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DISCRIMINACIÓN Y VIOLENCIA SEXISTA EN LA ESPAÑA MODERNA

DISCRIMINACIÓN Y VIOLENCIA SEXISTA EN LA ESPAÑA MODERNA

La mujer ha sufrido a lo largo de la historia una persistente discriminación por parte del hombre. Una situación que se remonta al menos a los orígenes de la civilización y que se extiende prácticamente por todos los continentes. Por tanto, no es un rasgo propio de Occidente sino que es compartido por la mayor parte de las civilizaciones: la hindú, la china, la africana, etc.

Centrándonos en el espacio y en el tiempo que nos ocupa, diremos que la mujer se vio obligada a jugar un papel subsidiario y dependiente del varón. Ninguna mujer honesta podía quedarse sin la protección de un hombre, padre, esposo o hermano. En la mayor parte de los casos estaban sometidas, primero, a la voluntad de sus padres y, luego, a la de sus maridos. Eran las propias familias las que pactaban los matrimonios de sus hijos, sin importarles por supuesto el amor entre ambos, sino estrictamente los intereses económicos. Los matrimonios no se podían dejar al azar porque había demasiados intereses económicos en juego. Entre los grupos sociales más modestos, un enlace adecuado era la mejor garantía para evitar que la nueva familia sufriese el drama del hambre. En el caso de las familias nobiliarias, la mujer jugó un papel clave en la perpetuación del patrimonio de grandes casas, como la de Osuna, Alba, Medinaceli y Fernán Núñez. La mayoría de los matrimonios eran de conveniencia.

En caso de no conseguir marido la solución más airosa para todos, si las condiciones socio-económicas de su familia lo permitían, era el ingreso de la fémina en algún convento o beaterio. Nada tiene de extraño, pues, la excepcionalidad de las artistas, de las escritoras y, más aún, de las científicas durante toda la Edad Moderna. De hecho, apenas conocemos un puñado de nombres, como la escultora María Luisa Roldán -La Roldana-, o las escritoras Marcela de San Félix, Antonia de Mendoza, Antonia de Alarcón o María de Zayas y Sotomayor. Por cierto, que sorprendentemente esta última aprovechó su novela para tildar de necios a los hombres que equiparaban a la mujer con una cosa incapaz. Y digo que sorprende no porque careciese de razón sino por su atrevimiento.

Pese a ello, desde hace unas décadas existe una pujante corriente historiográfica que está rescatando del olvido a algunas de esas destacadas creadoras a las que las circunstancias sociales les obligaron a permanecer en un velado segundo plano. Incluso, se está trabajando en la reinterpretación de la historia desde el papel jugado por las mujeres, tanto directa como indirectamente, a través de la influencia ejercida sobre los hombres. Escritoras, cuyos manuscritos firmaban sus maridos, mecenas, coleccionistas de arte, e incluso, artistas. Sin embargo, estos casos con ser importantes no dejaron de ser excepcionales porque la asfixiante primacía del varón impidió que las mujeres desarrollaran sus capacidades o potencialidades.

 

MATRIMONIO, HOGAR Y VIOLENCIA DE GÉNERO

Era obligación de la mujer servir y acatar la voluntad de su marido, incluso en la peor de las situaciones. Las propias constituciones sinodales de los obispados reprobaban la disolución de los matrimonios, salvo casos extremos que sólo podían autorizar las autoridades eclesiásticas. Fray Luis de León, en su obra La Perfecta casada, animaba a las mujeres a aguantar, por más áspero y de más fieras condiciones que su marido fuese. Un pensamiento que desgraciadamente estaba generalizado en España y que se mantuvo hasta avanzado el siglo XX. De hecho, la sumisión de la mujer al cabeza de familia se mantuvo dentro de la tradición moral de la dictadura franquista prácticamente hasta su desaparición.

El matrimonio era una institución creada por Dios y, por tanto, absolutamente sagrada e indisoluble. Una idea que procedía de la Iglesia aunque la terminó haciendo suya el ideario de falange, pasando posteriormente a los Derechos y Deberes de los españoles, durante la etapa franquista. Por ello, el Movimiento no podía admitir la poligamia ni el divorcio porque restaba solidez a la familia, institución sagrada del Estado. Según José María Mendoza Guinea, del Frente de Juventudes, el divorcio es origen de toda clase de trastornos, tanto espirituales como materiales, que repercuten desfavorablemente en la educación y el porvenir de los hijos. Pero ¿quién detentaba el poder dentro de la familia?, indefectiblemente el padre y, en su defecto, la madre. La esposa, no obstante, jugaba un papel secundario fundamental. En 1946 María Baldó escribía que la mujer debía cuidar de la familia, de su marido y de sus hijos, siendo la responsable última de que el hogar sea agradable, sano, apacible y firmemente progresivo. Palabras inspiradas en las propias encíclicas de Pío XII cuando hablaba de la mujer como heroína del hogar, la del canto de la cuna, la sonrisa de los niños, la primera maestra y la confortadora espiritual de su marido.

