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Historia de América

LAS PROFANACIONES DE TUMBAS EN LA AMÉRICA DE LA CONQUISTA

LAS PROFANACIONES DE TUMBAS EN LA AMÉRICA DE LA CONQUISTA

        De acuerdo con Miguel de Unamuno, el hombre es un animal guardahuesos, siendo una de las diferencias con el resto de los animales. Cuando en el Neolítico, el hombre vivía en chozas, ya construía grandes túmulos de piedra para enterrar a sus muertos. Había pueblos seminómadas, como los hurones, que cuando emigraban lo hacían cargando con los huesos de sus antepasados. Y ello no por un culto a la muerte sino al contrario, a la inmortalidad.

        Hay que advertir que se conocen saqueadores de tumbas desde los orígenes de la historia. Famosos fueron en ese sentido los saqueos de los sepulcros egipcios, realizados muchos de ellos en la misma época. Es más, las pirámides contaban con pasadizos secretos y con trampas diversas para evitar que la cámara funeraria fuese profanada. También el derecho civil romano incluía penas de destierro a los que profanasen sepulcros. En el caso americano, también está documentada la profanación de tumbas por parte de los puritanos ingleses y de los alemanes en Venezuela. Lo que quiero decir con todo esto, es que los conquistadores españoles no hicieron más que continuar una tradición profanadora ancestral.

        En América se daban las condiciones idóneas para que proliferasen estos ladronzuelos de sepulturas, pues la incineración fue una práctica excepcional entre los pueblos amerindios. Dicho de otra forma, la tradición de enterrar a las personas poderosas con objetos suntuarios creó una predisposición en los españoles para hacerse saqueadores de tumbas cada vez que sospechaban de la presencia de un sepulcro bajo tierra.

        Los españoles trataban de conseguir oro a toda costa; una vez obtenido todo el metal de oro acumulado por los nativos en siglos, procedieron a extorsionarlos para que les confesasen el lugar donde inhumaban a sus caciques, curacas y señores principales. Muchos de ellos se convirtieron en verdaderos etnólogos pues siempre indagaban allá por donde llegaban en las costumbres funerarias de cada pueblo. De hecho Pedro Cieza de León, relata de manera rutinaria en su Crónica del Perú, la forma en que cada pueblo enterraba a sus curacas. Se trataba de una información útil que todos querían conocer de ahí que la incluyera en su obra.

        Ya en la expedición capitaneada por Juan de Grijalva a Yucatán, en 1518, se encontró varias sepulturas relativamente recientes con abundantes piezas de oro. Ni cortos ni perezosos las saquearon, pese al olor nauseabundo, y de creer es –escribió Fernández de Oviedo- que si tuvieran más oro, que aunque más hedieran, no quedaran con ello, aunque se lo hubieran de sacar de los estómagos. En 1527, Alonso de Estrada envió a Oaxaca al capitán Figueroa para que saquease las joyas de los sepulcros porque era costumbre entonces enterrarlos con ellas. Tan lucrativo resultó el negocio que, en 1538, la Corona le concedió la exclusividad en toda Nueva España y Venezuela a don García Fernández Manrique, Conde de Osorno. Desde ese momento todos los tesoros que se encontraran serían propiedad del Conde y sus herederos, aunque eso sí, pagando el quinto correspondiente.

        También en la conquista del incario se desvalijaron sistemáticamente las viejas sepulturas. Belalcázar, tras tomar Quito, se desilusionó por no hallar las riquezas esperadas, pese a que desenterraron a todos los muertos que se encontraron. Y Francisco Pizarro hizo lo propio cuando ocupó Cuzco; los soldados le pidieron autorización para saquear la ciudad sagrada y Pizarro se lo concedió o al menos no lo impidió. Y ello porque sabía que no podía evitar que estos mercenarios se cobrasen sus honorarios. El saco fue absoluto, comparable al de Roma ocurrido cinco años antes, pero con una diferencia que aquel fue fruto de la insubordinación de los soldados y éste se hizo con el consentimiento tácito de la máxima autoridad. Según Pedro Pizarro, emitió un bando prohibiendo la entrada en las viviendas particulares, pero en cualquier caso no dispuso en esos momentos de los medios para hacerlo cumplir. De hecho, se produjo una desbandada generalizada en la que unos y otros competían por entrar los primeros en los templos y en las casas así como en los depósitos estatales para robar cualquier cosa que hubiera de valor. Se desvalijaron todas las tumbas reales para despojar a las momias de sus joyas. No conformes con ello, extorsionaron hasta la muerte a muchos naturales para que confesaran la existencia de huacas o adoratorios y de tumbas. Y a veces la suerte sonreía, como le ocurrió a Martín Estete que encontró una tumba en el entorno de la villa de Trujillo, en la que obtuvo, sacado el quinto real, 8.551 marcos de plata. Lástima que falleció poco después y sólo lo pudo disfrutar su viuda María de Escobar.

        Dichas actividades continuaron porque en una Real Cédula, referida a Nueva Granada y fechada el 9 de noviembre de 1549, se prohibió que los españoles mandaran a los aborígenes a buscar las tumbas antiguas. En teoría el saqueo de tumbas se consideraba un delito a la par que un pecado. Sin embargo, como la misma Corona desconfiaba de que no se siquiera saqueando estableció que en ese caso la mitad de todo lo obtenido sería para ella. Obviamente, las actividades de los saqueadores de tumbas  prosiguieron, hasta el punto que un tal Juan de la Torre, encontró en una sepultura del valle de Ica, una cantidad de oro valorado en 50.000 pesos. En total, Cieza de León calculó que de las tumbas de Perú se sacaron más de un millón de pesos de oro. Todo esto dice mucho del ansia de riquezas de estos supuestos cruzados, reconvertidos en meros ladronzuelos de tumbas.

 

 

PARA SABER MÁS

 

 

FRIEDERICI, Georg: El carácter del descubrimiento y de la conquista de América. México, Fondo de Cultura Económica, 1973.

 

 

MIRA CABALLOS, Esteban: Conquista y destrucción de las Indias. Sevilla, Muñoz Moya, 2009.

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

UN PROYECTO DE FORTALEZA PARA SANTO DOMINGO QUE PUDO CAMBIAR SU DESTINO (1538)

UN PROYECTO DE FORTALEZA PARA SANTO  DOMINGO QUE PUDO CAMBIAR SU DESTINO (1538)

          En una reciente estancia en el Archivo General de Simancas me salió al paso este curioso documento. Una carta dirigida por los oficiales reales de La Coruña al Emperador, fechada el 22 de octubre de 1538. En ella le informan de una propuesta de dos personas de aquella ciudad que pretendían construir, a su costa, una fortaleza que estaba trazada en la ciudad de Santo Domingo, “en la boca del puerto”. Estimaban el coste total de su edificación en 3.500 ducados que ellos pagarían de su propia hacienda, a cambio de un juro sobre los salarios de las dos fortalezas, la primitiva ya construida cerca del río Ozama y ésta nueva. Asimismo, se atreven a recomendar a Su Majestad que aceptase este “negocio” “porque así la isla estará tan segura como Sevilla”. Y finalmente mencionan que en ese momento estaba en la corte el principal interesado, un tal Vasco Rodríguez de Gayoso, regidor de La Coruña, hijosdalgo, “que es una persona a quien toca este negocio”.

            El documento no deja de ser una simple curiosidad, pero aporta un par de datos novedosos. Primero, existía un proyecto de fortaleza, justo en la boca del puerto, es decir, debían estar confeccionados los planos. Sin embargo, su paradero se desconocen, al menos que yo sepa. Y segundo, parece obvio que el proyecto no fue aceptado porque la única fortaleza que ha tenido Santo Domingo hasta nuestros días es una muy modesta  que está junto al río Ozama, construida en los primeros años de la colonización e ideada para defenderse de los indios. Y es que en las primeras décadas del siglo XVI no se pensó que la acometida corsaria pudiese llegar al continente americano pues, como informaron los oidores de Santo Domingo al Emperador, en los primeros tiempos pareció imposible pasar corsarios a estos mares… Por ello, el entramado defensivo en el período comprendido entre 1492 y 1530 estuvo destinado exclusivamente a frenar los siempre ingenuos alzamientos indígenas. Se instaló una red de fortalezas muy primitiva que fue suficiente para frenar las posibles rebeliones internas. De ahí que algunas de ellas estén en el interior del territorio frente a los enormes complejos defensivos exteriores que se construirán desde finales del siglo XVI frente a la amenaza corsaria.

          Cuando se plantea este proyecto, las flotas aún no habían delimitado sus rutas, pues no fueron reguladas hasta algo más de dos décadas después, concretamente hasta 1561 y 1564. De haber dispuesto Santo Domingo de una fortaleza inexpugnable hubiese tenido más posibilidades de disputarle a La Habana, el honor de ser el puerto obligado de atraque para el regreso a Castilla de las Flotas de Indias. Es solo una posibilidad pues la historia contrafactual siempre es arriesga. No sabemos qué hubiera ocurrido si Santo Domingo hubiese tenido su puerto bien protegido por una fortaleza. Pero, en cualquier caso, lo que sí es seguro es que hubiese resistido mejor los ataques corsarios que padeció o simplemente hubiese servido de arma disuasoria para evitarlos.

