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EL ENCUENTRO EUROPA-AMÉRICA: LA MAYOR HECATOMBE DEMOGRÁFICA DE LA HISTORIA

EL ENCUENTRO EUROPA-AMÉRICA: LA MAYOR HECATOMBE DEMOGRÁFICA DE LA HISTORIA

Los extremos sobre la población indígena existente en la América Prehispánica los marcaron por defecto Ángel Rosenblat, quien defendió la escasa cifra de 13 millones, y por exceso Standard y Dobyns, quienes sostuvieron respectivamente las excesivas cifras de 100 y 116 millones. La mayor parte de los demógrafos se mueven en cifras intermedias que van de los 60 a los 80 millones, que quedaron reducidos, en torno a 1550, a unos 10 millones. Teniendo en cuenta que, en esos momentos, el mundo podría sostener a unos 400 millones de seres humanos hemos de deducir que murió, por causas diversas, entre la octava y la sexta parte de la población mundial.

La mayor concentración humana se localizaba en México Central, seguida del área andina. En Nueva Granada, América Central y en el área antillana había densidades poblacionales bastante menores, siendo su presencia casi marginal en las amplias zonas selváticas.

         Saber cuántos indios murieron exactamente es otra empresa igual de imposible. El padre Las Casas dijo que, entre 1492 y 1560, perdieron la vida 40 millones, despoblándose 4.000 leguas, cosa jamás oída, ni acaecida, ni soñada. En el México Central había entre 25 y 30 millones antes del encuentro y, en 1568, quedaban 2,6 millones mientras que, en 1608, apenas un millón. Concretamente, en el Valle de México se estimaba la población en 1,5 millones, cifra que se vio reducida en 1570 a 325.000 y, a mediados del siglo XVII, a unos 70.000. En Centroamérica, vivían 5,5 millones de los que entre 225.000 y 2 millones se concentraban en el actual Panamá. Y finalmente, en el área andina, los extremos oscilan entre los 4,5 millones que defienden unos y los 32 que sostienen otros, aunque la mayor parte de los demógrafos se quedan con una cifra intermedia de entre 7 y 15 millones. Pues, bien, lo que sí sabemos es que a finales del siglo XVIII el virrey Gil de Taboada y Lemos hizo un minucioso recuento y tan sólo pudo censar a 608.712 indígenas. El porcentaje del descenso tampoco fue uniforme, pues, en los 30 años posteriores a su conquista, en las Antillas Mayores desapareció el 95 % de la población, al igual que en Panamá donde en 1533 sólo sobrevivían unos 300 naturales. En cambio, en México ese porcentaje se redujo al 75 % mientras que en la tribu de los Quimbayas, en la actual Colombia, rondó el 80 %.

Queda claro, pues, que es imposible cifrar exactamente el descenso sobre todo porque no sabemos la población inicial. Las posiciones son, en palabras de Nicolás Sánchez Albornoz, irreductibles. Lo que es seguro es que hubo un descenso brutal que prácticamente no se frenó hasta finales del quinientos. Según la población de partida que defienden unos y otros, el descenso pudo ser de 40, de 80, de 100 o de 120 millones. Pero en lo que sí hay acuerdo es en el hecho de que, hacia 1650, apenas sobrevivían en condiciones muy precarias unos 5 millones. Un descenso que en términos porcentuales pudo oscilar entre el 87,8 %, si tomamos la primera cifra, y el 95,84 % si tomamos la última. Lo cierto es que, en uno u otro caso, hubo una espeluznante catástrofe demográfica, una destrucción física sin precedentes en la historia de la humanidad.

         Pero los fallecidos debieron ser muchos más. Es cierto que hubo un descenso de la natalidad, quizás con la excepción del área andina, pero aunque el crecimiento vegetativo hubiese sido escaso habría que sumar los que fueron naciendo en esas décadas y murieron, en su mayoría, prematuramente. Y eso, por supuesto, sin contar los miles de niños que hubieran nacido si sus progenitores no hubiesen muerto.

 

LAS CAUSAS

         Casi todos los cronistas que vivieron en primera persona la destrucción de las Indias se plantearon sus causas. Y en general, no estuvieron nada desacertados. Todos y cada uno de ellos explicaron el descenso en base a una multicausalidad: las epidemias, las guerras, los malos tratos y el trabajo excesivo. No obstante, algunos de ellos alteraron el orden de importancia de cada una de ellas.

Para Pedro Mártir de Anglería el descenso demográfico de La Española se debió, por este orden, a las siguientes causas: las guerras, el hambre y las epidemias, especialmente –afirma- la de viruelas, desatada a partir de 1518. Y no le faltaba razón al italiano cuando reflejaba ese triple origen, aunque no ponderó suficientemente el peso de las epidemias. De hecho, la enumera en último lugar, cuando en realidad hoy sabemos que fue la principal. El padre Las Casas fue mucho más explícito al señalar, como primera causa, los malos tratos y las matanzas de amerindios. Concretamente decía:


         "Desde hace más de cuarenta años que los españoles están allí, no han hecho otra cosa que asesinar indios, hacerles sufrir, afligirlos, atormentarlos y destruirlos… La causa por la que han muerto y destruido a tantas personas ha sido por tener el oro y henchirse de riquezas en muy breves días."