Se trataba de una sociedad patriarcal, donde los hombres ostentaban una clara superioridad con respecto a la mujer en cuota de poder y en privilegios socio-económicos. En la mayor parte de los casos, los malos tratos se daban dentro del hogar conyugal, lugar físico donde comenzaba la opresión de la mujer.

Nada tiene de extraño que los casos de disolución del matrimonio en la España Moderna fueran absolutamente excepcionales. Casi siempre se producían cuando había palizas o vejaciones físicas de por medio que traspasaban las fronteras de la intimidad familiar, bien por ocurrir en la calle, o bien, por evidenciarse las señales físicas de la agresión. Por tanto, la violencia doméstica se aceptaba sin problemas en el Antiguo Régimen, castigándose sólo los casos más flagrantes y públicos. En una sociedad como aquélla, la justicia solo podía intervenir en casos muy claros de actuación irregular del cabeza de familia. Así, en 1780, Nieves López, vecina de Burgos, denunció a su marido acusándolo de pegar e injuriar tanto a ella como a sus hijos, así como de no ocuparse de su manutención. En el siglo XVI conocemos algunos ejemplos, como el de una tal María Gómez, vecina de la aldea de Arroyo del Puerco, quien solicitó el divorcio porque su marido le daba muchos palos, golpes, bofetadas, patadas y pellizcos porque era un hombre loco y desatinado. Y la justicia intervino porque los argumentos defendidos por la agredida eran públicos y notorios.

No dudamos que hubiese muchos casos de matrimonios bien avenidos, en los que la convivencia debió ser buena o muy buena. Sin embargo, la violencia de género fue no menos usual, aunque sólo conozcamos algunos casos muy concretos. Como colectivo supeditado al varón, sufrió innumerables agresiones físicas y psicológicas. Sin embargo, los pocos casos que trascendieron fueron aquellos en los que las agresiones fueron públicas o las lesiones tan evidentes que la violencia quedó de manifestó. Pero, incluso en esos casos lo normal es que finalmente se llegase a un acuerdo amistoso por el que, a cambio de alguna compensación económica, todo quedase en un perdón. A continuación ilustraremos el texto con algunos ejemplos, excepcionales pero representativos, de mujeres que se sintieron con fuerza para denunciar públicamente a sus maridos y que, incluso, obtuvieron sentencias a su favor:

Un caso muy señalado, por su temprana fecha, es el de Leonor de la Barrera, quien en su testamento, otorgado en Carmona (Sevilla) en 1566, recordó insistentemente la mala vida que le había dado su marido, Juan de Párraga, apartándolo de todos sus bienes. Llama la atención que en una escritura de última voluntad la mujer se dedicara a denunciar la durísima convivencia que había padecido junto a su violento esposo. Según declaró, éste le obligó a hacerle donación de todos sus bienes por escritura que pasó ante Juan Cansino, el 5 de enero de 1561. Entre esos bienes figuraba una casa solariega, una tienda y varios olivares en el término de la villa. Y no conforme con eso, la obligó a revocar otra escritura de donación de cuatrocientos ducados que tenía formalizada a favor de su hermana Catalina de la Barrera y del marido de ésta, Pedro de Villar, lo cual hizo por escritura otorgada ante el escribano Alonso de Vargas el 28 de febrero de 1561. Al señalar las causas por las que revocó la donación a su hermana no pudo ser más explícita:

Lo hizo por persuasión del dicho Juan de Párraga, mi marido, y de otras personas por él con grandes cautelas y engaños y falsas promesas e inducimientos y otros temores que me fueron puestos de la áspera y mala condición del dicho Juan de Párraga mi marido y por no ser maltratada del dicho Juan de Párraga, mi marido, y que no me diese mala vida y hiciese malos tratamientos y por otros inducimientos y persuasiones semejantes… me forzó y compelió con mala vida y con otros temores de que le hiciese y otorgase por fuerza contra mi voluntad lo hice y otorgué.