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

LA VERDADERA ASCEDENCIA DE HERNÁN CORTÉS

LA VERDADERA ASCEDENCIA  DE HERNÁN CORTÉS

Dalmiro de la Válgoma y siguiéndole a él la mayoría de la historiografía, ensalzaron y fabularon los orígenes nobiliarios de la familia Cortés. Se hacía descender a Martín Cortés directamente de don Fernando de Monroy y María Cortés. De este linajudo matrimonio nacieron dos vástagos, Rodrigo de Monroy y Martín Cortés de Monroy, padre del conquistador. Sin embargo, en los últimos tiempos algunos estudios genealógicos se han encargado de desmentir esta versión, pues, ni Fernando de Monroy estuvo casado con María Cortés, ni tuvo más hijo que Rodrigo de Monroy.

La localización que hice en el año 2010 de un extenso expediente y privilegio de la familia Cortés en el Archivo Histórico Nacional, aclaró, cinco siglos después toda la ascendencia del conquistador metellinense. En realidad, como demostré en el libro que sobre el conquistador publiqué en el año 2010, éste tenía orígenes nobiliarios pero mucho más modestos de lo que se le atribuía.

No sabemos mucho de su bisabuelo Nuño Cortés, aunque fue el último de la familia que permaneció en tierras del antiguo reino de León, probablemente Salamanca. Con total seguridad debía ser hidalgo porque a su hijo, Martín Cortés El viejo, abuelo del conquistador, lo nombraron caballero de espuela dorada y éste era un honor reservado en exclusiva a las personas que poseían al menos esta condición.

La siguiente cuestión por resolver: ¿eran originarios de la ciudad de Salamanca? No tenemos una certeza absoluta. Cuando prueban hidalguía lo hacen siempre como hijosdalgos y notorios de la entonces llamada provincia de León. Sin embargo, esa denominación aludía a los territorios del antiguo reino leonés, entre los que también se encontraban Zamora y Salamanca. Cortés tuvo algunos amigos de suma confianza naturales de León, como Diego de Ordás, nacido en Castroverde del Campo. También la familia de Andrés de Tapia, íntimo colaborador suyo, era originaria de León. Y el apellido Cortés abundaba relativamente –y abunda hoy en día- tanto en León como en Salamanca. Ahora bien, tenemos un testimonio documental muy clarificador; se trata de la declaración de Juan Núñez de Prado en la probanza de la Orden de Santiago:

 

Que los padre y madre del dicho Martín Cortés eran vecinos y naturales de la ciudad de Salamanca.

 

Y aunque es la única referencia directa, la opinión de Núñez de Prado era muy cualificada porque se trataba de un caballero de abolengo de la villa de Medellín. De hecho, era hijo de Rodrigo de Prado, señor de Albiés en León, por lo que tenía datos suficientes para conocer perfectamente el origen de la familia. De todas formas no era del todo cierta su afirmación porque, cuando armaron caballero al abuelo de Hernán Cortés, en 1431, declaró ser vecino de Don Benito. Todo parece indicar que el natural y vecino de Salamanca no era su abuelo sino su bisabuelo Nuño Cortés.

El hecho de que la hermanastra de Martín Cortés de Monroy residiese en Salamanca, así como el aprecio de Hernán Cortés por esa tierra, son indicios adicionales que nos inclinan a pensar que efectivamente la familia procedía de la propia ciudad de Salamanca.

Lo cierto es que los Cortés arraigaron fuertemente en tierras de Medellín, y fueron una familia extensísima y con bienes raíces hasta la Edad Contemporánea. Sus miembros heredaron el privilegio de hidalguía de sus antepasados. De hecho, cuando en 1525 el Emperador le otorgó a Hernán Cortés un escudo de armas, se especificó que podía usarlo, además del que habéis heredado de vuestros antepasados. Eso no impidió que, en décadas posteriores, otros miembros de su extensísima familia, no todos adinerados, tuvieran que pleitear con el concejo de Medellín o de Don Benito para que no los sacasen del padrón de hidalgos. Fueron los casos de Francisco Cortés que tuvo que mantener un litis, a partir de 1537, en la Chancillería de Granada para que se le reconociese su hidalguía, o el de Juan Cortés que reclamó lo mismo en 1564.

 

MARTÍN CORTÉS EL VIEJO

          El primero de la familia Cortés en bajar al sur fue Martín, abuelo de Hernán Cortés, caballero que sirvió a las órdenes de los casi legendarios Pedro Niño y Álvaro de Luna. Parece ser que Martín Cortés estaba a las órdenes directas de Pedro Niño, quien a su vez las recibía del condestable Álvaro de Luna. Martín Cortés fue uno de esos más de 1.000 caballeros que, desde marzo de 1431, estuvieron haciendo incursiones en la vega de Granada. Según las crónicas de la época recorrieron las tierras del reino nazarí, talando e incendiando lugares y alquerías de la vega y entre ellas una casa muy buena que era del rey. Juan II instaló su campamento inicialmente a dos leguas de la ciudad de Granada, sin embargo, desde el 28 de junio lo instaló en Atarfe, a tan solo una legua de la capital Nazarí. Pocos días después, el 1 de julio de 1431 se produjo la famosa batalla de Higueruela en la que las tropas musulmanas fueron estrepitosamente derrotadas. Una contienda que tuvo lugar en la sierra Elvira, muy cerca de Granada, que estuvo comandada por Álvaro de Luna y seguida muy de cerca por el monarca castellano Juan II. Murieron entre 10.000 y 12.000 musulmanes –en ese dato no hay mucho acuerdo entre los cronistas- y a punto estuvo de caer la propia Granada. Se hubiera adelantado su reconquista 61 años.

          Después de esta gran batalla, Juan II concedió numerosas mercedes y reconocimientos a los caballeros que más se habían significado en la campaña. Dos días después, es decir, el tres de julio de 1431, el abuelo de Hernán Cortés se personó ante el citado monarca. Con Pedro Niño -nombrado ya Conde de Buelna- como testigo, fue armado solemnemente como caballero de Espuela Dorada. Al parecer, de las tres formas de caballería que había en Castilla, la de Espuela Dorada era la superior y sólo se concedía a hidalgos. Y antecedentes de caballeros armados con la espuela dorada los había muy célebres, como el mismísimo Cid Campeador, Ruy Díaz de Vivar. Era frecuente que el rey armase caballeros en pleno campo de batalla a aquéllos que habían destacado por su valentía en el combate o que habían protagonizado alguna hazaña. El ritual era claro y uniforme:

 

          Le da tres golpes de espada diciendo: Dios y el bienaventurado apóstol Santiago te haga buen caballero… y de esto le manda dar su carta, la cual es de hidalguía en efecto, y contiene toda esta solemnidad.

 

          Así obtuvo Martín Cortés su distinción, un tipo de caballería que había experimentado un gran resurgimiento en el siglo XIV y que prosiguió a lo largo e la centuria siguiente. Martín Cortés El Viejo se convertía en un noble de tipo medio, superior al hidalgo pero inferior a la nobleza titulada. Ahora bien, era un tipo de caballería de cuantía que obligaba a la persona en cuestión a mantener armas y caballos para salir en defensa del reino cuando fuese necesario. El problema vino cuando sus sucesores fueron incapaces de cumplir con la cuantía, poniéndose en duda la renovación del privilegio.

Probablemente, tras su nombramiento, continuó talando en las vegas de Málaga y Granada. Seguramente participó, en el verano de 1435 y en 1436, en la toma de Vélez-Blanco y Vélez-Rubio así como en los importantes combates que se produjeron en 1438 en la frontera granadina. No obstante, de tal extremo no tenemos constancia documental. Lo cierto, es que, tras finalizar su vida útil como caballero, decidió asentarse definitivamente en tierras de Medellín. Una decisión que no tenía nada de particular, pues Extremadura se repobló básicamente con castellano-leoneses. Martín Cortés El Viejo fue uno más de tantos pobladores procedentes del antiguo reino de León que decidieron quedarse en tierras extremeñas entre el siglo XIII y el XV.

Don Martín, había conseguido honra y fama para todo su linaje. No olvidemos que la Edad Media fue una de las menos individualistas de la historia, donde primaban más los intereses de la familia que los del individuo. Como otros caballeros tenía una casa solariega en la villa matriz, en este caso Medellín, pero pasaba la mayor parte del tiempo en una aldea del entorno, concretamente en Don Benito, donde tenía sus propiedades. Las tierras las adquirió seguramente en compensación por sus servicios de guerra. Era normal que los caballeros recibieran en reparto entre 4 y 12 yugadas de tierra.

