolos en la más cruel de las soledades. Los propios conquistadores y evangelizadores usaban la derrota para convencerlos de cuán engañados habían estado por sus dioses que no les habían ayudado para nada en la batalla. Francisco Pizarro, como buen guerrero, no se conforma con reforzar la moral de sus hombres sino que mina la de los propios nativos. Francisco de Jerez, describió una conversación entre el trujillano y el Inca, justo después de ser apresado este último, en la que le dijo sus ídolos no eran dioses verdaderos, pues detrás de ellos estaba el diablo. Y como prueba un botón: que mirase cuán poca ayuda le había hecho su dios… cuando fue desbaratado y preso de tan pocos cristianos. El propio Atahualpa quedó espantado por estas palabras, pues probablemente acentuaron su soledad y su desazón por su cautiverio.

Fray Diego Durán escribió que los naturales seguían convocando a sus ídolos en los oráculos pero que no se manifestaban por lo que era público que los tenían ya por mudos y muertos. Mudos, muertos, huidos o evaporados, lo mismo daba; el caso es que ante la abrumadora superioridad de los españoles se convencieron de que habían sido abandonados a su suerte y que el Dios cristiano era superior. Desde muy pronto se sintieron abandonados por ellos, “sin cielo ni tierra, sin puntos de referencia en un universo desmoronado”. El extremeño fray Pedro de Feria O. P., en su catecismo en lengua castellana y zapoteca, publicado en México en 1567, no dudó en utilizar este argumento para convencer a los nativos de que abandonasen sus diabólicas creencias y adoptasen la nueva religión:

 

Si eran verdaderos vuestros dioses, decía a los indios, ¿qué se han hecho después que vinieron los cristianos?, ¿dónde se han ido?, ¿dónde están escondidos, ¿dónde se han huido?, ¿por qué no vuelven por su ley y religión? De donde se ve claramente que no eran verdaderos dioses, sino que todo era mentira y engaño grande del demonio”.

 

Y lo peor de todo, no sólo dejaron de ver a sus dioses sino que no tardaron en contemplar a Santiago en el bando contrario, guiando a las huestes cristianas. Les ocurrió lo mismo que a los galos que, viendo la capacidad militar de las tropas de Julio César, se convencieron de que peleaban asistidos por sus dioses. Según Antonio de Herrera, los indios del Perú afirmaron haber visto a un caballero con un caballo blanco y una espada en la mano que los atemorizaba y perseguía. También pensaron que el símbolo que siempre portaban los cristianos, la cruz, irradiaba un poder especial a sus portadores. No tardó en convertirse en un elemento disuasorio para los atemorizados amerindios.

Decía Octavio Paz, refiriéndose a los naturales de Nueva España, que ningún otro pueblo del planeta se sintió tan desamparado como los mexicas cuando interpretaron que sus avisos y profecías que anunciaban el fin de su mundo se estaban cumpliendo. Los hombres blancos no sólo les robaron su cuerpo sino también su alma. No menos traumática fue la caída del imperio inca. De hecho, contaba Antonio de Herrera, en relación a la toma de Cuzco por Francisco Pizarro, que los indios lloraban amargamente quejándose de sus dioses, que de tal manera los habían abandonado. Al año siguiente, muy lejos del escenario peruano, Alonso de Alvarado derrotó a los chiachapoyas, que viendo tal descalabro les entró grandísima desesperación y sentimiento, como decían, por verse desamparados de la ayuda de sus creadores.

Esta superioridad psicológica fue hábilmente utilizada por los españoles, que montaban toda una escenografía antes de entrar en combate. Hacían intencionadamente sus entradas con gran ruido, tocando trompetas, poniendo cascabeles a los caballos y disparando bombardas y arcabuces. Así conseguían aterrorizar a los indios antes de entrar en acción, facilitando su victoria. López de Gómara decía que en la entrada a Cajamarca de Francisco Pizarro, donde estaba concentrado lo mejor del ejército de Atahualpa, los indios no llegaron a entrar en combate por el siguiente motivo:

O porque Atahualpa no les dio la orden o porque se cortaron todos, de puro miedo y ruido que hicieron a un mismo tiempo con las trompetas, los arcabuces y artillería, y los caballos que llevaban pretales de cascabeles para espantarlos.

 

Los indios además sentían gran pavor por esos barbudos hombres blancos. Gil González Dávila, consciente de ello, les cortó el pelo a 25 jóvenes imberbes y les preparó unas barbas postizas antes de comenzar la contienda. Pensaba que si había más barbudos, infundirían mucho más terror a los ingenuos aborígenes y su derrota sería más fácil.

El desanimo total les llegó cuando se dieron cuenta que los españoles jamás se irían de sus tierras. Mientras creyeron que iban a robarles y a marcharse la esperanza se mantuvo. Pero pasadas las primeras décadas se dieron cuenta de que eso no ocurriría. Un viejo sacerdote, Alquimpech, le dijo a Francisco de Montejo que sufrían peor el poder de los españoles porque sabían que nunca se marcharían. Y la desesperación llegó a tal extremo que no pocos optaron por la solución extrema, es decir, por el suicidio. La sociedad indígena en general, aunque diversa, era fundamentalmente holista, frente a la hispana que era más individualista. Para este tipo de sociedades la comunidad tenía la primacía frente a la individualidad. El valor supremo era la supervivencia de la comunidad. Esto explicaría muchos comportamientos así como los suicidios sistemáticos que practicaron en ocasiones extremas.