 

Sin embargo, poco después se armó de valor y por escritura otorgada ante Alonso de Vargas, el 9 de junio de 1564, revocó la donación realizada previamente a su marido. Para ello se agarró a las Leyes del Reino que, según ella, prohibían la donación en vida de todos los bienes de una persona. También en esta ocasión sus palabras denuncian unos malos tratos de tal magnitud que, incluso, llegó a temer por su vida:

 

Porque me ha sido y es ingrato y hecho otros muy malos tratamientos en lo cual ha mostrado el deseo y voluntad que tiene y ha tenido de que yo me muera y él quede con todos mis bienes y yo no tenga ni me quede de que pueda disponer por mi ánima ni hacer testamento.

 

Entre la revocación y su fallecimiento, probablemente ocurrido en 1566, mediaron casi dos años, en los cuales no sabemos si continuó viviendo junto a su marido. Suponemos que no porque, aunque su testamento lo otorgó cerrado, la escritura de anulación de la donación fue pública. Su empeño por desheredar a su marido prosperó gracias a la ayuda prestada por algunas personas de su entorno. Por su apellido, parece obvio que pertenecía a una familia hidalga de la entonces villa de Carmona y debió contar con el apoyo de algunas personas influyentes. Y no faltaban posibles interesados: en primer lugar, los religiosos del convento de los Jerónimos a quien dejó su casa y dos pedazos de olivar para que le cantasen una misa a perpetuidad todos los miércoles del año. En segundo lugar, su cuñado quien finalmente recuperó la donación de cuatrocientos ducados que le hizo inicialmente y que, como ya dijimos, revocó a petición de su marido. Y en tercer lugar, su hermano Diego de la Barrera, a cuyos hijos les cedió el grueso de sus bienes. Este hermano y su esposa, doña Isabel Rodríguez de Aguilera, debían gozar de la plena confianza de doña Leonor. No en vano, fue esta cuñada quien a su ruego firmó su testamento, dado que la otorgante manifestó que no sabía escribir. El caso de Leonor de la Barrera es uno de los ejemplos más antiguos documentados de violencia de género.

En 1769, en la pequeña población de Chinchilla de Montearagón (Albacete), María Romero abandonó su casa, en compañía de su hija, para lavar la ropa en un paraje cercano. Allí se encontró con el guarda del coto, Pedro Carrasco, con quien departió mientras realizaba la colada. Pues bien, el marido, Antonio de Hortera, lo debió entender de otra forma y le descerrajó un tiro en la cabeza al guarda e hirió gravemente en la cabeza a su esposa. El guarda murió casi en el acto mientras que la mujer consiguió llegar a su casa con la ayuda de la hija, debatiéndose durante varios días entre la vida y la muerte. Lo último que sabemos es que el presunto asesino, dada la gravedad de los hechos, fue encarcelado, entre otras cosas porque al margen de la violencia sexista había acabado con la vida de otro hombre. Sin embargo, no parece que las cosas fuesen a mayores ya que el adulterio era uno de los delitos peor vistos en la época y no es difícil que pudiese acreditar su condición de engañado. De nuevo, una mentalidad social perversa, fundamentada en la desigualdad entre el hombre y la mujer, con la complicidad de las autoridades y de las instituciones.

A principios del siglo XIX, Francisca Piris, vecina de Badajoz, denunció a su esposo Andrés Moro del Moral, por los infinitos y malos tratamientos que le ha dado, hasta el punto que temía por su vida. El desencadenante de la denuncia ocurrió en la madrugada del 3 de noviembre de 1804 cuando la infortunada se refugió en casa de su padre, al tiempo que formuló la denuncia ante la máxima autoridad civil y militar de la plaza, el gobernador Carlos de Witte y Pau. Lo inusual del caso, es que éste último decidió el ingreso en prisión del agresor, que fue encerrado en una minúscula celda de la puerta de Palmas. Poco después, lo condenó a pagar una pensión de diez reales diarios, mientras durase la separación, además de las costas del juicio, cercanas a los 1.300 reales. Una sentencia ejemplar y sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta la buena situación socioeconómica del condenado y su familia. Sin embargo, no podemos olvidar que se trata de excepciones. Lo normal fue el silenciamiento de los casos de violencia de género y, cuando éste no era posible, la firma de un acuerdo amistoso, siempre ventajoso para el agresor. Pero era una sociedad desigual en la que el varón tenía la primacía, lo que a veces provocaba situaciones extremadamente violentas contra la parte más débil, es decir, la mujer.