 

         Está claro que el dominico, o no percibió la importancia de las epidemias, o interpretó que su virulencia se debía al lamentable estado socio-laboral en que se encontraban los nativos. Lo cierto es que, a nuestro juicio, fue el único gran error que cometió, al situar equivocadamente las enfermedades en un segundo lugar.

         Mucho más acertados estuvieron otros cronistas, como Gonzalo Fernández de Oviedo o el franciscano fray Toribio de Benavente. El primero sostuvo que la principal causa del descenso de la población indígena fueron las enfermedades, especialmente las viruelas. Lo más curioso es que explica esta dolencia como un castigo divino, por los vicios e idolatrías cometidos durante siglos por los nativos. Más adelante, cuando se refiere a los dos millones de fallecidos, entre 1514 y 1542, en la zona de Castilla del Oro, insiste nuevamente que todo fue obra de Dios, como castigo de las idolatrías y sodomía y bestiales vicios y horrendos y crueles sacrificios y culpas de los mismos indios. Benavente, por su parte, especificó las plagas que acabaron con la población indígena en México, citando como primera y principal las epidemias. Las otras fueron las armas de fuego, el hambre, la presión de los estancieros y negros, las edificaciones, la esclavitud, el servicio en las minas y las divisiones internas.

         Para el germano Nicolás Féderman, el descenso estuvo motivado por tres causas que citó por este orden: la viruela, la guerra y la explotación. Como podemos ver este conquistador y cronista, que dicho sea de paso masacró indiscriminadamente a cientos de amerindios, lo tenía tan claro que cinco siglos después los máximos especialistas en demografía no han hecho sino concluir con sus mismas palabras.

Quede claro, pues, que la primera causa del descenso de la población indígena, fueron, con diferencia, las epidemias. Lo cual, no lo olvidemos, ha sido una constante en la mayor parte de los grandes procesos expansivos de la Historia. Las bacterias viajaron junto a los españoles que, sin ser conscientes, introdujeron un arma letal frente a sus oponentes. Ya Diego Álvarez Chanca, médico que viajó junto a Colón en su segunda travesía descubridora, se percató de que las enfermedades afectaban más a los amerindios que a los europeos. No tardaron en aparecer pruebas evidentes de que estos sucumbían más masivamente ante un mismo agente morbífico. Efectivamente, éstas se cebaron con los nativos por dos motivos: el primero porque, debido a su aislamiento durante milenios, no tenían inmunidad alguna ante ellas. Y el segundo, porque cuando les sobrevinieron, una detrás de otra, se encontraban subalimentados y vivían en pésimas condiciones de vida y de higiene. Ya lo denunció el padre Las Casas, al señalar que las epidemias fueron más virulentas por el extenuante trabajo al que se vieron sometidos, por la escasez de alimentos y por su desnudez. Y en el siglo XX, otros muchos historiadores, como Tzvetan Todorov, afirmaron igualmente que los amerindios acentuaron su vulnerabilidad a los microbios debido a que estaban agotados de trabajar, hambrientos y desmoralizados. También antropólogos como Marvin Harris, citando a Kevin Scrimshaw, han recalcado que la capacidad de recuperación de grupos afectados por epidemias ha estado siempre directamente relacionada con una dieta equilibrada y con un nivel suficiente de proteínas.

En Europa se cebaron con los más desfavorecidos, pues, cuando las plagas llegaban a ciudades populosas, perecían entre un tercio y la mitad de la población. Eso fue lo que ocurrió en el Viejo Mundo entre 1360 y 1460, o más de un siglo después en Venecia, donde perdieron la vida nada menos que 50.000 personas entre 1575 y 1577. También en América pasaron a mejor vida muchísimos colonos, víctimas de las citadas epidemias, sobre todo en los primeros años, debido a la falta de infraestructuras sanitarias y a la escasez de alimentos. Por ejemplo, cuando Pedrarias Dávila arribó a Tierra Firme hubo una gran carestía de víveres y la viruela, que traía incubada un esclavo, se ensañó con los hombres de la expedición, matando a varios cientos de ellos. No obstante, nadie se ha ocupado aún de cuantificar el número de españoles fallecidos en estas plagas y de ofrecer cifras comparativas con la mortalidad indígena.

Como hemos visto, en Europa el aspecto social de las epidemias es bien conocido; los escasos avances médicos solamente alcanzaban a las clases privilegiadas. Sin embargo, en pocas ocasiones se ha aplicado estas mismas concepciones al caso de los amerindios. En el Nuevo Mundo, al igual que en el Viejo Mundo, los microbios se volvieron a cebar con los más desfavorecidos. De hecho, el padre Las Casas escribió que los sanos iban a trabajar a las minas mientras que los viejos y enfermos quedaban desamparados en los pueblos, por lo que perecían todos de angustia y enfermedad sobre la rabiosa hambre. Es conocido el dramático lamento de los indios de Chiametla, al acusar a los hispanos de servirse de ellos cuando estaban sanos y de abandonarlos a su suerte cuando enfermaron. Por su parte, Antonio de Herrera fue más allá, al vincular directamente hambre y epidemias. De hecho, cuenta que, en 1539, los nativos de Popayán dejaron de sembrar la tierra para intentar echar a los españoles. A continuación, pasaron una gran hambruna que vino sucedida de una no menos rigurosa pestilencia. Y es que en algunos casos está bien demostrada la relación entre miseria y enfermedad, como ocurre con el tifus que se contagiaba a través de los piojos. Pero, es más, disponemos de algunos testimonios indígenas en los que se puede comprobar que también ellos vincularon las epidemias con la explotación laboral. Por ejemplo, los caciques del repartimiento de Pacomarca, en Huamanga, escribieron al virrey, advirtiéndole que muchas de las muertes por enfermedades que habían padecido estaban provocadas por la excesiva tributación y la dureza de la mita.