 

PARA SABER MÁS:

MIRA CABALLOS, Esteban: Conquista y destrucción de las Indias. Sevilla, Muñoz Moya, 2009.

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

EL PASO DE HERNÁN CORTÉS POR ADAMUZ (CÓRDOBA)

EL PASO DE HERNÁN CORTÉS POR ADAMUZ (CÓRDOBA)

          La historiografía cortesiana desconocía la fecha exacta en la que el conquistador metellinense se embarcó rumbo a España por segunda vez, para pasar en la Península sus últimos años de vida. Por poner un ejemplo, su principal biógrafo José Luis Martínez afirmó que se embarcó para España entre diciembre de 1539 y enero de 1540. Y yo mismo, en mi obra Hernán Cortés el fin de una Leyenda, afirmaba que, dado que estaba documentado por primera vez en Madrid en mayo de 1540, seguramente había retornado de Nueva España en los primeros meses de ese mismo año. Y en cuanto al itinerario que siguió, desde su llegada a algún puerto del sur hasta su presencia en Madrid en mayo de 1540, era totalmente desconocido. Personalmente me lo imaginaba arribando a Sevilla y haciendo la ruta pasando por su Medellín natal.

Pues bien, dado que la prolijidad de las fuentes primarias nunca deja de sorprendernos, en estos momentos estoy en condiciones de secuenciar detalladamente la ruta que siguió el metellinense y las fechas exactas. Repasando el extenso pleito por los pueblos de su señorío, en las provincias de los Matolcingos, Toluca, Motepeque y Tepemechalco, conservado en el Archivo de Simancas, y que duró la década comprendida entre 1532 y 1542, encontramos todas las respuestas. El interrogatorio que se le hace a Pedro de Ahumada, camarero del conquistador, que lo acompañó en aquel viaje es providencial. Recordaba todas y cada una de las fechas y lugares en la que estuvieron. Mientras otros testigos solo recordaban algunas, él las tenía todas memorizadas. Según Pedro de Ahumada, zarparon del puerto de Veracruz el 5 de enero de 1540. Dos meses y un día después llegaron a Sanlúcar de Barrameda, tras realizar una escala en La Habana. Según Gonzalo Fernández de Oviedo, el metellinense le remitió una carta desde la capital cubana, fechada el 5 de febrero de 1540. Llegaron a Sanlúcar de Barrameda el 6 de abril de 1540, permaneciendo en Sevilla desde el 7 de abril hasta finales de ese mismo mes, por espacio de veintitrés días.

A primeros de mayo de ese año partieron con destino a Madrid. Y ¿tomaron la ruta de Extremadura como sospecha casi toda la historiografía? Pues no, tomaron dirección nordeste y marcharon del tirón hasta llegar al pueblo cordobés de Adamuz, exactamente el 4 de mayo. Tras reponer fuerzas en el pueblo por espacio de varios días, prosiguieron la ruta hasta Toledo a donde llegaron el día de Pentecostés -cincuenta días después del Domingo de Resurrección- de ese año de 1540. Según el investigador Antonio Redondo Pintado, el día de Pentecostés de 1540 fue el 16 de mayo. Dado que el día 17 de mayo llegaron a Madrid, apenas debieron permanecer unas horas en Toledo. En la ciudad del Manzanares se hospedó, por orden del Consejo de Indias, en casa de don Juan de Castilla.

Cortés era en aquel entonces un nuevo rico y, por tanto, una parte de la alta nobleza lo miraba con desdén. Además estuvo en todo momento agobiado por los largos pleitos que mantenía con Nuño de Guzmán, con el difunto licenciado Juan Ortiz de Matienzo, con el licenciado Delgadillo y también con Gutierre de Sotomayor, a quien reclamaba una deuda de cuatro mil castellanos. El 14 de junio de 1540 tomó una curiosa decisión: donó a doña Juana de Matienzo, esposa de Alonso de Samano e hija del oidor Matienzo, todos los beneficios que se derivasen de la reclamación que hacía hacia su difunto padre. Probablemente, trataba de congraciarse con los Samano, que tenían bastante poder en la corte, dado que Juan de Samano, hermano del esposo de doña Juana de Matienzo, era el influyente secretario real.

El 9 de marzo de 1541 seguía en Madrid porque fue presentado como testigo en una información de méritos presentada por Francisco Tello, en nombre de varias decenas de conquistadores de Nueva España. Poco después, en ese mismo año, decidió acompañar al Emperador en su fracasada campaña de Argel, junto a sus hijos Luis y Martín –el mestizo habido con doña Marina-. El César, harto ya de los desmanes de los turcos y en especial de Barbarroja, decidió ir a buscarlo a su propia base, concentrando para la ocasión un buen número de efectivos. La precipitación del ataque, lanzado inadecuadamente en noviembre, y los temporales hicieron de la campaña un fracaso. Hernán Cortés viajó en la galera capitaneada por Enrique Enríquez que, como tantas otras, naufragó. Milagrosamente consiguieron salvar sus vidas, aunque no las cinco esmeraldas y otras joyas que el de Medellín llevaba consigo. Reunido el Consejo de Guerra y, contra el criterio de Cortés, decidieron desistir de su intención de tomar la capital corsaria, dejándolo para otra ocasión más ventajosa. Fue su última gran acción, el último y fallido intento de recuperar el favor Real para destituir a aquellos que habían menoscabado su autoridad en el virreinato novohispano.

Finalmente marchó a la ciudad de Valladolid, donde está documentada su presencia entre marzo de 1542 y noviembre de 1545.



ESTEBAN MIRA CABALLOS