 

ESTUPROS Y VIOLACIONES

Tanto en el Medievo como en la Edad Moderna, a diferencia de lo que ocurría con la homosexualidad, las relaciones extraconyugales, la violación, el estupro y el abuso deshonesto se toleraron socialmente. Por supuesto, las violaciones de esclavas negras ni tan siquiera eran consideradas como delito y además fueron una constante durante todo el tiempo que duró la odiosa institución. En un reciente estudio sobre la esclavitud en Granada en el quinientos se demuestra definitivamente que el alto precio que alcanzaban algunas esclavas jóvenes se debía, en parte, a su alta productividad laboral, especialmente doméstica pero, sobre todo, a la dura explotación sexual a la que eran sometidas por parte de sus dueños.

Esa impunidad se hacía extensible también a mujeres que no estaban suficientemente protegidas, es decir, que permanecían solteras y no vivían bajo la protección de ningún hombre en particular y su familia no pertenecía a la élite. Y aunque la virginidad era algo así como la honra de la mujer, y perderla equivalía a la deshonra, no todas estaban en condiciones de litigar contra los que, por fuerza o engaño, se la arrebataban.

A principios de 1574, encontramos un caso bastante sangrante en la entonces villa de Carmona (Sevilla), cuando una verdadera pandilla de delincuentes asaltó la casa de la doncella Catalina de Quesada, escalando por los tejados y paredes, con la intención de violarla. Se trataba de Gonzalo Díaz, su hermano Hernando Arias, Juan de Bordas y otras personas de la localidad. Según su testimonio, la acometieron con la intención de robarle y usurparle su honra, diciéndole palabras injuriosas, amenazándola y propinándole malos tratos. Al parecer, la violación no llegó a fraguarse, probablemente por estar en casa su madre, Marina de Ojeda. La cosa no acabó aquí, los perpetradores encima se jactaban públicamente de su hazaña en casa de la joven Catalina. Ella lo puso en conocimiento de la justicia ordinaria, quienes llevaron a cabo una información. Sin embargo, pasó nada menos que un año y no hicieron absolutamente nada, no se llegaron a plantear cargos contra los acusados.

En diciembre de 1574, se produjo un nuevo asalto a su morada, en esta ocasión de un hijo de la Pancorva, vecino de la villa. Lo sucedido lo narra la propia Catalina con suma elocuencia:

 

Un hijo de la Pancorva, vecino de la villa de Carmona, sobre caso pensado entró y escalo mi casa por los tejados y paredes de ella, queriendo robar y robando mi fama. Y por no querer hacer lo que quería echó mano de una espada que traía y me hirió con ella en la cabeza, de una herida cuchillada y me cortó cuero y carne y me salió mucha sangre…

 

Ante la pasividad de las autoridades locales, Catalina de Quesada y su madre Marina de Ojeda se presentaron en Sevilla, querellándose ante las autoridades hispalenses y dando poder a su hermano Alonso Gutiérrez, para que emprendiese las acciones judiciales pertinentes. No sabemos cómo acabó todo, pero el caso evidencia la indefensión de la pobre Catalina de Quesada y la pasmosa pasividad de las autoridades locales que permitieron un auténtico linchamiento contra esta señora.

Ahora bien, si la agredida pertenecía a una familia de linaje las cosas podían ser muy diferentes para el infractor, aunque éste también perteneciese a la élite. Así, en 1582, Leonor Mexía de Vargas y su madre doña Luisa de Vargas se querellaron contra Luis de Ysunza, tesorero real en la ciudad de Potosí, acusándolo de estupro. Pues, bien, residiendo en la Corte, mantuvo relaciones sexuales consentidas con la querellante, pues al parecer, le prometió públicamente matrimonio. La dejó embarazada de un niño llamado como su padre, es decir, Luis Ysunza, pero marchó precipitadamente al Perú como tesorero Real. El problema tenía difícil solución pues el querellado se había casado en el Perú con una mujer de una familia influyente y, por tanto, el acuerdo amistoso era más difícil. La mujer, con el apoyo de su familia, sintiéndose engañada, se pasó meses reclamando hasta que consiguieron un auto, en enero de 1582, por el que se ordenaba el apresamiento del infractor y una buena condena pecuniaria: al pago de las costas del juicio y 2.000 ducados en concepto de dote. El proceso se alargó porque, el 3 de enero de 1583, Luis de Ysunza dio poderes a dos procuradores de la Corte, Alonso de Mondragón y Miguel de Azcaren, apelando la sentencia y reclamando su libertad, mientras se dirimía la sentencia y previo pago de una fianza. Lo cierto es que el 23 de septiembre de 1586 todavía estaba el citado pleito pendiente de sentencia definitiva. Desconocemos la resolución final porque la documentación no está completa, pero parece obvio que el tesorero real sufrió el bochorno social de un veredicto en contra, la cárcel y una fuerte indemnización económica. No era normal pues, a fin de cuentas, simplemente había tenido un hijo ilegítimo, lo que no dejaba de ser algo frecuente en aquella época. Pero lo había tenido con la persona equivocada, una mujer perteneciente a la élite cortesana. Una cosa era engañar a una esclava o a una mujer de la clase subalterna y otra hacerlo a una señora recogida, principal, noble e hijosdalga, como ella misma afirmó en su declaración.