          Desconocemos de momento, el nombre de su esposa. Se especuló con una enigmática María Cortés que, a nuestro juicio, nunca existió. Eso se hizo para intentar meter con calzador el linajudo apellido de los Monroy en la familia paterna del conquistador, mientras que el apellido Cortés se incorporaría secundariamente a través de su abuela paterna. Más probable parece que el ennoblecido caballero de la espuela dorada decidiese asentar su nueva condición, desposándose con una Monroy. Sea como fuere, lo cierto es que el matrimonio tuvo un buen número de hijos, seis legítimos –cuatro varones y dos mujeres- y una ilegítima. El mayor de los hijos legítimos era Hernán Cortés de Monroy, después le seguían Juan, Alonso y Martín –padre del conquistador de México-. Hernán Cortés, como primogénito de Martín Cortés El Viejo fue el que reclamó la continuidad del privilegio de caballería. En un alarde celebrado en Medellín en 1502, compareció un Hernán Cortés El Viejo, que presentó a un hijo suyo del mismo nombre a caballo, con coraza, lanza y espada, cuyo oficio era la labranza y la crianza de animales.

De Juan Cortés y de Alonso Cortés no sabemos gran cosa; ambos estaban al servicio del Conde de Medellín. Concretamente, a Juan Cortés lo encontramos citado en un documento de 1506 como criado del Conde de Medellín, participando en un asalto contra la cilla de Don Benito, en la que por la fuerza tomaron 12 fanegas y media de trigo y una cuartilla de cebada. Se refugió con sus secuaces en la fortaleza de Miajadas que era del Conde de Medellín, y hasta allí acudió el alguacil mayor para detenerlos. En cuanto a Alonso Cortés, nos consta que en 1500 era vecino de Don Benito, estaba casado y tenía dos hijas. En 1508 ocupaba el cargo de teniente del alguacil mayor Rodrigo de Portocarrero.

En cuanto a la hija natural, Inés Gómez de Paz, que jugaría un importante papel en la vida de Hernán Cortés, sabemos más cosas. Carlos Pereyra, siguiendo a López de Gómara, sostuvo que era hermana de Martín Cortés de Monroy. Pero, a juzgar por el testimonio del propio conquistador de México, no era exactamente hermana sino hermanastra. Efectivamente, éste declaró, en 1546, que su tía Inés Gómez de Paz era hija natural de su abuelo, habida con otra mujer fuera del matrimonio legítimo. Obviamente, a los hijos de Inés Gómez, que eran tres, Rodrigo, Pedro y Ana, el conquistador les dio siempre el tratamiento de primos.

 

MARTÍN CORTÉS DE MONROY

          El padre del conquistador de México, era el más pequeño de los hijos varones de Martín Cortés El Viejo. En el interrogatorio para el ingreso de Hernán Cortés en la Orden de Santiago, muchos testigos conocieron a sus abuelos maternos, pero ninguno conoció a sus abuelos paternos, probablemente porque habían muerto hacía mucho tiempo. De hecho, la probanza aporta mucha información sobre la familia Pizarro Altamirano pero, en cambio, apenas nada de la familia Cortés.

Martín Cortés de Monroy nació en torno a 1449, probablemente en la casa solariega que la familia poseía en el centro de la villa de Medellín, en la calle Feria, y donde pasaban una parte del año. Esta vivienda, sin ser una casa-palacio, era amplia y confortable. En torno a un patio central empedrado se disponían un buen número de habitaciones muy espaciosas.

 

Y aunque era la residencia oficial de la familia, poseían otras viviendas menores tanto en Medellín como en Don Benito, donde se localizaban la mayor parte de sus propiedades. De hecho, de las ocho cartas protocolizadas por el padre del conquistador en Sevilla, una respectivamente en 1506, 1520, 1523, 1525, 1526 y tres en 1519, salvo en la primera en que se declaró de Don Benito, en las siete restantes manifestó ser vecino de Medellín. En junio de 1526 protocolizó otra en la villa de Medellín y, tanto él como su esposa, declararon ser vecinos de esta última localidad.

Era hidalgo porque su padre y su abuelo lo habían sido, aunque bien es cierto que la evolución de su nombre muestra un ansia de ennoblecimiento. Así se explica que el vulgar García Martín Cortés, lo simplificara inicialmente a Martín Cortés, y posteriormente a Martín Cortés de Monroy mucho más sonoro. Y no es que no fuese Monroy, sino que hasta una edad bastante avanzada no lo utilizó.

López de Gómara lo calificó de devoto y caritativo. Debió pleitear junto a sus hermanos por mantener el privilegio de caballería que la villa le discutía probablemente por no disponer de caballo para acudir a la guerra. No en vano, el concejo de Don Benito justificó su inclusión en el padrón de pecheros, esgrimiendo que no habían mantenido sus caballos, ni acudido a los alardes periódicos a los que estaban obligados. Y lo curioso es que ellos, y particularmente Hernán Cortés, tío del conquistador de México, aceptó dicho extremo, advirtiendo sin embargo que su condición de caballeros la obtuvieron por privilegio no por cuantía por lo que no hacía falta mantener caballos. De hecho, siempre se dijo que la participación de Martín Cortés de Monroy en la guerra de Granada la hizo en calidad de peón y no de caballero.

          Su actuación en acciones bélicas no está nada clara; de hecho, no tenemos datos fehacientes que verifiquen su presencia en la guerra de Sucesión de Enrique IV. Como es bien sabido, éste había fallecido el 11 de diciembre de 1474 sin dejar clara su sucesión. Dos días más tarde se proclamó reina Isabel La Católica, enfrentándose directamente con los partidarios de doña Juana de Castilla, apoyada por su madre Juana de Portugal y por lo más granado de la nobleza española y extremeña, entre ellos el Marqués de Villena, los Enríquez, los Monroy, los Paredes, el Marqués de Cádiz y el Conde de Medellín.

López de Gómara, empeñado siempre en vincularlo con los Monroy, emparentados a su vez con los Portocarrero, afirmó que siendo joven –tenía entonces 26 años- fue a la guerra por su deudo Alonso de Hermosa, como teniente de una compañía de jinetes. Allí luchó, junto a Alonso de Hinojosa en el bando de su pariente Alonso de Monroy, clavero de Alcántara, en la batalla de La Albuera, contra las tropas de Isabel de Castilla, mandadas por Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago. La contienda duró casi cinco años y supuestamente Martín Cortés luchó del lado de los Monroy y del Condado de Medellín a favor de doña Juana. Esta versión de López de Gómara ha sido sostenida hasta la saciedad por la historiografía moderna y contemporánea.

Sin embargo, no hay ni una sola prueba documental que apoye esta hipótesis. Pero, es más, la historiografía cortesiana suele ignorar que el grueso de la familia Monroy se cambió de bando en 1476, por supuesto a cambio de un buen número de prebendas. De hecho, desde ese mismo año encontramos tanto a Fernando de Monroy como a Alonso –este último maestre electo de Alcántara- socorriendo a Luis de Chávez en la defensa de Trujillo.

La villa de Medellín, junto con las fortalezas de Mérida y Montánchez, sí que estuvieron contra la reina Isabel hasta el final de la contienda. De hecho, Medellín no capituló hasta el verano de 1479, firmándose la paz poco después. Por tanto, podemos concluir que a fecha de hoy no existe ni un solo indicio que vincule al padre de Hernán Cortés con el bando de doña Juana la Beltraneja.

En cambio, sí hay algo más que indicios que avalan su participación en la Guerra de Granada, aunque no parece que tuviera ni muchísimo menos el protagonismo de su padre. Es muy improbable que participase en la reconquista de Gibraltar (1462) porque contaba tan sólo con 13 años. Pero en el Archivo de Simancas aparece citado como soldado de infantería al menos en 1489, 1497 y 1503. Es decir, está documentada su presencia en hechos de armas cuando tenía, 40, 48 y 54 años respectivamente, aunque no a caballo sino a pié, en la infantería. Precisamente el padre Las Casas menciona a Martín Cortés como un pobre escudero. Y los escuderos, como es bien sabido, eran auxiliares de los caballeros y servían en la guerra como peones. Concretamente, el pleito que reproducimos en el apéndice IV se inició porque se pretendía quitar a los hijos de Martín Cortés El Viejo el privilegio de caballeros, acusándolos de no haber mantenido caballos, ni ejercitarse en la guerra. Y es que el hecho de ser caballero implicaba algunos beneficios pero también conllevaba una serie de obligaciones. Sobre los caballeros recaían repartimientos periódicos para que acudiesen con sus caballos y armas a los conflictos bélicos y, además, debían personarse en los alardes que cada cierto tiempo se realizaban. También existía la posibilidad de comprar los servicios de otra persona que acudiese a la guerra en su lugar, pero no era el caso de Martín Cortés de Monroy cuya economía no le permitía tales lujos.

Ahora, bien, estos pleitos con los concejos por mantener la exención tributaria fueron frecuentes y continuos. No en vano, en la misma villa de Medellín otros caballeros de cuantía como Pero Sánchez, vecino de Don Benito, o Juan Redondo, Juan Flores y Martín Muñoz, vecinos de Medellín, debieron pleitear largos años para mantener sus respectivos estatus.

