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HACER HISTORIA EN EL SIGLO XXI

HACER HISTORIA EN EL SIGLO XXI

La escuela historicista, en su búsqueda ilusa por encontrar las leyes que regían el devenir de la humanidad, se ha mostrado incapaz de ofrecer una interpretación satisfactoria del pasado. Hace ya varios lustros que Karl Popper, pese a su formación historicista, denunció el estancamiento de la historia, debido precisamente a la insolvencia de este método a la hora de resolver los problemas que plantea la actual ciencia humanística. La metodología historicista partía de tres principios fundamentales, a saber:

Primero, destacaba al individuo frente a la colectividad. Los protagonistas de la historia eran los grandes personajes, genios, héroes o tiranos; eran ellos los que movían los hilos de la evolución. Es más, en oposición a la visión materialista de la historia, sostenían que lo espiritual era –y es- el resorte decisivo en la vida de los hombres y de los pueblos. Sin embargo, hace ya bastante tiempo que la ciencia histórica reivindicó, frente a los grandes personajes, la importancia de la colectividad, olvidada hasta el siglo XIX.

Segundo, partía de la contextualización de cada época, de manera que todo quedaba más o menos justificado, enmarcándolo en su tiempo. Y dado que la historia se desenvolvía siguiendo unas leyes, las actuaciones quedaban justificadas y los individuos exculpados. Estos historiadores piensan que en cada período histórico las personas tienen una forma de actuar característica que explican y justifican sus comportamientos. La frase típica de los historicistas es que no se deben juzgar los hechos del pasado con una visión del presente. Con este razonamiento se podían comprender, y en ocasiones hasta justificar, las matanzas imperialistas, la esclavitud moderna, los campos de concentración soviéticos –los famosos goulags- o el exterminio de judíos a manos de los Nazis. Este punto de vista ha permitido la impunidad de cientos de actos de violencia y de genocidios a lo largo de la historia. Otros analistas, situados en esta misma línea metodológica, han alegado la falta de perspectiva histórica para juzgar hechos relativamente recientes. Sin embargo, se trata de una nueva falsedad del historicismo ya que no es imposible examinar el pasado con criterios del presente, pues, aunque pudiéramos caer en algún anacronismo, ha habido grandes constantes inmutables en el tiempo, en las actitudes, en la espiritualidad, en los valores éticos y en las relaciones de producción. El Homo Sapiens se planteó siempre una serie de problemas éticos, como la bondad o la justicia, así como la manera de alcanzar esos valores. En los textos sagrados del Cristianismo se recoge la idea de que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, dotándolo de raciocinio, inteligencia y capacidad para discernir el bien del mal. Por tanto, no se trata de siglos sino de respeto por la dignidad humana, pues en el pasado mientras algunos cometían auténticos genocidios, otros como Jesús de Nazaret, fray Bartolomé de Las Casas, Karl Marx, Mahatma Gandhi o Martin Luther King, clamaban demandando justicia. El analista no puede hacer un juicio legal contra los genocidas, ni los puede llevar ante un tribunal internacional, pero sí puede lograr que comparezcan ante el juicio moral de la historia.

Y tercero, sostenía que el historiador no debía juzgar, sino solo narrar o describir los hechos para hacerlos así más comprensibles al lector. Es la historia-batalla que se abstenía de todo juicio de valor y negaba el compromiso social del investigador. Por definición, como decía Slavoj Zizek, el secular vició académico, siempre defendía la necesidad de pensar asépticamente. Sin embargo, con ello solo conseguían coartar gravemente la reflexión. El sumun del historicismo reaccionario se alcanza en la historia universal que carece de cualquier armazón teórico y, por tanto, sólo contiene una narración de hechos vacíos, sin valor alguno. Evidentemente, estamos ante otra deducción falsa del historicismo que ha sido censurada por numerosos autores desde hace más de medio siglo. Precisamente el historiador francés Lucien Febvre, de la Escuela de los Anales, denunció la falta de exigencia del historicismo, defendiendo por el contrario una historia-problema. No cabe ninguna duda, desde los estudios de este historiador francés, que el planteamiento de un problema es el inicio y el final de toda historia. La labor del historiador debe ser ante todo un trabajo crítico, opuesto siempre al poder, sea del color que sea.