En Santo Domingo, poco más de una década después, ocurrió otro caso similar, también con consecuencias para el infractor. En julio de 1594 se consumó la violación de doña Juana de Oviedo, una mujer de la élite dominicana, residente en la isla. Al parecer, hacía más de cuatro meses que mantenía una relación íntima con Francisco Alonso de Villagrá, visitador. Éste inicialmente no se comportó como un violador sino sólo como un fornicador. Pretendió que doña Juana accediera a mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio. Sin embargo, dicha mujer, bien instruida en su rol social, no estuvo en ningún momento dispuesta a convertirse en una fornicadora. Para satisfacer a estos fornicadores ya estaban las mancebías, amparadas por los poderes públicos y presentes en casi todas las villas y ciudades del Imperio. Por ello, en vista de que doña Juana no accedió, decidió finalmente violarla, es decir, mantener con ella relaciones carnales por la fuerza.

En un día de julio de 1594 el visitador se aseguró de que su víctima estaba sola en casa; Rodrigo de Bastidas no estaba y Felipa Margarita había salido a visitar a su abuela. Ahora bien, estaban presentes al menos cuatro personas que fueron testigos directos porque, al escuchar las voces y el escándalo, todos ellos se asomaron dentro de la habitación. Estos testigos presenciales fueron los siguientes: las esclavas María e Isabel, Petrona Leal, una mulata libre esposa de Fernando Díaz, un español que era estanciero de Pedro Ortiz de Sandoval, y el albañil Diego Velázquez que, como ya hemos afirmado, llevaba varios meses trabajando en la casa, revocando unas azoteas. Todos ellos coincidieron que los hechos ocurrieron entre la una y las dos de la tarde, que era la hora de la siesta. Doña Juana se encontraba descansando en su alcoba, situada en la parte alta de la casa. El visitador abrió el postigo interior que comunicaba ambas casas, subió las escaleras y entró en su cuarto. La víctima sorprendida le reprendió su actitud verbalmente y se resistió físicamente. La esclava Isabel, testigo de lo ocurrido narró el acontecimiento con las siguientes palabras:

Vio como por un postigo que está entre la casa del dicho visitador y la del dicho don Rodrigo entró el dicho visitador y subió por las escaleras a los altos de la dicha casa donde estaba sola la dicha doña Juana y esta testigo como lo vio entrar y subir entendió que iba a visitar hasta que de allí a un rato oyó esta testigo gran ruido arriba y subió allá a ver lo que era y halló en el corredor a la negra Isabel, criolla del dicho don Rodrigo, llorando y por ver lo que era entró a la sala y se asomó a la puerta de un aposento allá donde vio que estaba el dicho licenciado Francisco Alonso de Villagrán luchando con la dicha doña Juana a brazos como que forcejeaba con ella y ella se defendía apartándole con los brazos y diciéndole ésta es la honra que vuestra merced da a mi hermano por haberlo hospedado en su casa y haberle hecho las buenas obras que le ha hecho…

 

El violador intentó que la mujer aceptara, intentando convencerla de que se casaría con ella y de que era su marido. Obviamente, aún así, doña Juana se resistió, actuando de forma acorde con la moral de una persona de su rango social. Pero, la violación se consumó, pues como ella misma narró, abrazándose con ella la tumbó en la cama que allí estaba e hizo lo que quiso y la corrompió y llevó su virginidad.