Es cierto que su aislamiento secular aumentó la virulencia de las epidemias pero también que la situación de desamparo, de desatención sanitaria y de carestía alimenticia acentuaron sus efectos. De alguna forma hubo, como ha escrito Massimo Livi- Bacci, una confiscación de energías que provocó una reducción notable de su capacidad de supervivencia. Además, los aborígenes no contaban con ningún tipo de infraestructura sanitaria, pues ni disponían de hospicios propios, ni sus familias tenían posibilidades de atenderlos y alimentarlos en casa. En amplias zonas de América era frecuente que a los enfermos se les dejase comida y bebida y se los abandonase a su suerte, si lo comía bien, si no, que se muriese…

Por otro lado, la brutal destrucción de sus ecosistema locales, provocó a corto plazo una disminución de la producción de alimentos que afectó a los españoles –en las primeras décadas cientos de ellos murieron de pura inanición- pero de manera mucho más brutal a los amerindios. En el área andina la ruptura de su frágil ecosistema rompió el equilibrio entre consumo y producción, con consecuencias que, según Vives Azancot, pudieron ser tan graves como el drama bacteriano.

También debió influir la misma mentalidad de los vencedores y de los vencidos. Unos, porque no movieron ni un ápice para evitar la propagación de estas enfermedades infecciosas, pensando que se trataba de un castigo divino por las idolatrías pasadas. En ese sentido se refería Fernández de Oviedo a la despoblación de la isla de Cuba:


"...E así, casi se despobló la isla de Cuba, e acabose de destruir en se morir los indios, por las mismas causas que faltaron en esta isla Española, y porque la dolencia pestilencial de las viruelas que tengo dicho, fue universal en todas estas islas. Y así, los ha casi acabado Dios, por sus vicios y delitos e idolatrías".

 

Otros muchos cronistas lo interpretaron de la misma forma. Por ejemplo, fray Bernardino de Sahagún consideró que la epidemia que asoló Tenochtitlán, antes de su asedio por Cortés, fue un milagro de Dios para favorecer a los cristianos frente a los infieles. El franciscano fray Gerónimo de Mendieta también explicó las dolencias como un castigo divino pero no contra los indios sino contra los españoles. Su opinión es sin duda muy peculiar: él dice que los nativos no perdían nada porque para ellos la muerte significaba salir del drama de la esclavitud para unirse con sus seres celestiales. En cambio, para los españoles suponía un gran quebranto económico porque perdían los beneficios de la mano de obra y de los tributos. Era el justo castigo que Dios les enviaba por sus comportamientos poco piadosos.

Y otros, porque se hundieron psicológicamente, y aceptaron ese trágico destino. Muchos pensaron que se trataba de un escarmiento que les daban sus propios dioses por haberlos derribado y traicionado. De hecho, cuando Cortés pidió a los tlaxcaltecas que derribaran sus ídolos estos se negaron, diciendo que los enojarían y enviarían hambres, pestilencias y otros desastres.

La política de reducción a pueblos acentuó el daño. Casi todos los hispanos, eran partidarios de ello, unos para utilizarlos mejor como mano de obra, y otros –los religiosos- para evangelizarlos. Por ejemplo, en 1538 se ordenó que los guatemaltecos que vivían dispersos por las sierras, en casas muy alejadas unas de otras, se concentrasen en aldeas para facilitar su adoctrinamiento. La disposición se reiteró, de forma similar, el 10 de junio de 1540. Sin duda, esta política de reducción, puesta en práctica en muy diversos rincones del continente americano, además de ser etnocida favoreció enormemente el contagio. Probablemente, las enfermedades hubiesen tenido un menor efecto en el marco de un poblamiento disperso en el que vivían muchas tribus seminómadas, por la mayor dificultad para provocar contagios masivos.

¿Habría disminuido la morbilidad si los españoles se hubiesen preocupado más por ellos? Rotundamente sí. Ya en la misma época de la Conquista, Motolinia escribió que, en 1529, con motivo de la epidemia de sarampión, se prohibió a los mexicas bañarse en agua fría y se cuidó en alguna medida a los enfermos, disminuyendo de esta forma los índices de mortalidad. Tampoco debe ser casualidad el hecho de que las epidemias afectaran mucho menos a los aliados de Cortés, como los tlaxcaltecas y los huejotzingos. Unos guatiaos que, dicho sea de paso, fueron bastante mejor tratados y tuvieron ciertos privilegios hasta bien avanzada la época colonial.

         Lo cierto es que las epidemias fueron llegando en grandes oleadas, provocando un daño irreversible en las poblaciones indígenas: la influenza suina o gripe del cerdo(1493), la viruela (1518-1526), el sarampión (1530-1532, 1559, 1563-1564 y 1595), la varicela (1538), la gripe (1558-1559), el tifus o la peste pulmonar (1545-1548 y 1576-1580), las paperas (1550) la tosferina (1562), la peste (1560-1561 y 1587-1595), la difteria, etcétera. La mortalidad fue espantosa al igual que dos siglos después lo fue en Oceanía, muy a pesar de que ya se conocían los mecanismos de transmisión así como algunas vacunas, como la de la viruela.