Martín Cortés desempeñó distintos cargos en el concejo de Medellín, como regidor y como procurador general, según declararon en la probanza de hidalguía tanto el clérigo Diego López como Juan de Montoya. Se desposó con Catalina Pizarro Altamirano, una mujer de ascendencia hidalga, cuya familia procedía de Trujillo a donde habían llegado en el siglo XIII, procedentes de Ávila. Era hija de Leonor Sánchez Pizarro y de Diego Alfón Altamirano, escribano y mayordomo de Beatriz Pacheco, Condesa de Medellín. López de Gómara la describió como muy honesta, religiosa, severa y reservada. Cervantes de Salazar también se muestra parco en su descripción aunque al menos deja clara su noble ascendencia, escribiendo de ella que era de la alcurnia de los Pizarro y Altamirano, también noble. Los Altamirano eran una de las familias más señeras de Trujillo, cuyos miembros controlaban el cabildo local.

Por tanto, la nobleza de los Altamirano está fuera de toda duda. De hecho, cuando Hernán Cortés regresó a España por primera vez se dirigió a Medellín, se llevó consigo a Juan de Altamirano y sus hermanos, de los que se dijo que eran personas nobles, hijosdalgo muy principales. En 1529 en la probanza que hizo Martín Cortés, el hijo de doña Marina, para acceder a la Orden de Santiago, Juan de Hinojosa afirmó de manera taxativa:

 

Que conoció a sus abuelos paternos, Martín Cortés y Catalina Pizarro y siempre este testigo los tuvo por hidalgos todo el tiempo que los conoció.

 

Es obvio que la familia materna del conquistador parecía ser de mayor abolengo. No obstante, los Cortés también pertenecían al primer estamento, pues tenían escudo de armas y gozaban de exenciones fiscales.

Ahora, bien, ¿dónde tuvieron su hogar los padres de Hernán Cortés? Todo parece indicar que, al igual que sus abuelos, tenían casa en Medellín, pero que pasaban una buena parte del año en su vivienda de Don Benito. Para un hidalgo, hijo de un caballero de espuela dorada, era casi obligatorio tener residencia en la villa matriz, aunque residiese una parte o todo el año en algunas de las aldeas del entorno. Eso explica que unas veces –la mayoría- se declare vecino de Medellín, donde incluso llegó a ostentar cargos en su concejo, mientras que en otras manifestase su vecindad en Don Benito. Hugh Thomas descubrió un interesante documento, una provisión Real, fechada el 26 de noviembre de 1488, en la que se aludía a la actitud de varios vecinos de Medellín, entre ellos Martín Cortés, que habían denunciado al Conde de Medellín por no permitir a los vecinos el nombramiento de los oficiales del cabildo, pese a ser costumbre inmemorial. Sin embargo, en el documento por el que se formalizó el pasaje de Hernán Cortés a Santo Domingo, en 1506, declaró ser vecino de Don Benito. Insisto que nada tiene de particular que un hidalgo como Martín Cortés mantuviese su vecindad en la cabecera jurisdiccional, al tiempo que residía en una aldea de los alrededores más cerca de sus explotaciones rústicas.

          Pero el documento de 1488 tiene otro interés añadido, se demuestra que las relaciones entre Martín Cortés y el Conde de Medellín no eran precisamente cordiales, como se había creído. Eso refuerza la idea de la fidelidad de la familia Cortés con el partido isabelino, frente al bando del Conde de Medellín.

          Ha quedado otra cuestión que resolver, ¿cuántos hijos tuvieron Martín Cortés y Catalina Pizarro? Como es bien sabido, la historiografía siempre ha sostenido que Hernán Cortés era hijo único. Salvo algún problema físico o reproductivo de la madre o el padre la verdad es que no era común que los matrimonios se quedasen entonces con un solo vástago. Hay historiadores que han visto indicios para creer que tuvo dos hermanas, y hasta tres. De hecho, según Juan Miralles, tres personajes varones fueron tratados por Cortés como cuñados: Francisco de Las Casas, Diego Valadés y Blasco Hernández. Sin embargo, los argumentos son tan poco consistentes que no soportan el más mínimo análisis. Lo único que al presente es seguro es que fue el único hijo varón. Quizás por ello, en una época en la que el hombre tenía todos los privilegios, Martín Cortés se volcó con su hijo desde el principio. Ambos, pese a la distancia, llegaron a tener una relación estrechísima.

          Se empeñó en que estudiara leyes en Salamanca, junto al marido de su hermanastra, Inés Gómez de Paz. Probablemente lo ayudó económicamente durante su estancia en Sevilla. Y una vez que inició la Conquista de Nueva España se convirtió en su principal valedor en la Península. De hecho, en 1519 se encontraba en Sevilla donde, entre noviembre y diciembre, otorgó varias escrituras ante notario. El 29 de noviembre de 1519 reconoció haber recibido 102 pesos que le había enviado su hijo a través de Andrés de Duero. A continuación, poco más de una semana después, envió a su vástago ropa y otros enseres en la nao Santa María de la Concepción. Y pocos días después, pidió dos préstamos por un importe total de 350 ducados, 200 de Luis Fernández de Alfaro y Juan de Córdoba y 150 de Juan de la Fuente, todos ellos vecinos de Sevilla.

          En 1520 acompañó a Alonso Hernández Portocarrero, a Francisco Montejo y a su sobrino Francisco Núñez al encuentro con el Emperador en Barcelona. Pero, enterados de que había partido hacia Burgos, a celebrar la fiesta de San Matías y que después iría a Tordesillas a ver a su madre, la reina Juana, se encaminaron hasta allí. Era importante hablar con él y entregarle los escritos de su hijo justificando sus acciones, porque Diego Velázquez contaba con el apoyo incondicional del obispo de Badajoz, Juan Rodríguez de Fonseca y había hecho llegar sus quejas a la Corona. Y no era el único al que había escrito porque, el 12 de octubre de 1519, había remitido sus acusaciones al camarero mayor del rey y de su Consejo. Pero nuevamente, el Emperador había abandonado la ciudad con destino a Valladolid, donde finalmente consiguieron darle alcance y entrevistarse con él. Allí pudieron entregar la Carta de Relación escrita por su hijo y los demás documentos, justificando su forma de actuar y, sobre todo, su insumisión a Diego Velázquez. Los cortesanos quedaron impresionados con los presentes que se les entregaron así como con los cinco indios totonacas que les presentaron.

          Lo cierto es que, gracias a estas gestiones, consiguieron que el rey ratificase la actuación de Hernán Cortés a través de una Real Cédula dada en Valladolid el 22 de octubre de 1522. Un instrumento que se pregonó en Cuba en mayo de 1523, apesadumbrando los últimos meses de vida de Diego Velázquez. A decir de Gonzalo Fernández de Oviedo, el teniente de gobernador acabó pobre y enfermo y descontento por la traición de que fue objeto por parte del metellinense.

          Tras pasar un tiempo entre Palencia y Valladolid, junto a Francisco Núñez, solucionando asuntos relacionados con su hijo, en 1523, viajaron juntos a Sevilla. Su situación económica, merced a los envíos de su vástago, parecía ser bastante menos precaria. De hecho, donó a fray Antón de Zurita, ministro de la Orden de la Santísima Trinidad, diversas cantidades para el rescate de cautivos.

          Martín Cortés debió fallecer cuatro años después, hacia 1527, aunque Hernán Cortés no lo supo probablemente hasta principios de 1528. Tenía la avanzada edad de 77 años, y fue enterrado en el convento de San Francisco de Medellín, que había sido fundado en mayo de 1508 por Juan de Portocarrero. Por fortuna para él, la muerte le sobrevino después de haber saboreado y disfrutado de los éxitos de su único hijo varón. El conquistador del imperio mexica debió sentir profundamente el óbito de su progenitor porque le unían a él grandes lazos afectivos y filiales. Prueba de este afecto es que nada menos que a dos de sus hijos les puso el nombre de Martín, al hijo de doña Marina, y al de su legítima esposa doña Juana de Arellano y Zúñiga.

Catalina Pizarro murió en Nueva España tres años después, es decir, en 1530, y fue enterrada en la capilla del convento de San Francisco de Texcoco. También con ella mantuvo una entrañable relación. Posteriormente, Hernán Cortés dispuso en su testamento que se trasladasen los restos de su madre desde Texcoco al monasterio de Culiacán que pretendía utilizar como panteón familiar.

 

PARA SABER MÁS:

 

MIRA CABALLOS, Esteban: “Hernán Cortés. El fin de una leyenda”. Badajoz, Palacio Barrantes Cervantes, 2010, 589 págs.

 

 

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SANTIAGO CONTRA HUITZILOPOCHTLI. CLAVES DE LA DERROTA INDÍGENA EN LA CONQUISTA

SANTIAGO CONTRA HUITZILOPOCHTLI. CLAVES DE LA DERROTA INDÍGENA EN LA CONQUISTA

Contaba el Inca Garcilaso que, al igual que los cristianos, también los indios creían que sus dioses los asistían en el combate. Se trata de una constante en la historia de las guerras. La mayoría de las religiones politeístas tenían en su panteón a dioses guerreros, que ayudaban a sus adoradores en el combate. El fin de los dioses era ayudar a la comunidad y que mejor momento para hacerlo que en la guerra: los primitivos germanos tenían a Walhalla; los mexicas tenían a Huitzilopochtli; los asirios disponían de todo un panteón de dioses belicosos a imagen y semejanza de sus crueles soberanos que luchaban junto a ellos en la batalla; los antiguos egipcios a Horus, los griegos a Ares, los romanos a Marte, los musulmanes a Alá y los españoles a Santiago –nuestro particular dios de la guerra-.