En medio del silencio de la siesta, los sucesos provocaron un gran escándalo que escucharon todas las personas presentes en la casa. Es más, todos se encaminaron hasta la habitación de doña Juana, asomándose uno tras otros para curiosear lo que estaba ocurriendo. Pues, bien, ¿qué actitud adoptaron estos testigos presenciales? A juzgar por los testimonios, la única realmente sorprendida y afligida fue la esclava Isabel que, tras asomarse a la habitación, se fue al pasillo y empezó a llorar desconsoladamente. En ese momento llegó Petrona Leal y, tras verificar con sus propios ojos lo que ocurría dentro del dormitorio, tranquilizó a la esclava, diciéndole como ya los había visto y les había oído decir que se querían casar y, antes y después de lo susodicho, les vio esta testigo hacerse señas. La actitud del albañil Diego Velázquez fue aún más comprensiva con el violador. Tras escuchar el revuelo subió hasta la habitación y también se asomó. Pero, al maestro le pareció suficiente la respuesta que él mismo escuchó del visitador cuando le dijo en voz alta a doña Juana no tenga pena vuestra merced que yo soy su marido. Por ello, entendió que se trataba de un asunto privado, amoroso e intrascendente y decidió volver a su faena por donde había subido y les dejó como estaban. Es decir, salvo Isabel, que la tensión del momento le provocó un llanto, María, Petrona y Diego no le dieron demasiada importancia a lo sucedido dado que sabían que hacía meses que mantenían una relación más o menos formal.

Queda claro, pues, que en general los testigos presenciales no intervinieron, pese a los gritos y los lamentos de la estuprada. De alguna forma entendieron que los hechos fueron consecuencia de las relaciones amorosas que ambos habían mantenido durante meses y, por tanto, la propia víctima los había propiciado. Esta reacción de los testigos tampoco nos sorprende. Se trata de una actitud típica desde la Edad Media, pues se pensaba que la mujer sentía un deseo irreprimible de forma que para ser creída debía gesticular mucho su dolor ante una violación. Así, pues, ninguno de los testigos intervino pese a los lamentos que escucharon de la víctima.

Después de ocurridos los hechos podría pensarse que la relación finalizó o se deterioró; no fue así, continuó fundamentada en la promesa que había recibido doña Juana de que el visitador finalmente la desposaría. Por ello, estaba dispuesta a perdonar y a olvidar si finalmente el visitador cumplía su promesa. Así, pues, la relación continuó de forma ininterrumpida tras la violación, aunque desconocemos si más accesos carnales. Rodrigo de Bastidas en su testimonio afirmó que le corrompió su virginidad y durmió diversas veces con ella pasando a la mi casa cuando todos dormían… Ningún testigo corroboró este extremo, aunque cabe la posibilidad de que en los meses sucesivos ocurriesen hechos similares más o menos consentidos por doña Juana.

Sí sabemos, en cambio, que dos meses después de la violación, estando recién parida doña Felipa Margarita, se quedó a dormir con doña Juana en su alcoba una doncella llamada Andrea de Ribadeneira. El riesgo de ser descubierta no impidió a doña Juana levantarse a hurtadillas de noche y acudir a su cita diaria con su amado. Sin embargo, Andrea se despertó a media noche y encontró que doña Juana no estaba en su lecho por lo que salió a su encuentro. Curiosamente, se encontró a la mulata María dormida en el pasillo. La despertó y averiguó que la había dejado allí doña Juana para que vigilase para ver si salía alguien o si despertaban. Tras interrogarla supo que doña Juana estaba con el visitador y envío a buscarla. Ya había escuchado ruidos doña Juana y regresaba de vuelta a su alcoba, encontrándose con Andrea quien le recriminó duramente su actitud diciéndole que cómo una mujer de sus prendas y tan principal y doncella hacía eso. Doña Juana, igual de firme, le respondió que lo hacía porque el visitador le había prometido que se desposaría con ella antes de acabar la visita.

En el mes de octubre, nuevamente la esclava María fue testigo de cómo el visitador le regaló a doña Juana un corsé para un jubón de tela de oro encarnada el cual compró Cifuentes, “hacedor del dicho visitador, de casa de Francisco de Aguilar. Pero, doña Juana de Oviedo comenzaba a impacientarse. Por lo que, poco después, tuvo una discusión con su amado, echándole en cara su tardanza en cumplir su promesa. Había pasado más de medio año desde que se produjo la violación. Doña Juana siempre pensó que el visitador finalmente se desposaría con ella y que la violación quedaría como el mejor guardado de sus secretos. Y pese a las buenas palabras del visitador lo cierto es que llegó el final de la visita y las peores sospechas de la víctima se cumplieron. Fue entonces cuando decidió, en colaboración con su hermano, iniciar las correspondientes acciones legales contra el infractor. En una sociedad como aquella doña Juana no se podía permitir el lujo de perder gratuitamente su virginidad.