Una de las más letales fue la viruela que causó estragos en La Española desde 1518, luego pasó a las demás Antillas Mayores y, finalmente, de Cuba viajó a Nueva España, América Central y Perú. Según los propios cronistas, en la mayor parte de las provincias indianas murió más de la mitad de la población, pues, como uno de ellos escribió, morían como chinches, a montones. Sorprendentemente, los virus viajaban en ocasiones más rápidos que los propios conquistadores, preparando el camino de estos. De hecho, Huayna Cápac murió de viruelas varios años antes de la llegada de Francisco Pizarro, desencadenando una guerra civil por el control del incario, entre los hermanastros Huáscar y Atahualpa. La viruela mató a decenas de miles de indios en toda América. Según Remesal, con la irresistible sensación de ardor que las viruelas les provocaban, se bañaban en agua fría, y fallecían poco después.

El sarampión llegó a La Española en 1495, sumándose a los estragos provocados por la influenza. Poco a poco se fue difundiendo a las demás Antillas, a Panamá (1523), a México (1531), y de ahí a Guatemala, Honduras y Nicaragua. El tifus exantemático o tabardillo hizo su aparición en Nueva España en 1526, extendiéndose por otras áreas y rebrotando nuevamente en 1545. Muchos de los que se salvaron de la viruela y del sarampión, cayeron con el tifus. Fray Bernardino de Sahagún reconoció haber enterrado en México hasta 10.000 personas, víctimas del tifus.

Las epidemias facilitaron enormemente la conquista y se tuvo una clara consciencia de ello. El cronistas Suárez de Peralta llegó a reconocer que fue mucha la ayuda que éstas les prestaron. Ahora bien, nunca existió una logística sanitaria porque los hispanos jamás utilizaron intencionadamente contra sus oponentes el arma más letal que poseían, la de los virus. Y eso que existían bastantes antecedentes históricos, al menos desde la Baja Edad Media.

         La segunda de las causas fue, sin duda, el maltrato que recibieron, incluido su uso hasta la extenuación como porteadores, los traslados indiscriminados como esclavos, su explotación en las minas y los asesinatos sistemáticos de caciques, curacas y reyezuelos. Las Casas lo denunció, sin embargo, también reconoció que las matanzas no las hicieron por odio sino por su afán de obtener el máximo beneficio, en el menor tiempo posible. Especialmente lesivos fueron los traslados indiscriminados que sufrieron los indios. Alonso de Zuazo en una carta al señor de Chiebres, fechada en Santo Domingo en 1518 le decía lo siguiente:


         "Como los dichos repartimientos se hicieron en junta general de todos los caciques e indios, los indios que eran de la provincia de Higüey hacían ir a Xaragua y a la Sabana que son lugares que distan de Higüey al pie cien leguas, y así por consiguiente en todos los otros lugares de manera que momo muchos de estos indios estaban acostumbrados a los aires de su tierra y a beber aguas de jagüeyes, que así llaman las balsas de agua llovedizas, y otras aguas gruesas, mudábanlos a donde había aguas delgadas y de fuentes y ríos fríos, y lugares destemplados, y como andan desnudos hanse muerto casi infinito número de indios, dejados aparte los que han fallecido del muy inmenso trabajo y fatiga que les han dado, tratándoles mal".

 

Decenas de miles de lucayos fueron sacados de las Bahamas y llevados a las Antillas Mayores, muriendo en breve plazo. Luego, cuando se fue conquistando Nueva España, otros tantos fueron desplazados de un lugar a otro, atados en colleras. Ejemplos los hay por decenas. Cuando el despiadado Nuño Beltrán de Guzmán fue a la conquista de la región de Pánuco (Nueva España) llevó consiguió entre 15.000 y 20.000 porteadores de los que, según Las Casas, no regresaron 200 con vida. Otros tantos utilizó Hernando de Soto en su aventura por La Florida o Hernán Pérez de Quesada en su descabellada expedición al Dorado. Y no menos dramático fue el destino que vivieron los 10.000 naturales de Tierra Firmen que fueron reclutados forzosamente, como porteadores o auxiliares de guerra, en la conquista del incario. ¡Hasta 1548 no cayeron en la cuenta de permitir el retorno desde el Perú a aquellos indios guatemaltecos y nicaragüenses que así lo solicitasen! Pocos lo hicieron, entre otras cosas porque a esas alturas la mayoría o habían muerto o estaban ya totalmente desarraigados.

         El duro trabajo en los yacimientos mineros, con jornadas laborales interminables y con una alimentación escasa, hizo que éstas se convirtieran en verdaderos cementerios. En 1516 se decía de los que trabajaban en las minas de La Española que de 100 no volvían vivos 60 y, en ocasiones, de 300 no regresaban 30. En una carta de los dominicos al Cardenal Cisneros, fechada en 1515, le explicaban la penosa situación que sufrían en estas explotaciones auríferas:

 

         "Con los que traían en las minas se habían muy mal porque antes que fuese el día los sacaban a trabajar y los tenían cavando, rodeados de unas piedras muy grandes, lavando oro; y habiendo así trabajado hasta medio día sin comer y sin beber cosa alguna, les daban a comer grano, y su les daban de comer algún cazabe era tan poco que no era nada, y con el grano bebían agua llena de tierra y de lodo, y tornábanlos luego al trabajo hasta la noche oscura, sin alzar la cabeza al cielo. Y a la noche, dábanles a comer y a cenar lo mismo, y dormían en el suelo, y que a esta causa enfermaban muchos y morían…"