Los mexicas llamaban en su auxilio a su dios de la guerra, Huitzilopochtli, quien se presentaba bajo la forma de un pequeño colibrí para indicarles la estrategia que debían seguir en la contienda. También, los incas entendían que su dios, el sol, estaba con ellos en el fragor de la batalla, prestándoles una valiosa ayuda. Moralmente se hundieron cuando ellos mismos se convencieron que sus dioses se habían esfumado, habían enmudecido, dejándolos en la más cruel de las soledades. Los propios conquistadores y evangelizadores usaban la derrota para convencerlos de cuán engañados habían estado por sus dioses que no les habían ayudado para nada en la batalla. Francisco Pizarro, como buen guerrero, no se conforma con reforzar la moral de sus hombres sino que mina la de los propios nativos. Francisco de Jerez, describió una conversación entre el trujillano y el Inca, justo después de ser apresado este último, en la que le dijo sus ídolos no eran dioses verdaderos, pues detrás de ellos estaba el diablo. Y como prueba un botón: que mirase cuán poca ayuda le había hecho su dios… cuando fue desbaratado y preso de tan pocos cristianos. El propio Atahualpa quedó espantado por estas palabras, pues probablemente acentuaron su soledad y su desazón por su cautiverio.

Fray Diego Durán escribió que los naturales seguían convocando a sus ídolos en los oráculos pero que no se manifestaban por lo que era público que los tenían ya por mudos y muertos. Mudos, muertos, huidos o evaporados, lo mismo daba; el caso es que ante la abrumadora superioridad de los españoles se convencieron de que habían sido abandonados a su suerte y que el Dios cristiano era superior. Desde muy pronto se sintieron abandonados por ellos, “sin cielo ni tierra, sin puntos de referencia en un universo desmoronado”. El extremeño fray Pedro de Feria O. P., en su catecismo en lengua castellana y zapoteca, publicado en México en 1567, no dudó en utilizar este argumento para convencer a los nativos de que abandonasen sus diabólicas creencias y adoptasen la nueva religión:

 

Si eran verdaderos vuestros dioses, decía a los indios, ¿qué se han hecho después que vinieron los cristianos?, ¿dónde se han ido?, ¿dónde están escondidos, ¿dónde se han huido?, ¿por qué no vuelven por su ley y religión? De donde se ve claramente que no eran verdaderos dioses, sino que todo era mentira y engaño grande del demonio”.

 

Y lo peor de todo, no sólo dejaron de ver a sus dioses sino que no tardaron en contemplar a Santiago en el bando contrario, guiando a las huestes cristianas. Les ocurrió lo mismo que a los galos que, viendo la capacidad militar de las tropas de Julio César, se convencieron de que peleaban asistidos por sus dioses. Según Antonio de Herrera, los indios del Perú afirmaron haber visto a un caballero con un caballo blanco y una espada en la mano que los atemorizaba y perseguía. También pensaron que el símbolo que siempre portaban los cristianos, la cruz, irradiaba un poder especial a sus portadores. No tardó en convertirse en un elemento disuasorio para los atemorizados amerindios.

Decía Octavio Paz, refiriéndose a los naturales de Nueva España, que ningún otro pueblo del planeta se sintió tan desamparado como los mexicas cuando interpretaron que sus avisos y profecías que anunciaban el fin de su mundo se estaban cumpliendo. Los hombres blancos no sólo les robaron su cuerpo sino también su alma. No menos traumática fue la caída del imperio inca. De hecho, contaba Antonio de Herrera, en relación a la toma de Cuzco por Francisco Pizarro, que los indios lloraban amargamente quejándose de sus dioses, que de tal manera los habían abandonado. Al año siguiente, muy lejos del escenario peruano, Alonso de Alvarado derrotó a los chiachapoyas, que viendo tal descalabro les entró grandísima desesperación y sentimiento, como decían, por verse desamparados de la ayuda de sus creadores.

Esta superioridad psicológica fue hábilmente utilizada por los españoles, que montaban toda una escenografía antes de entrar en combate. Hacían intencionadamente sus entradas con gran ruido, tocando trompetas, poniendo cascabeles a los caballos y disparando bombardas y arcabuces. Así conseguían aterrorizar a los indios antes de entrar en acción, facilitando su victoria. López de Gómara decía que en la entrada a Cajamarca de Francisco Pizarro, donde estaba concentrado lo mejor del ejército de Atahualpa, los indios no llegaron a entrar en combate por el siguiente motivo:

O porque Atahualpa no les dio la orden o porque se cortaron todos, de puro miedo y ruido que hicieron a un mismo tiempo con las trompetas, los arcabuces y artillería, y los caballos que llevaban pretales de cascabeles para espantarlos.

 

Los indios además sentían gran pavor por esos barbudos hombres blancos. Gil González Dávila, consciente de ello, les cortó el pelo a 25 jóvenes imberbes y les preparó unas barbas postizas antes de comenzar la contienda. Pensaba que si había más barbudos, infundirían mucho más terror a los ingenuos aborígenes y su derrota sería más fácil.

El desanimo total les llegó cuando se dieron cuenta que los españoles jamás se irían de sus tierras. Mientras creyeron que iban a robarles y a marcharse la esperanza se mantuvo. Pero pasadas las primeras décadas se dieron cuenta de que eso no ocurriría. Un viejo sacerdote, Alquimpech, le dijo a Francisco de Montejo que sufrían peor el poder de los españoles porque sabían que nunca se marcharían. Y la desesperación llegó a tal extremo que no pocos optaron por la solución extrema, es decir, por el suicidio. La sociedad indígena en general, aunque diversa, era fundamentalmente holista, frente a la hispana que era más individualista. Para este tipo de sociedades la comunidad tenía la primacía frente a la individualidad. El valor supremo era la supervivencia de la comunidad. Esto explicaría muchos comportamientos así como los suicidios sistemáticos que practicaron en ocasiones extremas.

 

PARA SABER MÁS:

MIRA CABALLOS, Esteban: Conquista y destrucción de las Indias. Sevilla, Muñoz Moya, 2009.

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

EL PASO DE HERNÁN CORTÉS POR ADAMUZ (CÓRDOBA)

EL PASO DE HERNÁN CORTÉS POR ADAMUZ (CÓRDOBA)

          La historiografía cortesiana desconocía la fecha exacta en la que el conquistador metellinense se embarcó rumbo a España por segunda vez, para pasar en la Península sus últimos años de vida. Por poner un ejemplo, su principal biógrafo José Luis Martínez afirmó que se embarcó para España entre diciembre de 1539 y enero de 1540. Y yo mismo, en mi obra Hernán Cortés el fin de una Leyenda, afirmaba que, dado que estaba documentado por primera vez en Madrid en mayo de 1540, seguramente había retornado de Nueva España en los primeros meses de ese mismo año. Y en cuanto al itinerario que siguió, desde su llegada a algún puerto del sur hasta su presencia en Madrid en mayo de 1540, era totalmente desconocido. Personalmente me lo imaginaba arribando a Sevilla y haciendo la ruta pasando por su Medellín natal.

Pues bien, dado que la prolijidad de las fuentes primarias nunca deja de sorprendernos, en estos momentos estoy en condiciones de secuenciar detalladamente la ruta que siguió el metellinense y las fechas exactas. Repasando el extenso pleito por los pueblos de su señorío, en las provincias de los Matolcingos, Toluca, Motepeque y Tepemechalco, conservado en el Archivo de Simancas, y que duró la década comprendida entre 1532 y 1542, encontramos todas las respuestas. El interrogatorio que se le hace a Pedro de Ahumada, camarero del conquistador, que lo acompañó en aquel viaje es providencial. Recordaba todas y cada una de las fechas y lugares en la que estuvieron. Mientras otros testigos solo recordaban algunas, él las tenía todas memorizadas. Según Pedro de Ahumada, zarparon del puerto de Veracruz el 5 de enero de 1540. Dos meses y un día después llegaron a Sanlúcar de Barrameda, tras realizar una escala en La Habana. Según Gonzalo Fernández de Oviedo, el metellinense le remitió una carta desde la capital cubana, fechada el 5 de febrero de 1540. Llegaron a Sanlúcar de Barrameda el 6 de abril de 1540, permaneciendo en Sevilla desde el 7 de abril hasta finales de ese mismo mes, por espacio de veintitrés días.