Por otro lado, con tantos testigos presenciales no parece demasiado creíble que su hermano el regidor Rodrigo de la Bastida estuviese ajeno a lo ocurrido en su propia casa durante tanto tiempo. Probablemente, Rodrigo al igual que su hermana, prefirió esperar a ver si las cosas se solucionaban de la mejor manera, es decir, con un matrimonio más o menos voluntario del jurista. Todo valía si se conseguía, por un lado, guardar la apariencia social, y por el otro, perpetuar ambos apellidos como pretendían.

Pero desesperados ya de una solución amistosa comenzó la ofensiva social y legal de los Bastidas. Y digo la ofensiva social porque lo primero que hizo el regidor, antes de emprender acciones legales, fue hablar con el arzobispo de Santo Domingo para que compeliese al visitador a desposarse con su hermana, cumpliendo su palabra. Sin embargo, no parece que el prelado llegara a emprender ninguna acción o, si lo hizo, no tuvo efecto alguno. Esta conversación entre Rodrigo y el arzobispo vuelve a ratificar la idea que toda la parte damnificada tenía: estaban dispuestos a perdonar siempre y cuando se celebrase el esperado enlace matrimonial.

Sin embargo, el visitador no estaba dispuesto a cumplir su promesa. Había retornado a México y se sabía seguro de su privilegiada posición socio-económica como oidor que era de la Audiencia de México.

Los dos hermanos se vieron obligados a litigar judicialmente, solicitando incluso la pena de muerte para tan grave delito. Rodrigo de la Bastida utilizó todo su poder para iniciar un litigio contra Villagrá. El punto de partida se produjo el 16 de enero de 1595 cuando doña Juana de Oviedo, ante el escribano público Miguel Alemán de Ayala, dio plenos poderes a su cuñado Juan Ortiz de Sandoval para que en su nombre emprendiera las acciones legales.

En la reclamación interpuesta por la parte acusante, se insiste en la existencia de varios agravantes: primero, que la víctima en cuestión era una mujer honesta, recogida y principal y además nieta de los primeros conquistadores y pobladores de esta isla sus abuelos y bisabuelos. En este sentido, Gonzalo Rodríguez, en nombre de doña Juana de Oviedo afirmó que si por un simple estupro cometido contra cualquier mujer se mete en prisión con mayor razón en este caso siendo doña Juana mujer principal… Segundo, que actuó siempre con engaños porque tenían por cierto que si el dicho visitador no le hubiese prometido casamiento jamás hubiese consentido tener una relación sentimental con él. Y tercero, y último, el hecho de que fuera visitador y oidor le hacía más culpable del delito.

El presidente de la audiencia y gobernador de la Española Lope de Vega Portocarrero, con el apoyo de los oidores, los doctores Simón de Meneses y Juan Quesada de Figueroa, dieron la razón a su amigo Rodrigo de Bastidas. Concretamente, el 17 de febrero de 1595, ordenaron auto de prisión, ratificado al día siguiente, y que la prisión sea su casa con un hombre que guardase. Asimismo, se solicitó al virrey de Nueva España que se tomase confesión y testimonio al licenciado Villagrá. Sin embargo, ni una cosa ni otra se llegó a cumplir. El acusado era lo suficientemente poderoso en México como para evitar que sus colegas cumpliesen la sentencia. De hecho, Rodrigo de Bastidas se quejó de que en Nueva España no le quisieron prender, pese a la detallada información que proporcionaron los demandantes. El presidente de la audiencia de México y virrey de Nueva España Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, acababa de tomar posesión de su cargo en mayo de 1595 y no se quiso enemistar con los oidores. Por su parte, Villagrá alegó que la Audiencia de Santo Domingo no tenía competencias para juzgar este caso. Por ello pedía que los oidores de Santo Domingo se abstuviesen de proseguir la causa y que se remitiese todo al Consejo de Indias.

Por ello, el 11 de octubre de 1595 dieron poder a Juan de Alvar, Diego Sanz de San Martín y a Gaspar de Esquinas, procuradores de corte, y a Esteban Marce y Diego de Castro, solicitadores de corte, vecinos de Madrid, para que prosiguiesen la causa ante el Consejo de Indias.