 

Éste era el dantesco panorama del trabajo minero en La Española en los primeros años, extensible por supuesto al que realizaban en las demás Antillas Mayores. Pero, si penoso era el trabajo en los placeres auríferos antillanos mucho más lo fueron en las minas de plata de los virreinatos novohispano y peruano. Las minas de Zacatecas, las de Potosí o las de mercurio de Huancavelica se convirtieron en un dantesco suplicio para los aborígenes. De estas últimas se decía que antes de partir los indios de sus comunidades les rezaban solemnemente una misa de difuntos porque ninguno sobrevivía más de dos años. Los pobres obreros dormían en las mismas galerías de los pozos, los descansos no se respetaban porque la alta mortalidad provocó una carencia crónica de mano de obra, y el trabajo era estimulado a base de latigazos y palos. Y cuando se trataba del dinero de la Corona ni había Leyes de Indias, ni vasallaje, ni cristiandad, ni dignidad, ni moral, ni cargo de conciencia.

La tercera, el hambre que los mató directamente por inanición o indirectamente, al hacerlos más débiles frente a las enfermedades. Muchos mineros ni siquiera se preocupaban de suministrar viandas a sus indios; otros sí que lo hacían, proporcionándoles cazabe y maíz, pues, sabían que eran parte fundamental en su dieta. Sin embargo, olvidaban que esos alimentos en época Prehispánica eran completados con los aportes de la caza y la recolección. De hecho, los mexicas, además de recolectar bayas silvestres, ingerían todo tipo de animales vivos, desde anfibios a reptiles, pasando, por supuesto, por mamíferos e insectos. Así conseguían una dieta calórica suficiente y equilibrada. Sin embargo, las actividades cazadoras y recolectoras fueron prácticamente abandonadas en la época colonial, básicamente porque apenas sí disponían de tiempo libre. Fray Bernardino de Sahagún afirmó que la mayoría de los naturales de Nueva España murieron de la viruela, pero otros simplemente por el hambre porque nadie tenía cuidado de nadie, nadie de otro se preocupaba.

Esta carestía fue especialmente dramática en las primeras décadas por dos motivos: uno, porque los españoles se dedicaban a obtener metal precioso, despreocupándose de las actividades agropecuarias. Probablemente la mentalidad de la época contribuía a empujar a la élite a los trabajos mineros antes que a la explotación agropecuaria. Y otro, porque las estructuras agrarias mesoamericanas y andinas quedaron paralizadas tras la irrupción. La desaparición de los grandes estados implicó la destrucción de las unidades de recolección, de almacenamiento y de redistribución, tan típicos de las sociedades indígenas más avanzadas del continente. Si esto era una realidad prácticamente todo el año, la situación se agravaba especialmente en durante la Cuaresma en la que apenas se les proporcionaba un poco de cazabe. Ello provocó que, en 1541, solicitaran al embajador en Roma su exención para evitar que muriesen en las minas por hambre y extenuación, como lo estaban haciendo.

Para colmo, fue frecuente durante las primeras décadas del siglo XVI que los naturales quemasen sus propios cultivos. Su idea era, precisamente, provocar la escasez para así conseguir que los extranjeros se marchasen de sus tierras. La resistencia se canalizó en muchas ocasiones a través de la estrategia de la tierra quemada. Una táctica bien conocida desde la antigüedad y que los indios también practicaban. En La Española está bien descrita la destrucción de cultivos de yuca lo que paradójicamente, afirma Anglería, provocó la muerte por inanición de nada menos que 50.000 taínos. No menos claros fueron los frailes dominicos en su carta al señor de Chiebres, fechada en Santo Domingo, el 4 de junio de 1516:


"Viéndose los indios por estas maneras afligidos de los castellanos qusiéronlos echar de la isla y tomaron por medio no sembrar para comer porque, faltando los mantenimientos, ellos tuviesen por bien de se ir; pero los castellanos gastaron las labranza que ellos tenían para sí; comiendo y destruyendo, de forma que les fue forzado a los indios morir de hambre, de la cual murieron tantos que no había quien anduviese por los campos de hedor…"

 

Claro está que esta escasez de alimentos, con la querían ahuyentar a los españoles, los terminó afectando más a ellos porque aquéllos se comían la poca comida que estos obtenían. Y es que, según Las Casas, comía más un tragón español en un día que diez indios en un mes.

Pero, acabada la Conquista, la penuria continuó porque todos los jóvenes iban a trabajar a las minas y, en los pueblos, tan sólo permanecían los ancianos, las mujeres y los niños hambrientos. No en vano, Las Casas afirmó que vio morir de hambre a más de 7.000 en Cuba y que, en Nicaragua, los españoles robaron el maíz, falleciendo de hambre entre 20.000 y 30.000 nativos.