A primeros de mayo de ese año partieron con destino a Madrid. Y ¿tomaron la ruta de Extremadura como sospecha casi toda la historiografía? Pues no, tomaron dirección nordeste y marcharon del tirón hasta llegar al pueblo cordobés de Adamuz, exactamente el 4 de mayo. Tras reponer fuerzas en el pueblo por espacio de varios días, prosiguieron la ruta hasta Toledo a donde llegaron el día de Pentecostés -cincuenta días después del Domingo de Resurrección- de ese año de 1540. Según el investigador Antonio Redondo Pintado, el día de Pentecostés de 1540 fue el 16 de mayo. Dado que el día 17 de mayo llegaron a Madrid, apenas debieron permanecer unas horas en Toledo. En la ciudad del Manzanares se hospedó, por orden del Consejo de Indias, en casa de don Juan de Castilla.

Cortés era en aquel entonces un nuevo rico y, por tanto, una parte de la alta nobleza lo miraba con desdén. Además estuvo en todo momento agobiado por los largos pleitos que mantenía con Nuño de Guzmán, con el difunto licenciado Juan Ortiz de Matienzo, con el licenciado Delgadillo y también con Gutierre de Sotomayor, a quien reclamaba una deuda de cuatro mil castellanos. El 14 de junio de 1540 tomó una curiosa decisión: donó a doña Juana de Matienzo, esposa de Alonso de Samano e hija del oidor Matienzo, todos los beneficios que se derivasen de la reclamación que hacía hacia su difunto padre. Probablemente, trataba de congraciarse con los Samano, que tenían bastante poder en la corte, dado que Juan de Samano, hermano del esposo de doña Juana de Matienzo, era el influyente secretario real.

El 9 de marzo de 1541 seguía en Madrid porque fue presentado como testigo en una información de méritos presentada por Francisco Tello, en nombre de varias decenas de conquistadores de Nueva España. Poco después, en ese mismo año, decidió acompañar al Emperador en su fracasada campaña de Argel, junto a sus hijos Luis y Martín –el mestizo habido con doña Marina-. El César, harto ya de los desmanes de los turcos y en especial de Barbarroja, decidió ir a buscarlo a su propia base, concentrando para la ocasión un buen número de efectivos. La precipitación del ataque, lanzado inadecuadamente en noviembre, y los temporales hicieron de la campaña un fracaso. Hernán Cortés viajó en la galera capitaneada por Enrique Enríquez que, como tantas otras, naufragó. Milagrosamente consiguieron salvar sus vidas, aunque no las cinco esmeraldas y otras joyas que el de Medellín llevaba consigo. Reunido el Consejo de Guerra y, contra el criterio de Cortés, decidieron desistir de su intención de tomar la capital corsaria, dejándolo para otra ocasión más ventajosa. Fue su última gran acción, el último y fallido intento de recuperar el favor Real para destituir a aquellos que habían menoscabado su autoridad en el virreinato novohispano.

Finalmente marchó a la ciudad de Valladolid, donde está documentada su presencia entre marzo de 1542 y noviembre de 1545.



ESTEBAN MIRA CABALLOS



DIVULGAR DESDE LA INVESTIGACIÓN: MI BIOGRAFÍA SOBRE FRANCISCO PIZARRO

DIVULGAR DESDE LA INVESTIGACIÓN:  MI BIOGRAFÍA SOBRE FRANCISCO PIZARRO

En pocas semanas verá por fin la letra impresa mi libro “Francisco Pizarro. Una biografía para el siglo XXI” (Badajoz, Palacio Barrantes Cervantes, 2016, 396 págs). En este libro he estado trabajando desde el año 2010, es decir, ha sido mi trabajo de fondo en los últimos seis años, aunque en el transcurso haya publicado artículos y trabajos siempre de menor envergadura.

He releído miles de documentos y de imágenes digitales de los mismos, en archivos muy diversos de la geografía nacional. Asimismo, he revisado minuciosamente y contrastado casi todas las crónicas y prácticamente toda la bibliografía sobre el trujillano. Un trabajo largo, a veces agotador, pero gratificante porque el manejo de fuentes primarias me ha permitido cuestionar muchas de las premisas tradicionalmente sostenidas sobre el conquistador. Por otro lado, he contrastado los testimonios encontrados de almagristas, pizarristas y cortesianos. Cada uno valoraba la conquista del incario en función al grupo al que estaba adscrito. Hasta ahora, unos historiadores han dicho unas cosas y otros otras dependiendo de a cuál de las tres versiones diesen mayor credibilidad. Pero en realidad no se trata de optar por una de las facciones sino de estimarlas todas y desentrañar cuánto de verdad encierran cada una de ellas.

El resultado ha sido una biografía densa de casi cuatrocientas páginas, y más de mil notas que, por primera vez, he decidido colocar al final de libro. De esta forma, el que quiera una lectura profunda pero ágil de la vida del conquistador, lo puede hacer en poco más de doscientas páginas. Pero el investigador que quiera saber detalladamente por qué digo lo que digo y qué pruebas aporto podrá consultar esas notas abigarradas colocadas al final, así como un apéndice documental con los documentos más novedosos que he desempolvado. Hasta las fundiciones, con los listados de las personas que fundieron metal precioso, los he vuelto a transcribir del original, pese a que están publicados y transcritos desde hace años. Pero eso me ha permitido, detectar numerosos errores que cometió el primer transcriptor y que han perpetuado los historiadores posteriores.

Pocos lectores se darán cuenta de la diferencia entre esta biografía del conquistador trujillano y las cientos que hay publicadas y que se editan casi anualmente. Una persona que se lee varios libros y crónicas y escribe su libro puede realizar un trabajo atractivo, bien escrito y legible. Sin embargo, cuando uno bucea entre miles de fuentes primarias y secundarias, y además trata de plantear o demostrar hipótesis nuevas, se ve obligado a poner mucho énfasis en determinados aspectos y hacerse incluso tedioso. Lo que quiero decir con ello, es que habrá muchos lectores que valoren más una obrita divulgativa o una novela histórica sobre el conquistador que mi libro. Pero pienso que a largo plazo, siempre quedan los trabajos de fondo; esos permanecen, los otros siempre tienen fecha de caducidad.

En España hemos adolecido de divulgadores de nivel. Por un lado estaban los investigadores de fondo que escribían libros infumables con decenas de apéndices documentales que casi nadie se leía. Y por el otro, estaban los divulgadores que se leían esas obras y las ablandaban para hacerlas accesibles al gran público. Pero, dado el escaso éxito de unos y de otros, después llegaban los historiadores anglosajones, que eran a su vez investigadores de fondo y divulgadores y escribían la obra maestra. Se trataba de lo que Eric Hobsbawm llamaba la alta vulgarización. Y ahí están los libros clásicos e imperecederos de John Elliott, Hugh Thomas, John Hemming, Henry Kamen, Geofrey Parcker, Trevor Dadson, Paul Preston, etc. etc. Pero claro, eran grandísimos investigadores que eran capaces de divulgar desde su profundo conocimiento de las fuentes primarias y secundarias. Estos han sido siempre mi modelo a imitar y mi fuente de inspiración; solo el tiempo y los lectores podrán decir si efectivamente conseguí mi objetivo de acercarme, aunque solo sea un poquito, a la forma de hacer historia de estos grandes maestros, y crear una biografía imperecedera sobre el conquistador del Tahuantinsuyu.

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

CABALLOS Y LA CABALLERÍA EN LA CONQUISTA DE AMÉRICA

CABALLOS Y LA CABALLERÍA  EN LA CONQUISTA DE AMÉRICA

Desde que a principios de la Baja Edad Media se generalizara el estribo y la silla, la caballería se convirtió en dueña de Europa. En América iba a prorrogar su protagonismo durante todo el período conquistador pese a que en Europa empezaba a ceder la primacía a la infantería. El propio Hernán Cortés escribió una frase muy conocida pero que por su clarividencia traemos a colación: no teníamos, después de Dios, otra seguridad sino la de los caballos. Las Casas, parafraseando a la inversa, declaró que los équidos eran la más perniciosa arma que puede ser para entre indios, mientras que Fernández de Oviedo decía que aquellas gentes huían de los caballos como el diablo de la cruz. Una caballería utilizada decisivamente desde la Edad Media y que los aborígenes se mostraron incapaces de frenar. Al principio, a su eficacia intrínseca se unía el hecho de la sorpresa y el espanto que causaba, pues, los nativos pensaban, unas veces, que jinete y caballo formaban un mismo ser, y otras, que eran inmortales. Los españoles evitaron a toda costa que descubriesen la verdad. Hernán Cortés mandaba siempre enterrar a los caballos muertos y lo mismo hacía Francisco Pizarro, quien, en 1530, mandó inhumar a su rocín en un lugar secreto porque siempre estuviesen los indios en creencia que no podían matar los caballos. Pero no fueron los únicos; en la conquista de Santa Marta los naturales mataron el penco de Rodrigo del Río y éste se lo llevo a quemar al interior de un bohío para que sus oponentes no supieran su carácter mortal.

