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EL TREBLINKA DE CHIL RAJCHMAN

EL TREBLINKA DE CHIL RAJCHMAN

        Acaba de ver la luz por primera vez en castellano, el testimonio que escribió el polaco Chil Rajchman, superviviente del campo de concentración nazi de Treblinka. Se titula precisamente Treblinka (Barcelona, Seix Barral, 2014) e incorpora como epílogo el otro gran testimonio sobre ese campo, El infierno de Treblinka, un clásico que publicara hace años Vasili Grossman, un periodista que acompañaba al ejército bolchevique y que fue el primero en entrar en él. Por tanto, se trata de dos relatos fundamentales para comprender las dimensiones de la locura genocida nazi. Sin embargo, el testimonio de Rajchman me parece más valioso, porque es un relato de lo visto y lo vivido, mientras que el de Grossman es una visión periodística, tras recabar datos sobre el terreno de supervivientes. El texto de Rajchman es tanto más valioso cuanto que lo escribió en los meses posteriores a su huida, en agosto de 1943 y, por tanto, no está condicionado por la deformación que el tiempo siempre ejerce sobre el recuerdo. El superviviente polaco, que perdió a su familia y a sus amigos en aquel infierno, pudo sobrevivir, con el ánimo de dejar un testimonio a la posteridad de las atrocidades cometidas por los nazis en Treblinka.

        En julio de 1942 se inauguró el campo de Treblinka, al noroeste de la Polonia ocupada, manteniéndose en activo poco más de un año, exactamente hasta noviembre de 1943.No fue un campo de concentración más, pues estaba pensado para el exterminio masivo e inmediato. De ahí que hubiese pocos barracones para albergar personas, a diferencia de lo que ocurría en los demás campos. Y es que, según Grossman, la esperanza media de vida de los que llegaban era de una hora y media. Los trabajadores de las brigadas de camilleros –para transportar cadáveres-, de peluqueros, y de dentinas –para extraer los dientes de oro- ampliaban su esperanza media de vida hasta una semana aproximadamente. Está claro que Treblinka supuso salto cualitativo en el cumplimiento de la Solución Final. Un proceso de exterminio de las minorías étnicas, y en particular de los hebreos que empezó en 1924 cuando Hitler escribió en su obra Mein Kampf que la pérdida de la pureza racial frustraba para siempre el destino de una raza.

        Chil Rajchman fue uno de los pocos supervivientes del campo, apenas medio centenar. Estuvo a punto de morir en varias ocasiones, pero unas veces se sirvió de su ingenio, aprendiendo a realizar oficios que en realidad desconocía –como peluquero y dentista-, y en otras simplemente tuvo suerte. También estaba dotado de un gran ánimo que le permitió superar las tentaciones suicidas que otros llevaron hasta las últimas consecuencias. De hecho, tras su liberación escribe: ¡Sí, sobreviví para ser un testigo de Treblinka, esa gran carnicería! Su sufrimiento fue tal que en un momento de su relato se alegra de la suerte de su madre que al fallecer de muerte natural con treinta y ocho años evitó el sufrimiento del infierno nazi. Con su huida no acabó su tragedia, tuvo que recorrer más de cien kilómetros hasta llegar a Varsovia, no siempre contando con el apoyo de las personas a las que se encontraba, unos por temor a represalias y otros porque tampoco simpatizaban con los judíos. Hasta que Varsovia no fue liberada, el 17 de enero de 1945, no recuperó su vida.

        Varios aspectos sorprenden y hasta sobrecogen de este relato: primero, la fe y la solidaridad entre los judíos, incluso en el mismo trance de la muerte. Cuenta el autor que cuando los judíos búlgaros estaban siendo gaseados se escuchaba: ¡shema Israel!, las dos primeras palabras de la principal plegaria hebrea, hasta que la muerte los enmudeció a todos. Los propios trabajadores del campo, como Chil Rajchman, pese al calvario que vivían, todavía tenían tiempo y ganas para realizar los dos rezos diarios que prescribía su religión.

Segundo, el afán de los nazis por cortar el pelo a todas las mujeres que ingresaban en el campo, pese a que eran gaseadas una hora después. Chil Rajchman no explica los motivos, aunque sí Grossman que dice que era porque los nazis usaban los cabellos como rellenos y para el trenzado de cables en los submarinos. No me convence totalmente el argumento, contaba Rajchman que después de pelarlas, la mayoría de las pobres mujeres se quedaban muy tranquilas, pensando que un acto así de higiene frente a los piojos, indicaba que no iban a una cámara de gas sino a las duchas. Dado que los nazis obligaban al silencio a todos los trabajadores y borraban todos los rastros de sangre para que las nuevas hornadas de judíos no se asustasen y no se resistiesen a entrar en las cámaras de gas, tiene visos de veracidad que el principal objetivo fuese mantener a todos en el engaño.

        Y tercero, hay un suceso sabido pero que no deja de ser interesante reseñarlo. En invierno de 1943 llegó Henrich Himmler al campo y ordenó a sus oficiales la urgente incineración de todos los cadáveres. Hubo que desenterrar cientos de miles de muertos e incinerarlos. La cuestión es y ¿por qué? Pues está meridianamente claro; como dice Grossman, la derrota en Stalingrado había hecho tomar conciencia a los nazis por primera vez de que podían perder la guerra. Hasta entonces no lo habían pensado; por ello, a sabiendas de que el mundo se horrorizaría cuando supieran las atrocidades que ellos cometieron, ordenaron eliminar todas las pruebas del genocidio. Si hubiesen ganado la guerra, se hubiesen encargado de eliminar infinidad de pruebas, como hicieron otros regímenes totalitarios o autoritarios que se mantuvieron varias décadas en el poder. Es difícil que hubiesen podido ocultar un genocidio de tales dimensiones. Pero lo que nos interesa recalcar aquí es que los nazis eran plenamente conscientes que estaban cometiendo atrocidades que la historia nunca les perdonaría.

Pero lo más sorprendente es el hecho de que decenas de asesinos, -como les llama el autor- o psicópatas, eran simples soldados rasos de las SS o del grupo de milicianos ucranianos. Obviamente cumplían órdenes, pero hacían su trabajo como autómatas, tratando a los prisioneros como si fueran muertos vivientes o simplemente cosas. Da la impresión que habían perdido todos la cabeza. Sin embargo, no olvidemos una cosa: en los juicios de Núremberg se condenó a muerte a ¡doce altos cargos!, incluyendo a Herman Göring que se suicidó poco antes, y a otros once les cayeron distintas condenas de cárcel. Me permito una reflexión: miles de nazis, sin graduación pero tan responsables como sus altos mandos, quedaron impunes y pudieron proseguir su vida como si nada hubiese pasado. Otros altos mandos, como el ángel de la muerte Jopsef Mengele o Sandor Kepiro, consiguieron eludir la justicia, escaparon, cambiaron de identidad y tuvieron una vejez más o menos tranquila. Y yo me pregunto: ¿cómo personas que han cometido atrocidades inenarrables pueden convertirse años después en abuelitos cariñosos? No queda otra respuesta: el bien y el mal habitan en cada uno de nosotros y, dependiendo de las circunstancias, puede aflorar uno u otro. Pero como la esperanza es lo último que se pierde, esperemos que alguna vez la humanidad sea capaz de sacar lo mejor de sí mismo y evite su propia autodestrucción.

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

1 comentario

Francisco Delgado -

Un acto más de barbarie como tantos otros que ha realizado el ser humano.