La cuarta, el dramático descenso de la tasa de natalidad entre los indios, aunque no fue uniforme en todo el continente. Como escribió Nicolás Sánchez-Albornoz, la gran mortalidad no fue contrarrestada por una amplia fecundidad. Muchas mujeres tomaron hierbas para abortar, pues no querían parir esclavos. De hecho, está bien documentado el dramático descenso de la tasa de fecundidad en las Antillas Mayores, Nueva España y Nueva Granada. En cambio, en Perú no parece que bajara sustancialmente, al menos antes de 1570. No obstante, en líneas generales sí que podemos afirmar que el aumento dramático de la mortalidad se sumó a un descenso notable de la natalidad, cayendo el crecimiento vegetativo hasta cifras que llevaron a los nativos al borde de su propia extinción. ¿A qué se debió esta crisis natalicia? Pues, al igual que en el caso de la mortalidad, también hemos de hablar aquí de una multicausalidad. La propia guerra no sólo causó un incremento temporal de la mortalidad masculina sino también un aumento igualmente importante de la mortalidad infantil y un descenso de la tasa de natalidad. Se trata de una constante en todas las guerras. Cuando los varones son movilizados para la conflagración, siempre se producen una serie de daños colaterales: un descenso drástico de la natalidad, un progresivo incremento del envejecimiento poblacional y una interrupción en el crecimiento de la población.

Pero además, superada la fase bélica, se produjo un secuestro masivo de mujeres por parte de los vencedores. Y prueba de ello es la aparición de una clase cada vez más pujante y numerosa de mestizos. Muchos españoles tenían en sus casas auténticos harenes, los más para servirse sexualmente de ellas, y otros, simplemente como asistentas. En cualquier caso se les impedía salir de casa y las posibilidades de procrear con un hombre de su etnia eran casi nulas. Según fray Diego de Landa, la audiencia de Guatemala envió a un oidor a Yucatán para obligar a algunos españoles a casarse con sus indias, quitando las casas que tenían llenas de mujeres. Igualmente en una Real Cédula dirigida a la justicia de Cubagua, en 1545 se decía:


"Que algunos casados tienen indias libres en sus casas y las toman por sus mancebas y que a esta causa no hacen vida maridable con sus mujeres".

 

Y en esto de los harenes la ciudad de Asunción del Paraguay se llevó la palma, siendo conocida durante años como el paraíso de Mahoma. En tiempos de Irala, todos los españoles los poseían, unos compuestos por entre 50 y 70 nativas, otros entre 15 y 40, y hasta los pobres de solemnidad disfrutaban de entre 5 y 10 barraganas. Unas cifras dignas de los mejores harenes persas.

En Quito, hacia 1569, una india escapó de su dueño y se marchó a casa del obispo porque se quería casar con otro indio. Allí se presentó su encomendero, con la espada desenvainada y la cara desencajada, afirmando que de no estar con el prelado hiciera desatino. La pobre mujer se vio forzada a renunciar a su matrimonio por amor, regresando de inmediato a casa de su señor. Una década después, el protector de indios de Guatemala informó al Consejo de Indias de la perniciosa costumbre que tenían los encomenderos de sacar cantidad de indias jóvenes para el servicio doméstico, y luego, para evitar que se las quitasen, las casaban ficticiamente con sus esclavos negros. De una forma u otra, lo cierto es que muchas nativas fueron desligadas de su mundo, limitando aún más la capacidad de regeneración a la población indígena. Evidentemente, los casos inversos, es decir, de indios que secuestraron a españolas son absolutamente excepcionales. Y lo son por circunstancias obvias: primero, porque sobre todo en los primeros tiempos de la Conquista eran un bien escasísimo y cotizadísimo. Y segundo, porque los vencedores no podían consentir semejante agravio.

Para colmo muchos varones pasaban toda la jornada en las minas por lo que no llegaban con fuerzas ni con ganas de mantener ningún tipo de relación con sus propias esposas. Todo ello dramáticamente reforzado por una desgana vital ante la situación servil a la que se vieron sometidos, sin apenas contraprestaciones, y a la muerte de decenas de miles de congéneres. No en vano, entre los grupos primitivos era frecuente la creencia de que la muerte era contagiosa. Todo ello provocó depresiones y tendencias suicidas en muchos de ellos. Fue, en palabras del cubano Fernando Ortiz, una huelga de hambre colectiva, una huelga de brazos caídos, una huelga revolucionaria. Con total seguridad, la destrucción de sus religiones contribuyó negativamente a esta desazón. De unas religiones que estaban adaptadas a sus condiciones y que disponían de dioses de características morales elevadas. Y es que cada religión crea a sus dioses, dependiendo de sus necesidades, y a los aborígenes se les quitó toda su cosmovisión cuando más falta les hacía. Porque la religión, a nivel general, suaviza las tensiones pero, a nivel individual, como dijo Durkhein, aquieta temores personales, infunde confianza y anima al individuo a seguir adelante. Los dioses se manifestaban en la guerra pero también en el amor, en las calamidades y en las tempestades. Las distintas religiones prehispánicas constituyeron el principal vehículo de cohesión grupal por lo que, eliminando éstas, se aseguraba la desarticulación del universo indígena.