Esta creencia jugó muy malas pasadas a más de un bravo guerrero indígena. Un cacique maya, de nombre Tecum, pensando que caballo y jinete eran un mismo ser, se enfrentó a Pedro de Alvarado, matando a su caballo, pero ante su sorpresa el conquistador se revolvió desde el suelo y lo atravesó con su espada. El efecto psicológico sobre los indígenas lo acentuaban los propios hispanos, quienes les ataban a los lomos unos pretiles con cascabeles, cuyo sonido provocaba su huída despavorida. En Yucatán, un tal Palomino, hizo una exhibición con su caballo, delante de una decena de caciques, y fue tal el espanto que les causó, que se hicieron sus necesidades encima, de tal manera que el hedor era insoportable.

Obviamente, todo esto ayudó tan sólo en los momentos iniciales. Los nativos, si por algo se caracterizaron fue por su gran capacidad de observación, que les llevó a percatarse rápidamente que comían hierba y que además morían como cualquier otro ser vivo. Pero, a pesar de ello, siguieron siendo un elemento totalmente desequilibrante. Y ello muy a pesar de que en Europa, desde la Guerra de los Cien Años, la caballería había entrado en decadencia a favor de la infantería. Esta última se consolidó a principios del siglo XVI, cuando las armas de fuego se fueron progresivamente perfeccionando. Pero, dado que en América, los indios no disponían de este armamento, la caballería volvió a ser la base de las huestes, como en el Medievo. Pasada la Conquista, el caballo se usó con frecuencia en otros menesteres, unas veces como bestia de carga y en otros como elemento de ocio, realizándose exhibiciones equinas y juegos de caña.

Realmente el hierro y sobre todo la caballería eran los elementos que marcaban la diferencia entre la victoria y la derrota. Un arma absolutamente insalvable para los indios. Su movilidad y su posición dominante hacía que un hombre a caballo hiciese por diez españoles de a pie y por medio millar de indios. Las tribus indígenas sucumbían una detrás de otra a la ofensiva de la caballería. A mi juicio, la conquista fue una guerra relativamente fácil de ganar para los hispanos, pues de hecho, dos puñados de españoles acabaron con los dos mayores estados de todo el continente americano: la confederación mexica y el Tahuantinsuyu.

Pero, muy pocos españoles pudieron disponer en los primeros años de estos équidos que tan buena garantía les daban en el combate. Eran muy cotizados hasta el punto que preferían dejar morir a los indios aliados antes que a sus caballos, conscientes de que constituían su protección más preciada. En los primeros decenios, la escasez de équidos hizo que su precio se disparara. Las Casas se indignaba al comprobar que en La Española, en las primeras décadas del siglo XVI, se cambiaba una yegua por 80 personas de Pánuco, ¡por 80 ánimas racionales! Poco antes de la Conquista de México se cotizaban en 3.000 pesos de oro lo que obligó a algunos conquistadores a asociarse para su adquisición. Fue el caso de Pedro de Alvarado que adquirió una yegua alazana a medias con López de Ávila. Por su parte Francisco de Montejo, debió conformarse con un penco de feas hechuras que debió comprar a partes iguales con Alonso de Ávila. Pero todavía en torno a 1535 Alonso Martín, declaró que compró un caballo en el Perú por 1.200 pesos de oro. Prácticamente durante toda la Conquista, el caballo fue un producto escaso y, por tanto, privativo.

Pese a todo, la caballería fue desequilibrante hasta tal punto que las pocas batallas en las que los aborígenes salieron victoriosos se produjeron de noche, en zonas de sierra o en espacios angostos donde la caballería reducía sustancialmente su eficacia. Algunos de estos primeros caballos casi se convirtieron en leyenda, como Rolandillo, Cabeza de Moro, Romo –el caballo de Cortés-, el Cordobés, Villano –de Gonzalo Pizarro-, Salinillas o Motilla. Este último era propiedad del medellinense Gonzalo de Sandoval, y de él escribió Bernal Díaz del Castillo que ni en Castilla ni en las Indias se vio otro mejor. Antonio Espino contradice mi tesis, y reduce la importancia del caballo en la conquista. Parte de la idea, a mi juicio errónea, de que la guerra fue muy difícil de ganar y que en algunas áreas los caballos fueron muy escasos o inoperantes por lo abrupto del terreno (2013: 30-31). Pero, como hemos visto en este artículo no pensaban lo mismo los contemporáneos, como aquellos capitanes que se rieron de Cortés con motivo del asedio fracasado de Argel, cuando le dijeron: Este animal cree que tiene que vérselas con sus indiecitos porque allí bastaban diez hombres a caballo para aniquilar a veinticinco mil (Mira Caballos, 2010: 37).

 

PARA SABER MÁS

 

ESPINO LÓPEZ, Antonio: La conquista de América. Una revisión crítica. Barcelona, R.B.A., 2013.

 

MIRA CABALLOS, Esteban: Conquista y destrucción de las Indias. Sevilla, Muñoz Moya Editor, 2010. A la venta en www.Amazon.es

 

RIVERA SERNA, Raúl: “El caballo en el Perú (siglo XVI)”, Anuario de Estudios Americanos, T. XXXVI. Sevilla, 1979.

 

RÍO MORENO, Justo L.: Caballos y équidos españoles en la conquista y colonización de América (S. XVI) T. I. Sevilla, Ediciones Guadalquivir, 1992.

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

LA REBELIÓN DE ENRIQUILLO (1520-1533)

LA REBELIÓN DE ENRIQUILLO (1520-1533)

Buenas tardes:

 


Hoy hablaremos de Enriquillo, un personaje muy conocido de la historia dominicana. Sorprendente porque es de los pocos indios a los que la Historia le ha otorgado un sitio de honor. Queremos dejar bien claras tres ideas:

 

 

La primera idea que queremos dejar clara es la resistencia indígena permanente que abarca desde la llegada de los españoles hasta la extinción de los aborígenes en poco menos de cincuenta años. Superado un momento inicial en el que, como es bien sabido, los españoles fueron tratados como dioses, comenzó la resistencia de los indios. En estos primeros compases la oposición se catalizó en: 1.- la huida a los montes. 2.-destrucción de sus conucos y 3.-un mutismo premeditado sobre los remedios médicos a determinadas enfermedades subtropicales.

 

La segunda cosa que queremos dejar clara es que hubo dos fases: en la resistencia: una,

antes de 1519 y después de esta fecha. Hasta 1519 los indígenas poco o nada pudieron hacer frente a las ofensivas armas de los cristianos por lo que la única salida que les quedaba era, como ya hemos comentado, la huida a los montes, fuera del alcance de los españoles. Podemos decir que los indios en los primeros años no se rebelaban contra los españoles sino que tan sólo se ausentaban, de ahí que para recuperarlos se utilizase a los llamados recogedores de indios o alguaciles del campo. Y otra, a partir de la década de los veinte aparecieron líderes que aglutinaban en torno a si indios con una mayor conciencia de grupo, como fue el caso de Enriquillo que concentró bajo su mando a más de un centenar de guerreros.

En estos años se dieron varias circunstancias que favorecieron los levantamientos indios, a saber: el progresivo despoblamiento de las islas y el mestizaje cultural de muchos indios que les permitió aprender las técnicas de combate del grupo conquistador. Aprendieron a evitar los ataques frontales con los españoles, prefiriendo su concentración en lugares inaccesibles desde donde atacar por sorpresa y esporádicamente.

Y la tercera idea que queremos aclarar es que no fueron más que simples rebeliones ya que el propósito de caciques como Enriquillo o Guama en Cuba, fue tan sólo escapar de la pésima situación en la que se vieron envueltos, sin obviamente, plantear situaciones más complejas. De manera que si bien es cierta la existencia de un rechazo del indio hacia la nueva situación política, social y económica, creada por los hispanos no es menos cierto que no hubo una intención generalizada de crear una nueva sociedad frente a lo hispano. En el caso de Enriquillo que si llegó a crear una sociedad aparte lo cierto es que no hizo otra cosa que copiar el ordenamiento vigente, como ya hicieran los esclavos rebeldes en la antigüedad.

De forma que los indios se rebelaron contra una coyuntura concreta, como podía ser el excesivo trabajo o en el hambre en un momento determinado, no contra el nuevo sistema establecido por los españoles. Los oficiales reales eran conscientes que cuando no se les daba de comer a los indios o a los negros estos se rebelaban y así ocurrió en la cuaresma de 1547 cuando se le dio muy poca comida a negros e indios que “fue ocasión que se alzasen y se fuesen a buscar de comer...”

          Tras el sometimiento de la Española por parte del Comendador Mayor, frey Nicolás de Ovando, la isla permaneció pacífica prácticamente hasta la década de los veinte. No obstante, hacia 1519 apareció una figura clave en la historia de esta isla como fue Enriquillo, un cacique que supo aglutinar en la Española a un numeroso grupo de descontentos.

          Respecto a las causas que le impulsaron a la insurrección debemos decir que hay una tremenda confusión al respecto. Ya los cronistas de la época redujeron todo el alzamiento al simple interés personal de Enriquillo, habida cuenta de los malos tratos que le proporcionó su encomendero, llamado Valenzuela, que le llegó a quitar a su mujer y a su yegua. Sin embargo, una gran parte de la historiografía reciente dominicana ha querido ensalzar a Enriquillo como héroe, proponiendo como causas principales de su rebeldía el interés colectivo de los indios frente a la espantosa explotación laboral y social que sufrieron a manos de los españoles.