No tenemos datos sobre la instrucción y fallo del proceso por el Consejo de Indias. Pero no parece que sufriera una condena importante. Y además su prestigio debió quedar más o menos limpio, pues, no en vano en 1605 se convirtió en miembro de dicho Real y Supremo organismo. En cualquier caso, el análisis de este proceso nos ha aportado interesantes matices sobre la forma de ver las relaciones sexuales y la violación de distintas personas de muy variada condición social.

Lo primero que salta la vista es que la percepción que se tenía en el siglo XVI de la violación era distinta a la que se tiene en nuestros días. Los testigos presentes mientras se cometía el atropello no intervinieron probablemente porque interpretaron que, pese a esa resistencia puntual, los amores habían sido correspondidos por doña Juana. La idea que subyace en el fondo, propia de aquella época aunque inaceptable hoy, es que en mayor o menor media doña Juana había propiciado ese fatal desenlace. Juegos amorosos en los meses previos se pudo ver como un atenuante. Esta actitud se percibe muy claramente en el albañil Diego Velázquez que, tras observar que se trataba simplemente de un acto sexual, se marchó por donde había venido, sin darle más importancia, y prosiguió su trabajo en la casa.

Pero había un segundo atenuante; pese a que los Bastidas argumentaron en el proceso que el hecho de que el infractor fuese oidor era un agravante, lo cierto es que no era exactamente así. El alto statu socio-económico del infractor, similar al de su víctima, hacía que el asunto fuese menos grave y que además tuviese una fácil solución. Ni que decir tiene que si el violador hubiese sido no ya un esclavo sino un español o un criollo de baja extracción social el delito hubiese revestido una mayor gravedad y la condena hubiese sido mucho más contundente.

Pero también los Bastidas, estaban dispuestos a solucionarlo todo de buena manera, simplemente con el matrimonio. Es cierto que se trataba de una solución que solía ser usual en la España Moderna, para casos en los que el violador y la violada no eran personas casadas. Con ese objetivo doña Juana prosiguió su relación con el supuesto violador durante casi otro medio año como si nada hubiese pasado. Sólo cuando tuvo la certeza de que no habría matrimonio decidió litigar.

Pero también su hermano esperó a que el oidor se casase por las buenas; pero es más, luego antes de ir a juicio habló con el arzobispo por si había posibilidad de que se desposase, aunque fuese bajo la presión de la excomunión. Sólo cuando se vio agotada toda opción de matrimonio acudieron a juicio. Probablemente también querían evitar que se hiciese público en Santo Domingo un escándalo como ese en familias de tanto prestigio.

Tampoco parece que la justicia de Santo Domingo y menos aún la de Nueva España tuviesen una percepción especialmente grave de los hechos cometidos. Los oidores de Santo Domingo, probablemente muy presionados por la influencia de una familia como la de los Bastidas, dio orden de prender e interrogar al infractor, pero los oidores de Nueva España hicieron caso omiso del mismo. Pero, es más, a juzgar por los escasos resultados tampoco parece que el arzobispo de Santo Domingo se alarmara especialmente por el delito.

En general, la única garantía de protección de la mujer procedía de su entorno familiar. Si era una mujer de las que entonces se llamaban principales, esto se consideraba un agravante y las consecuencias para el infractor podían llegar a ser graves. Sin embargo si se trataba de una mujer humilde la situación variaba; pocas denunciaban y muchas menos ganaban sus demandas. Y por supuesto, si se trataba de una esclava, no existía posibilidad alguna de resarcimiento porque el esclavo tenía statu de cosa. Así era la sociedad del Antiguo Régimen.

En cambio, si era la mujer la que cometía adulterio, engañando a su esposo, tenía todas las papeletas para que el caso acabase con el asesinato de la adultera a manos de su ultrajado marido. Y para colmo, con causa justa porque se trataba de una venganza de honor, por ello, no extraña que muchos de estos asesinos acabasen siendo indultados por la propia Corona. Una justicia muy desigual para hombres y mujeres, como desigual era la posición social que ambos sexos desempeñaban en la sociedad del Antiguo Régimen.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

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ESTEBAN MIRA CABALLOS

(Extraído de mi libro: Imperialismo y poder. Una historia desde la óptica de los vencidos. El Ejido, Círculo Rojo, 2013, pp. 49-66


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