Es más, cuando veían que las epidemias afectaban mucho menos a los españoles, pensaban que su Dios los protegía, aumentando su desánimo. Por otro lado, cuando se juntaban cientos de ellos infestados de viruelas, sin saber qué hacer, reforzaban su creencia de que el holocausto del fin del mundo había llegado. Todo ello contribuyó a esa actitud pasiva que muchos adoptaron, a perder la ilusión por la vida, a no tener hijos y, en casos extremos, incluso, a quitarse voluntariamente la vida. Los amerindios, como todos los pueblos primitivos, eran en general muy religiosos. Cuando vieron quebrado su presente prefirieron incorporarse a un tiempo sagrado, equivalente a la eternidad. Así llegó a esa desgana vital; pereza por la vida y ganas de trascender a la eternidad, junto a sus antiguos dioses, a sus antepasados y a su mundo. Por ello, no querían tener hijos, a sabiendas de que vivirían en una indeseable situación de explotación laboral. En 1516, los dominicos de Santo Domingo escribieron al señor de Chiebres, diciéndoles que, aunque todo animal busca la reproducción, los nativos mataban a sus hijos recién nacidos por no poder atenderlos, dada la explotación que sufrían. Años después, refería Antonio de Herrera, que los indios de Nicaragua hacía varios años que no mantenían relaciones sexuales con sus mujeres, porque no pariesen esclavos para los castellanos.

También se produjeron innumerables suicidios individuales y colectivos, de los que nos han quedado decenas de testimonios. No podemos olvidar que en las sociedades indígenas primaba lo colectivo sobre lo individual. Como escribió Lucien Lévy-Bruhl, sus actuaciones siempre se realizaban en el marco de la familia, del clan o de la tribu, nunca a nivel individual. El sujeto no era importante, lo realmente trascendental era la supervivencia de la comunidad. Además, para la mayor parte de ellos la muerte no era una puerta infranqueable sino que había una comunicación regular entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Las religiones indígenas, como la mayoría de los credos, hablaban de un triple proceso: generación, muerte y regeneración. Como explicó lúcidamente Mircea Eliade, la creencia en una vida después de la muerte es casi un universal y era plenamente aceptada por todas las religiones indígenas. Según Las Casas, todos los naturales de estas Indias tienen opinión de las almas no morir. Cieza de León, en este mismo sentido decía que en el Perú cuando moría un gran señor lo enterraban con sus ropas, sus armas, su oro y su comida por lo que le resultaba obvio que creían en la otra vida. La muerte conllevaba, pues, la regeneración, por lo que el suicidio se podía entender como una manera de reunirse de nuevo con la colectividad. Cuando murieron sus dioses, muchos se quisieron ir con ellos. En este sentido, unos mexicas respondieron a los franciscanos que pretendían convertirlos de manera muy significativa: que se nos deje morir/ que se nos deje perecer/pues nuestros dioses han muerto.

Casos de inmolaciones se cuentan por centenares, de los que expondremos algunos de ellos. En La Española hubo suicidios casi masivos y lo hicieron de diversas formas, a saber: tomando jugo de yuca, ingiriendo hierbas venenosas, inhalando el humo de las semillas de ají, arrojándose a precipicios, ahorcándose o haciéndose matar por otros compañeros. En resumidas cuentas, envenenándose o lesionándose, pues de ambas formas, como decía Las Casas, perecieron en la isla muchas gentes. No menos claro fue Gonzalo Fernández de Oviedo cuando narró episodios de suicidios colectivos en La Española, pues, de 50 en 50 se convidaban a suicidarse por no trabajar, ni servir. Unos tomando zumo de yuca y, otros, ahorcándose con sus propias manos. Asimismo, contaba Pedro Mártir de Anglería, que un tal Madroño, natural de Albacete, trataba tan mal a sus haitianos que nada menos que 94 de ellos decidieron juntarse y suicidarse a la par que decían:


"¿Para qué queremos vivir más tiempo en semejante esclavitud?, ¡Hay que irse ya a las moradas perpetuas de nuestros antepasados!"

 

En 1517, cuando los taínos de La Española supieron que se planeaba reducirlos a pueblos, muchos decidieron suicidarse, y según Lucas Vázquez de Ayllón, si no los sosegaran diciéndoles que no se haría, todos o los más de ellos hicieran lo mismo.

Pero estos suicidios en masa están descritos en otros muchos lugares de las Indias. En la vecina isla de Cuba se ahorcaron familias enteras, por no sufrir la tiranía de los españoles. En Nueva España, cuando el virrey Mendoza sitió a los chichimecas en Cuiná, viéndose perdidos, se suicidaron en masa, al parecer ¡en torno a 4.000!, entre hombres, mujeres y niños. También en el virreinato peruano se produjeron inmolaciones individuales y colectivas. En 1549, en una misiva del virrey Pedro de La Gasca al Consejo de Indias le informó que, debido a los malos tratos y a las extorsiones, muchos naturales habían muerto mientras que otros se han ahorcado de desesperados. Todavía en la tardía fecha de 1582, cuando la colonización estaba más que asentada, se reconocía que en el virreinato peruano se sucedían numerosos suicidios, por ahorcamiento o por envenenamiento con hierbas, así como abortos provocados para eludir de esta manera la servidumbre de sus hijos.

 

LOS INDIOS DE LA ESPAÑOLA

         La evolución de la población taína en La Española es una de las muestras más crudas de la extinción de un pueblo en poco más de medio siglo. Mientras que en otras zonas de América el descenso fluctuó entre el 80 y el 90 %, en el área antillana el descenso fue cercano al 100 %, llevándolos prácticamente a su extinción.

El descenso de la población comenzó desde la misma arribada a sus costas del primer Almirante, Cristóbal Colón. Y ello, provocado por las sucesivas y desconocidas epidemias que azotaron la isla desde esos primeros años y por la falta de una legislación protectora. Es bien sabido que las enfermedades infecciosas atacaban con mayor virulencia en las áreas confinadas, como era el caso de las islas del Caribe. Éstas, además, se encontraban en una total virginidad inmunológica.