          Nosotros, por nuestra parte, tenemos nuestra propia opinión sobre este interesante personaje, que si bien tiene en cuenta todo lo dicho hasta ahora, creemos que el comportamiento individual de este líder, su propia vida y sus propios intereses personales influyeron más que otras circunstancias en su actuación contra los españoles. Para ello nos basamos en el sintomático hecho de que en ningún momento este cacique defendió más intereses que los suyos propios y, en concreto, cuando le ofrecieron un puesto importante en la sociedad española lo aceptó sin preocuparle el futuro del resto de los aborígenes.

Desde luego y ante todo hemos de tener en cuenta la propia formación cultural de Enriquillo que hemos definido como mestiza, pues, pensaba en español, al ser criado desde muy pequeño, como ya hemos señalado, por los franciscanos y, al igual que muchos de los que con él estaban, estaba totalmente aculturado. El propio Juan de Castellanos en su conocida obra lo definía así:

 

          “Fue Enrique pues, indio ladino que supo bien la lengua castellana, cacique principal, harto vecino al pueblo de San Juan de la Maguana... Era gentil lector, gran escribano”.

 

 

Además, cuando Francisco de Barrionuevo llegó al pueblo que tenía Enriquillo en el Bahoruco encontró que en todos los "bohíos" había cruces puestas, e incluso, una iglesia para la que el cacique insurrecto le pidió una campana. Es decir, con estas características podemos afirmar que el agravio que sintió Enriquillo, principalmente, al perder a su mujer, tuvo que tener más impacto en su personalidad que el que hubiera tenido en cualquiera de los indígenas de su comunidad. Es seguro, por tanto, que Enriquillo compartió, como el resto de los hidalgos españoles, el ideal de honor del momento y esa antítesis de la sociedad renacentista del momento conocida como “caballero valeroso- villano cobarde”.

          Si a todo ello unimos la abusiva actuación que los españoles llevaron a cabo con los indios, sólo suavizada en parte durante el gobierno de los Jerónimos, la insurrección de Enriquillo está más que justificada.

A Enriquillo le siguieron la mayoría de sus indios, engrosando su número con el paso de los años por la popularidad que el movimiento rebelde adquirió entre la mayoría de los indígenas de la isla. Como bien dijo el padre Las Casas la fama de Enriquillo se difundió como la pólvora entre los indios de tal forma que en los años sucesivos se incorporaron aquellos naturales descontentos por los malos tratamientos que les proporcionaban sus encomenderos. De hecho, en 1544, el licenciado Cerrato explicaba al Emperador que de cien esclavos que se iban al monte noventa y nueve lo hacían debido a la crueldad con la que se les trataba.

Del número de insurrectos que andaban en el Bahoruco no tenemos referencia exacta. En los primeros años del alzamiento los documentos hablan de tan sólo cincuenta o sesenta indios, la mayoría de ellos varones, mientras que para el momento de máximo auge rebelde no sobrepasaron, en cualquier caso, los cuatrocientos efectivos en total. Hacia 1533, y tras las numerosas muertes causadas por los largos años de lucha con los españoles, tan sólo había unos 80 o 100 indios guerreros y un total de trescientas almas incluidas las mujeres, los niños y los viejos.

            El movimiento rebelde triunfó durante más de catorce años. El motivo de su éxito radicó en algo que ya hemos dicho, pero que volvemos a insistir. Su carácter cultural mestizo, no sólo en el mismo Enriquillo, sino también en muchos de sus compañeros de lucha, que al igual que su líder se habían educado junto a los españoles.

          Es evidente, pues, que esta guerra de Enriquillo fue muy distinta a aquella protagonizada por los primeros indígenas que vivieron el Descubrimiento, paralizados por el terror ante unos invasores desconocidos. Ahora las técnicas de combate, las armas, las estrategias y los objetivos fueron muy diferentes. No en vano, en 1529, escribieron a Carlos V los oidores de la Audiencia de Santo Domingo con una gran clarividencia, como se puede observar en las líneas que vienen a continuación:

 

 

          “Es guerra con indios industriados y criados entre nosotros, y que saben nuestras fuerzas y costumbres, y usan de nuestras armas y están proveídos de espadas y lanzas, y puestos en una sierra que llaman Bahoruco, que tiene de largura más que toda el Andalucía, que es más áspera que las sierras de Granada”.

 

 

Enriquillo creó todo un sistema defensivo que parecía ingeniado por un auténtico español. Para empezar situó su cuartel general en un lugar prácticamente inaccesible para los españoles, en pleno corazón de la región del Bahoruco. En estos apartados lugares los indios encontraron una defensa eficaz frente a unos españoles que desconocían el territorio. Así, en una carta de Alonso de Zuazo a Carlos V le explicaba que como la sierra del Bahoruco era de sesenta leguas “los alzados saben la tierra, y así burlan a los españoles”. Además, en estos lugares tan serranos la mejor arma ofensiva de los españoles que, como es bien sabido era el caballo, resultaba totalmente inútil, pues, como decía un documento de la época, "en la sierra no son nada". Este sistema se completaba con otro asiento distinto y oculto para los enfermos y los viejos, en el cual se les atendía y se les curaba sin el peligro que suponía un eventual ataque español. El resto de los indios labraban la tierra en zonas más llanas, mientras que otros se dedicaban a la vigilancia para que a la menor señal de alerta corriesen a refugiarse a la sierra.

Por lo demás, Enriquillo estableció un complejo sistema de información en torno a él, en el que es muy probable que estuviesen implicados indios de paz. Este hecho, que es conocido desde hace ya tiempo aunque desde un punto de vista más literario que científico, parece confirmarse por un caso ocurrido en la Española, en 1527, y que citamos a continuación. Así, en este año se produjo un ataque de indios cimarrones a una hacienda de la Yaguana. Pues bien, poco después se encontró parte del botín robado en poder de ciertos indios de paz que había en una estancia cercana "por donde se presume que algunos indios de aquellos fueron espías o supieron algo o serían en el dicho robo...". Como no se llegó a hacer pesquisa sobre este asunto no sabemos si los hechos realmente ocurrieron así. Sin embargo, tan sólo la sospecha de espionaje por parte de los españoles es muy sintomática al respecto. Por otro lado, dos años después, la Audiencia de Santo Domingo informó a Su Majestad que los indios alzados tenían tantos “espías” en las villas y en el campo “que no se menean (se refiere a los españoles) sin que ellos lo sepan...”.

Igualmente, había aprendido de los españoles que la improvisación era un gran arma, motivo por el cual no cejaba en la vigilancia hasta el punto que, según el padre Las Casas, “era tanta su vigilancia que el primero era él quien los sentía”. En este sentido, Luis José Peguero, citando al cronista Antonio de Herrera, decía que su espada “no la soltaba ni en la hamaca en que dormía”.

Otra de las precauciones que tomó este líder indio poner los medios para evitar que los españoles pudiesen localizar su asentamiento. Para ello se dice que cortó la lengua a los gallos y que impuso graves sanciones para aquellos que encendiesen fuegos en zonas no señaladas para tal efecto.

En cuanto a las formas de ataque ofensivo debemos decir que consiguió las armas de metal de los propios españoles a los que despojaba después de ser vencidos, hasta el punto que, según contaba el padre Las Casas, algunos de los que iban con Enriquillo llevaban hasta dos espadas. También en la táctica de combate este cacique demostró un perfecto conocimiento de la guerra muy superior a la capacidad estratégica del resto de los indios. Así sabemos que dividía a los hombres en dos grupos, uno a su mando, y otro de auxilio, comandado por su sobrino Tamayo, ganando de esta forma muchas batallas.

Pese a todo, tras unos años de éxito, la resistencia indígena fracasó tanto en la Española como en las demás islas antillanas. Los motivos fueron los siguientes, a saber: primero, por la escasez, cada vez mayor, de indios y muy especialmente de mujeres, lo que originó que los insurrectos tuviesen como prioridad absoluta la toma de indias encomendadas y naborías de paz. Segundo, por la falta de unos intereses comunes entre negros e indios frente al poder español que, posiblemente estaba motivado por cuestiones eminentemente culturales. Y tercero, por la falta de una conciencia colectiva entre los aborígenes, favorecida por los traslados indiscriminados de indios que practicaron los españoles, especialmente intensos en los primeros años. Igualmente, el duro trabajo minero impidió que se fraguasen las ideas de rebeldía al tener tan sólo unos pocos meses, tras la demora, para “fabricar de como se han de alzar”. Ni en los mejores momentos de Enriquillo existió una liga o unión entre los principales caciques alzados de la isla, pues, como bien afirmó fray Cipriano de Utrera, cuando Enriquillo firmó la paz los demás indios continuaron su alzamiento independientemente. Tras la firma de la paz por Enrique en 1533 continuaron algunos caciques alzados pero el fin de los alzamientos estaba sin duda próximo.

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

 

 

(*) Texto de la conferencia impartida en la Casa de España de Santo Domingo, el 11 de noviembre de 1998.