Sin embargo, está claro que la objetividad no es más que una quimera pues todos los historiadores son parciales aunque no lo reconozcan. La historia la escriben personas que están mediatizadas por su entorno social y por sus circunstancias personales. Por tanto, cuando inútilmente nos afanamos en buscar la neutralidad ideológica lo único que conseguimos realmente es coartar gravemente la reflexión. Por más que lo intenten, la historia no es ni puede ser objetiva, es decir, no puede ser una ciencia neutra. El propio hecho en sí y los documentos son, por supuesto, profundamente subjetivos. Como escribió acertadamente Jacques Le Goff, no hay ningún documento inocente. La misión del historiador es precisamente revisarlos críticamente y tratar de explicarlos, desde la honestidad personal, no desde la objetividad. Urge que los intelectuales, de toda índole y de todos los niveles educativos, retomemos el compromiso social que nos corresponde, interpretando adecuadamente el pasado y estableciendo las claves para argumentar sobre el presente con el objetivo último de proyectar un futuro sostenible, más justo e igualitario. Al fin y al cabo, como dijo Benedetto Croce, toda historia es contemporánea, en tanto en cuanto responde a una necesidad de conocimiento y de acercamiento desde el presente.

Han sido los mismos historicistas los que han defendido, en diversos foros, la cultura del olvido siguiendo quizás sin saberlo a Nietzsche, quien sostenía que sin la capacidad de olvidar sería imposible la felicidad. Y en este sentido, hay analistas que siguen defendiendo en nuestros días la necesidad de olvidar lo negativo y lo desagradable del pasado. Pero también en este aspecto se equivocan porque la felicidad no puede venir nunca ligada al olvido, sino al conocimiento y al reconocimiento del pasado como punto de partida para llegar a ser mejores. Ya lo decía Nicolás de Maquiavelo en el siglo XVI, es necesario conocer los caminos que conducen al infierno para evitarlos. Como buen humanista, ligó el conocimiento al perfeccionamiento. Efectivamente, como dijo Karl Popper, para evitar las injusticias presentes y futuras no hay más remedio que aprender de nuestros errores pasados. Ahora bien, el problema es que este último historiador desprestigió la metodología historicista y en parte también la marxista, sin presentar un proyecto alternativo solvente. Él no reconoció nunca una ciencia humanística, desligada de los principios científicos universales. Incluso, pretendió algo tan absurdo como predecir el futuro, aplicando al pasado patrones científicos extraídos de las Ciencias Exactas.

Aunque partiendo de principios metodológicos opuestos, Walter Benjamin, historiador que sufrió el acoso Nazi y que se suicidó antes de ser apresado, insistió también en la necesidad de romper con la metodología historicista para hacer una verdadera historia de los vencidos. Y ello, porque, a su juicio, los historicistas tendían a empatizar con el bando del vencedor. Éstos últimos plantean el pasado como algo remoto mientras que el materialismo histórico concibe un tiempo pleno, una imbricación entre tiempo-ahora o entre pasado y presente. Benjamín propuso la posibilidad de partir del presente para explicarse el pasado, idea que repitió unos años después Edward H. Carr, cuando explicó que la historia debía hacerse desde el presente. De hecho, los creadores del materialismo histórico intentaron llegar a leyes generales partiendo del análisis detallado del mundo actual y proyectando sus conocimientos y vivencias hacia el pasado. Otros historiadores, marxistas y no marxistas, han insistido en ello.

Hoy más que nunca los historiadores debemos llevar a cabo un cambio radical en nuestra forma de reconstruir el pasado, para evitar darle la razón finalmente al discutido Francis Fukuyama cuando habló del fin de la Historia. La enseñanza de la historia se encuentra hoy marginada en los planes de estudio por culpa de los propios historiadores que se han empeñado en hacer una historia narrativa que no da respuesta a los problemas de nuestro tiempo. Es preciso retomar el compromiso social que maestros como Eric Hobsbawm, Pierre Vilar o Josep Fontana, por citar solo algunos, vienen practicando desde hace décadas. Este compromiso con la ciencia histórica debería basarse en tres pilares:

        Uno, en el replanteamiento total de la historia universal, quitándonos las vendas de los ojos y desprendiéndonos de atavismos, ideas preconcebidas y mitos. No se trata tanto hacer historia desde el sentimiento o desde un posicionamiento político, sino de cambiar las categorías con las que trabajamos. El historicismo formó parte de la ideología liberal que pese a su contribución al fin del Antiguo Régimen, fue un credo de clase, de la clase burguesa. Y por ello, siempre ha tendido a la defensa de los intereses del grupo dominante y no del pueblo. Como ya dijo en el siglo pasado René Rémond, el liberalismo tiende a mantener la desigualdad social. Es decir, defiende los derechos y libertades de la clase dominante, negando todas estas prerrogativas a pobres, marginados, huérfanos, vagabundos y minorías étnicas. Por eso el imperialismo y la servidumbre alcanzaron su máximo desarrollo tras el triunfo liberal. Hay que plantearse nuevas preguntas para dar respuesta a las necesidades de la sociedad de nuestro tiempo. La historia se ha fundamentado en base a héroes e hitos, como la Revolución Neolítica, el Descubrimiento de América y sus protagonistas o las Revoluciones Industriales. Y precisamente esos hitos, todos por supuesto relacionados con la civilización Occidental dominante, supusieron grandes saltos adelante en la idea descabellada del ser humano de someter y destruir a la naturaleza. Ello ha traído consigo males muy perniciosos para la humanidad, sobre todo una progresiva desigualdad entre las personas que nos ha hecho cada vez más infelices. La propiedad privada y el dinero acarrearon las desavenencias y la infelicidad al género humano, acabando definitivamente con el igualitarismo de las sociedades primigenias. Asimismo, han provocado una creciente e imparable destrucción del medio, cuyas consecuencias últimas estamos empezando a padecer. Con anterioridad, durante el Paleolítico, la humanidad convivió armoniosamente con su ecosistema. No se trata de volver a la Edad de Piedra pero sí de aprender de ella aspectos tan importantes como su relación con la madre naturaleza. Y mientras la cultura cristiana occidental dominaba, había otras civilizaciones en el mundo –hasta 21 enumera Arnold Toynbee- que contribuían muy dignamente a la historia de la humanidad. Pero, éstas no contaban -nunca han contado- para la historiografía tradicional.

Como defendió vehementemente Walter Benjamin en su Tesis sobre la Historia, no podemos perder de vista que todos los bienes culturales actuales, no son otra cosa que el botín de guerra de los vencedores, pues deben su existencia no sólo a los genios que los idearon sino a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. Todo vestigio cultural es a su vez un documento de la barbarie. Y efectivamente, si lo pensamos bien, coincidiremos con Benjamin que todos los testimonios y legados culturales son, obra directa de los vencedores, o bien, trofeos arrebatados a los vencidos. Es por ello que la única historia que se ha escrito hasta ahora es la de los vencedores. Por ello, está claro que urge rescribirla, eliminando los viejos mitos y destacando el papel de la naturaleza y la necesidad urgente de reconciliación entre el ser humano y el medio

Dos, en un abandono de la historia narrativa, esa que piensa que el historiador no debe enjuiciar sino solo narrar y, por supuesto, siempre de aspectos pasados y no presentes. En realidad, la historia es una visión del pasado pero desde el presente. El historiador trabaja, en definitiva, como quería Reinhart Koselleck, con un futuro del pasado y reinterpreta éste en base a sus propias experiencias e inquietudes. La clave es plantearnos nuevas interrogantes a viejas cuestiones, replanteándonos la historia desde nuevos puntos de vista. Sólo usando métodos alternativos al de la historiografía burguesa podremos reinterpretar adecuadamente el pasado, descubriendo verdades que llevan ocultas durante siglos. Como escribió Moreno Fraginals, si usamos los mismos métodos y las mismas fuentes que la historiografía burguesa llegaremos a las mismas viejas conclusiones. Debemos convertirnos en disidentes o en revolucionarios intelectuales, aunque ello implique ciertas dosis de idealismo. Ello no necesariamente debe ser una rémora, pues han sido precisamente visionarios y soñadores los que han cambiado reiteradamente el rumbo de los acontecimientos. Esto incluye la comparación histórica, superando el miedo a los anacronismos, refutando así los grandes símbolos que hasta el presente han sido los signos de identidad de muchos colectivos humanos.

Y tres, realizando una historia de los oprimidos, redimiendo a los vencidos y a los marginados sociales. Ha llegado la hora de construir la verdadera historia, donde el sujeto no sean las élites, ni tan siquiera la humanidad entera, sino sólo la clase subalterna. Es decir, dando el protagonismo a esa masa anónima que pereció fruto del empuje de diversas oleadas civilizatorias. Miles, millones de personas que, como diría Michel Vovelle, no han podido pagarse el lujo de una expresión individual. Hacer historia implica necesariamente reconstruir el pasado nunca escrito de los eternamente vencidos, pues como afirmo Benjamin, si la situación no da un vuelco definitivo tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, un adversario que no ha cesado de vencer. La nueva sociedad que surgirá en las próximas décadas, fruto del desmoronamiento del capitalismo, va a necesitar de una nueva historia, liberada de las viejas concepciones, de los viejos mitos.

 

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ESTEBAN MIRA CABALLOS

 

(Procede de mi libro: Imperialismo y poder. Una historia desde la óptica de los vencidos. El Ejido, Círculo Rojo, 2013, pp. 13-19)

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