La primera gran epidemia asoló la isla en 1493, aunque se discute si se trato de un brote de influenza suina o de viruela. Todo parece apuntar a que sus consecuencias fueron muy virulentas, matando a algunos españoles y a miles de indios. Por desgracia desconocemos las cifras exactas de mortalidad, aunque se estima que en sólo cuatro años perdió una cuarta parte de su población. Entre 1496 y 1508 el declive, sin embargo, se ralentizó, pues son años en los que, debido a los graves problemas internos en la factoría colombina, se produjo una menor presión sobre el indígena.

Pese a todo, la época del gobernador Ovando (1502-1509) tampoco debió ser fácil para los taínos. De hecho, al carecer de animales de tracción suficientes, se convirtieron en auténticas bestias de carga. De hecho, años más tardes, reconoció el propio Fernando el Católico que muchos habían perecido en los primeros años porque las personas que los tenían les hacían llevar a cuestas algunas cargas y cosas de mucho peso y los quebrantaban.

        Nuevamente, entre 1508 y 1519, se produjo un acusado descenso poblacional, al pasar su número de 60.000 a 3.000. Este declive estuvo motivado por su explotación intensiva en las minas que culminó dramáticamente con la epidemia de viruela que se inició a finales de 1518. Así, el comienzo de este nuevo ciclo coincide exactamente con la llegada del nuevo gobernador, Diego Colón, que traía instrucciones muy precisas para intensificar el trabajo indígena y procurar un aumento de la producción aurífera. También el bilbilitano Miguel de Pasamonte, tesorero Real de la isla, recibió instrucciones para que desembargara las minas e introdujese todos los efectivos que fuesen necesarios para aumentar la producción.

El trabajo indígena en estos años fue tan duro que, según escribieron los dominicos en 1516, cada año moría un tercio de su población. Además, el aumento del tiempo de la demora acarreó un grave problema a las comunidades indígenas, ya que no quedaban en ellas más que viejos, niños y mujeres preñadas de manera que nadie podía levantar un terrón del suelo, perjudicando el trabajo en la tierra, pues, ante la ausencia de los varones, nadie la sembraba. Con razón, en el Interrogatorio de los Jerónimos fechado, como es bien sabido, en 1517, testigos como Gonzalo de Ocampo, afirmaron lo siguiente:


"Que es muy manifiesto que cuando los indios van a servir van gordos y bien tratados y cuando vuelven vienen flacos, así por los mantenimientos que no tienen, como por sus desconciertos con mujeres y juegos de pelota y otras liviandades en que se ocupan en sus tierras que los fatigan más que el trabajo que acá tendrían".

 

De todas formas, y a pesar de lo comentado en las líneas anteriores, en estos años la principal causa de su descenso fue la epidemia de viruela que se desató en 1518 tras ser introducida por un navío negrero. La mortandad fue tal que, a principios de 1519, informaron los frailes Jerónimos a Su Majestad que, si duraba dos meses más, no quedaría ningún indio con que sacar oro en toda la isla.

Con todo, no podemos precisar el porcentaje exacto de víctimas, pues, mientras en unas fuentes se habla de las tres cuartas partes de la población aborigen, en otras se reduce a la mitad. En cualquier caso, sólo los más fuertes escaparon a la viruela y en un estado tal que, según informó el cabildo de Santo Domingo, en 1519, hasta mucho tiempo no serán de provecho.

En los años siguientes hubo sucesivas oleadas de plagas: sarampión, gripe, romadizo, etcétera que continuaron diezmando irreversiblemente a la población. En este sentido, en un pleito llevado a cabo entre 1527 y 1532, el testigo Juan Mosquera declaró que, después de la viruela, se habían desatado otras enfermedades de las que habían muerto casi todos los naturales y se mueren de cada día, aunque bien los traten.

        A partir de este último año, la mortalidad se redujo bastante por diversas circunstancias: primero, por los efectos de la política proteccionista de los Jerónimos, continuada con no demasiada fortuna por Rodrigo de Figueroa. Y segundo, porque progresivamente el indio dejó de tener interés económico, sustituyéndose su fuerza laboral por la del esclavo negro. Pese a todo, ya en 1529, estaba en claras vías de extinción, de manera que en los ingenios y en las haciendas de esta isla trabajaban, en 1533, más de 2.000 negros y tan solo varios centenares de indios, la mayoría de ellos esclavos, capturados en las armadas de rescate. Por último, en 1547 informaba el doctor Montaño que no había en toda la isla ni siquiera 150 indios, incluida la ciudad de Santo Domingo donde no llegaban a treinta pese a tener la mayor concentración de ellos.

 

PARA SABER MÁS



FERRO, Marc (dir.): El libro negro del colonialismo. Madrid, La Esfera de los Libros, 2005.

 

MIRA CABALLOS, Esteban: Conquista y destrucción de las Indias. Sevilla, Muñoz Moya, 2009.

 

SÁNCHEZ-ALBORNOZ, Nicolás: La población de América Latina, desde los tiempos precolombinos al 2025. Madrid, Alianza Universidad, 1994.

 

------------- (Coord.): “¿Epidemias o explotaciones? La catástrofe demográfica del Nuevo Mundo”, Dossier de la Revista de Indias, Vol. LXIII, N. 227. Madrid, 2003.

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

1 comentario

Marc -

Muy buena la entrada Esteban, como siempre.